sábado, 10 de septiembre de 2016

VIAJE A LOUISE BOURGEOIS (TERCERA PARTE)

VIAJE A LOUISE BOURGEOIS (TERCERA PARTE)

"En una librería accidentalmente terminé en la sección sobre el Tao o –más precisamente– 
junto al Tratado sobre el vacío.
Me regocijé, porque ese día yo estaba perfectamente vacío.
Qué reunión tan inesperada: el paciente encuentra al doctor y el doctor guarda silencio."

Adam Zagajewski.

"Mi infancia nunca ha perdido su magia, nunca ha perdido su misterio
y nunca ha perdido su drama. 
Todos mis trabajos de los últimos cincuenta años tienen su origen en mi niñez."

"Todas mis obras transmiten uno de dos mensajes: 
según se vean desde tu punto de vista o desde el mío." 

Louise Bourgeois.



"Louise Bourgeois murió a los 98 años. Una mujer así, capaz de concebir una araña gigante... No puedo evitar compararla con mi madre, que murió a los 90 y cuya última mirada me tatuó los ojos con su ínfimo pero preciso dibujo de la culpa."

El viajero recuerda ahora uno de sus escritos más personales y oscuros, el titulado Madre o El cuaderno negro, pues el viajero, humildemente, reconoce haber pretendido ser actor, pintor, escultor y escritor, sin alcanzar -apenas rozando- ninguna fama, ningún reconocimiento. Nada del otro mundo, algo habitual. Y no obstante, el viajero sabe que Madre es una obra maestra (en su vida) y que hay que darle tiempo al tiempo. Si alguien estuviera interesado, el viajero anuncia que puede facilitar la obra previo pago (mediante transferencia bancaria) de 1.000 euros (en concepto de gastos de expedición y molestias añadidas).

La madre como celda, como vientre que contiene una posible vida y todo el sufrimiento posible, como condena y levantamiento de condena, como diosa que da la luz y luego reclama para sí la luz y -con suerte-  devuelve sombras.

El cordón umbilical es la cadena -piensa el viajero- que une al prisionero nonato con su celda. Una vez cortada esa cadena por la cizalla del nacimiento, puede permanecer cortada o, más generalmente, volverse a unir, cerrar sus eslabones, tensar la unión y oponerse a que el prisionero (de no ser posible un nuevo nacimiento) aspire a la vida libre que por derecho le correspondería.

El viajero baja de su cielo y se encuentra en una isla donde conviven unos pocos ejemplares de algunas de las especies animales más atractivas, incluyendo canguros rojos, pingüinos azules, mandriles de hocicos estriados, cocodrilos verdes, guacamayos escarlata, hormigas azabache, tigres blancos, tiburones acerados, elefantes sin orejas... De este sueño despierta el viajero en la enorme habitación vacía del hotel. Son las cinco de la mañana. Se levanta de la cama, se viste, se coloca un falso bigote de goma negra, sale a la calle, detiene un taxi.

Al conductor le pide el viajero que conduzca por el margen de la ría hasta llegar al mar. La noche es suave y la luna nueva sólo es visible en un 2 ó 3 %. Debido a la escasez de tráfico, llegan a la playa de Arrigunaga, en Getxo, en apenas quince minutos. Pero el viajero quiere contemplar la noche desde los acantilados. El taxi se detiene junto al fuerte de La Galea. Viajero y conductor salen del coche y se acercan al precipicio. El taxista, que no ha pronunciado una palabra en todo el trayecto, enciende su móvil, consulta la hora y dice: "Son las seis de la mañana; faltan todavía noventa y ocho minutos para que amanezca. ¿Qué quiere hacer mientras tanto?"

"A las cinco de la mañana del cuatro de septiembre llaman a la puerta. Como de costumbre, aún estoy despierto. No me asomo a la mirilla, pero pregunto quién es. Con su dulce voz me contesta soy yo. Y sin ningún temor giro la rueda que desliza el cerrojo y le franqueo el paso. Es tan alto que tiene que inclinar la cabeza para entrar. Una vez dentro, él mismo cierra la puerta a su espalda y dice: "Quedan ciento treinta y nueve minutos para que amanezca. ¿Qué quieres hacer mientras tanto?"

El viajero vuelve a soñar, según van pasando las horas y el amanecer relativo se aproxima. En su isla soñada: los monos imitan a los monos; los cocodrilos muestran sus vientres amarillos; los elefantes sordos arremeten enfurecidos contra los árboles; el loro multicolor se aleja de repente; las hormigas echan a volar con sus alas ocasionales; las hembras pingüino ponen dos huevos de los que, cinco semanas después, nacerán dos crías que habrán de sobrevivir o sucumbir; los tigres filósofos se preguntan por qué les llaman blancos cuando también poseen rayas negras; el gran tiburón, soberano de los mares, se detiene frente a los acantilados; el canguro nacido ayer no abandonará el marsupio hasta pasados ocho meses.

La naturaleza crea sus celdas, siempre soñadas o debidas al instinto. Pero el ser humano actúa con un propósito en crecimiento exponencial, lo que le lleva hasta el infinito, hasta la curvatura ante el techo de ese propósito, hasta la vuelta a su origen o hasta la negación del proceso iniciado.

En el Casco Viejo de Bilbao, los escaparates muestran maniquís cuyas cabezas (falsamente humanas) han sido sustituidas por cabezas de osos pardos, osos panda, elefantes, koalas... En el Casco Viejo abundan los payasos, las flores, las vacas de cartón, los gigantes, los cabezudos, los jaboneros, los hombres verdes, los humanoides... En el mundo del viajero -una vez acabado el viaje- abundan los monos que imitan a los monos; los que chillan para alertar a otros con su miedo y, mientras huyen, muestran su trasero colorado; los monos achantados que, una vez ante el precipicio e incapaces de saltar, se quedan paralizados a la espera de que el depredador los ignore por insignificantes... En el mundo del viajero que bajó de su cielo para nada, nada es lo que parece: los simples que tanto prometían y tanto le enseñaron, ahora y justo ahora, se reúnen en un círculo para festejar los fuegos fatuos que proceden de sí mismos.

A la Gran Celda se opone la Pequeña Celda. Como si una mano pretendiera moverse por sí misma, dejar de obedecer las órdenes del sistema nervioso central del cuerpo al que pertenece; y entonces el cuerpo duda entre cortar esa mano -desprenderse de ella- o mantenerla al final del brazo, consintiendo o reprimiendo sus movimientos fuera de control. La riqueza (los países más prósperos y con un -aparente, por parcial- alto nivel de vida) opta por encerrarse en su propia celda o jaula. La variante actual es que las jaulas ya no contienen al tigre sino que protegen al fracasado domador de la rebelión de su (hasta hace tan poco) sumiso tigre.

En el entorno del viajero -una vez acabado el viaje- a nadie parece importarle que Corea del Norte haya explosionado una ojiva nuclear de 10 kilotones en las cercanías de Punggye Ri, al parecer en el subsuelo, provocando un sismo de 5,3 grados de magnitud en la escala Richter (por supuesto, siempre y cuando las informaciones al respecto sean ciertas). A nadie parece importarle (quizá por desconocimiento geográfico) que en el último tramo de la autopista E-15, en Calais, Francia y Reino Unido se hayan puesto de acuerdo para fortificar las alambradas ya existentes con un muro de cuatro metros de altura para impedir el paso de migrantes de uno a otro país.

Frente al tigre, a su furia rayada, no sirven ya ni 10 ni 100 kilotones. La loca idea de los muros, las vallas, las fronteras pretendidamente infranqueables... Nada de eso sirve para nada. El viajero va de un lugar a otro constatando que esos límites, esas celdas, sólo existen en la imaginación de los temerosos.

La celda más poderosa, la más excluyente, es la que cada cual construye a su alrededor, cuando levanta sus viejas puertas del miedo y se atrinchera en su interior.

No pudo ser de otra forma: únicamente la muerte de la Madre, la Araña, la Maman, le permitió soñar de nuevo con otro nacimiento, otra infancia alternativa, otro viaje posible alrededor del mundo. La cadena o el cordón umbilical dejó de tensar la unión a partir de esa muerte. A la gran pregunta de Louise Bourgeois, el viajero ya puede responder: "Pierdo el tiempo con mis escritos y mis dibujos porque perder el tiempo es ganar el tiempo."

¿Quién hizo la pregunta concreta? ¿Quién da una respuesta relativa?

Una hora antes de subir al avión, el viajero en el aeropuerto de Bilbao fotografía un paisaje que pertenece al  crepúsculo: tal vez unos cipreses, un sol en retirada, un azul que anticipa la noche y que se adueña de la noche. A la hora prevista nos elevamos; a la hora prevista descendemos.


Salvador Alís.






    



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