miércoles, 7 de septiembre de 2016

VIAJE A LOUISE BOURGEOIS (SEGUNDA PARTE)

VIAJE A LOUISE BOURGEOIS (SEGUNDA PARTE)

"-¿Cuál es la diferencia entre física y metafísica?
-Física hay cuando una piedra cae de arriba abajo, y metafísica, 
cuando una piedra cae de abajo arriba."

Slawomir Mrozek. La mosca. Acantilado. 2013. Pág. 26.

 "Mis obras son una reconstrucción del pasado. En ellas el pasado se ha vuelto tangible; 
pero al mismo tiempo están creadas con el fin de olvidar el pasado, para derrotarlo, 
para revivirlo en la memoria y posibilitar su olvido."

"Un artista es alguien capaz de expresar cosas que a otras personas les aterraría expresar."

Louise Bourgeois.



"En lo que se refiere a la fotografía, soy claramente (siempre lo he sido) ambidiestro. Puedo empuñar mi vieja y querida Lumix FX01 con la mano izquierda o la derecha, sobre todo cuando el objetivo es conseguir un buen autorretrato, volverla contra mí, enfrentarme a ciegas a su lente Leica y disparar una ráfaga en movimiento, de un lado a otro, de arriba abajo o de abajo arriba, para más tarde elegir aquella instantanea que reflejase mi estado de ánimo en ese momento o la visión de mí mismo que, en ese momento, me parecía más adecuada, o el mejor fondo, o el mejor encuadre (aunque quizá no la mejor fotografía)." 

La importancia de los pequeños detalles. Quien conozca al viajero sabrá sin duda que una de sus pasiones son los gatos (en general) y que colecciona obsesivamente gatitos en miniatura. En Bilbao, cosa extraña, no vio un solo gato por las calles; y en las tiendas, en los escaparates, apenas uno: Azrael, el diabólico gato rojo o anaranjado de los pitufos, de plástico duro y pocos centímetros de altura y longitud, al precio de 4,50 euros la unidad. Como pueden imaginar, el viajero compró su pequeño Azrael. Lo sorprendente es que al concluir el viaje, una vez colocada la miniatura en uno de los estantes donde almacena su colección, descubriera que Azrael "es uno de los nombres que recibe el ángel de la muerte entre los judíos y musulmanes", y que es el encargado de "recibir las almas de los muertos y conducirlas para ser juzgadas."

En el viejo Bilbao: calles circulares donde la gente anda perdiéndose o encontrándose. Los extranjeros -como el viajero- visten ropas de colores claros, pantalones azules, camisas blancas, vestidos con flores, blusas con pájaros. Los vascos, sin embargo, los más jóvenes con preferencia, visten en su mayoría de negro, el color del luto. Mas sobre el negro hay profusión de letras blancas y rojas, banderas, cruces, calaveras y otros signos y mensajes de complicada traducción.

Idea debida a L. B.: Con cada año que pasa uno debería tener menos miedo (a la muerte, a la enfermedad, a todo); la vejez como oposición al miedo, como antídoto, como cura, como victoria cierta y asentada. Pero eso entrañaría que los jóvenes estuvieran siempre asustados (¿de ahí sus tatuajes, cortes de pelo, piercings, lenguaje y comportamientos pretendidamente agresivos?) y que los niños más pequeños gritasen por su llanto continuamente. 

El descanso en la habitación del hotel, lo contrario a la celda, pues en ella no hay memoria, nada queda (ni rastro) de los moradores precedentes, y de ella se entra y se sale sin que nos hable de nuestra vida pasada, ni contiene ni encarna antecedentes, marcas, huellas de lo que fuimos o lo que hizo que llegáramos a ser lo que somos. Lugar despojado como las cajas vacías de Oteiza, las no-cajas, las no-celdas puesto que permiten respirar un aire no contaminado por la vida vivida.

Las celdas son lugares de aislamiento y de meditación; constuidas con puertas viejas unidas por bisagras, permiten no obstante aberturas desde las que contemplar su interior. Muchas son cuadradas, otras redondas, algunas son verdaderas jaulas con barrotes infranqueables. A pesar de la sugerencia de elementos ejemplarmente humanos, están sin duda deshabitadas, comprenden altas dosis de soledad, atraen (como un destino atroz e inevitable) y, al mismo tiempo, rechazan.

La ancianidad de L. B. es tan rotunda que se diría que siempre ha sido -la mujer, la artista- una vieja. Cuesta imaginar a L. B. hallando las puertas, las rejas, transportarlas de un lugar a otro, ponerlas en pie, elaborar con ellas construcciones rígidas, soldar, clavar, raspar las pinturas para envejecerlas aún más. Pero debió hacerlo o conseguir que alguien lo hiciera por ella, bajo sus órdenes, su gusto, su criterio. La fama y el dinero dieron alas a su poder imaginativo, cuando pudo dejar su pequeño estudio y trabajar (pasear, pensar) en un estudio de dimensiones considerables. La diminuta y oscura araña viva de su taller de cuatro metros cuadrados -la herencia de su madre tejedora- se convirtió en la gran araña muerta de varias toneladas de bronce resplandeciente. 

Celdas de celdas: las ciudades, las casa y sus habitaciones, los armarios y sus cajones, el cuerpo y su memoria. 

El viajero se retrata ante el portón cerrado de una iglesia del Casco Viejo. La madera con su intenso barniz aparece tachonada con múltiples estrellas. Esa puerta está bajo techo, custodiada por arcos de piedra y barrotes de hierro. Imposible saber lo que oculta, cuál es su secreto. Pero el rostro del viajero no puede disimular sus párpados caídos, sus ojos como canicas congeladas, su boca cerrada (no porque algo le impida sonreír, sino por sus dientes malgastados que no desea mostrar). La aparente seriedad del viajero debe considerarse entonces como una simple pose, una ironía más, pues lo cierto es que en ese instante está feliz y embriagado de alegría.

"Un pedigüeño, recogido sobre sí mismo junto a los barrotes que guardan la entrada porticada de la iglesia, lanza su huesuda mano abierta hacia mí y me pide una limosna. Por respeto guardo la cámara de fotos y me acerco a él. ¿Qué quieres de mí? ¿Unas monedas? ¿La cantidad justa para sobrevivir un día más? ¿Para prolongar tu triste vida? Puedo darte lo suficiente para que vivas una semana, para que albergues falsas esperanzas sobre la falsa humanidad de los caritativos. Pero no. ¿Qué resolvería eso? ¿En qué forma cambiaría tu existir? Te daré algo mejor que monedas. Te daré unas palabras (que ni siquiera son mías), más apropiadas al lugar en que nos encontramos que a tu estado y a mi estado: ¡Levántate y anda! Y así lo dejé, con su mano tendida. Y puedo jurar que sus párpados tenían mejor aspecto que mis párpados." 

En el Arqueologi Museoa de Bilbao, un caserón sobre las escalinatas llamadas Calzada de Mallona, una tumba con tapa de cristal que se enciende y se apaga según la cercanía del visitante. A cierta distancia enseña la silueta de un hombre difuso, un ancestro de los vascos, un muerto dibujado (o quizá un actor que simuló su muerte ante una cámara fotográfica) que reposa en la parte posterior de ese cristal. Pero cuando uno se aproxima, la luz interior de la tumba se activa y lo que se ve es un esqueleto (donde se reflejan otras luces). La tumba como celda que guarda residuos humanos, restos de tejido, huesos o polvo de huesos, dientes, en ocasiones fragmentos de cerámica, joyas, herramientas, juguetes y (si estuviera herméticamente sellada) tal vez un alma. 

Al viajero no le interesa especialmente la arqueología, pero se adentra en el museo en busca de frescor y de penumbra. Ha comido en la terraza de un restaurante en un cruce de calles, en una mesa con un impecable mantel de hilo planchado en una resplandeciente blancura: risotto con gambas, calamares y setas; carrilleras de ternera; un helado de crema de limón y txacolí; una copa de txacoli y media botella de un rioja tinto llamado Arrios. En el museo hace fotos de reproducciones de pinturas rupestres (caballos, bisontes, ciervos...), camina entre piedras labradas y vasijas rotas, diminutas puntas de flecha, cuchillos de basalto y las costillas detenidas en el tiempo de una barca insinuada y sujeta por un armazón de metal.

La tumba y el esqueleto, con su teatral juego de luces, le cautiva de inmediato; gira alrededor de la tumba hasta encontrar el ángulo más propicio, y luego fotografía la calavera y sólo la calavera.

Después, otra vez, el bullicio de la plaza y las calles; otra copa de txacoli en el José Pepe Mugica (el hombre es un animal de costumbres); y vuelve a constatar la abundancia de jóvenes, niños y perros, y la ausencia total de gatos. Salvo excepciones, los perros de Bilbao son grandes y parecen fieros. Los vascos, al menos todos los que ha conocido el viajero -conductores de autobús, trabajadores del hotel o los museos, camareros, gente en las calles-, son amables, hospitalarios, simpáticos, un poco fanfarrones (¿quién no lo es?). Se respira una absoluta tranquilidad, ningún peligro acecha, la policía (invisible) no agobia. Dueños y señores de las calles son los graffitis de las fachadas, puertas y ventanas; y en ellos la vida se manifiesta en colores y sigue su curso.

La ría del Nervión o del Ibáizabal corta a Bilbao en dos, reclama sus puentes, establece sus riberas. El viajero pasea por el borde de esa vena de agua turbia salpicada de hojas y de barcas, y comprueba que las casas en la orilla tienen puertas altas (en previsión de las crecidas) a las que sólo se accede mediante escaleras. El viajero desprecia por tanto cualquier solución de Calatrava frente a las humildes escalas de peldaños de madera sobre vigas de hierro inclinado. 

Cuando el viajero vuela de regreso, constata que ya no siente ningún temor. Y ante él se abren varias posibilidades:
-No tiene miedo a volar porque se ha enfrentado a su miedo.
-Porque ha envejecido notablemente y eso es remedio para todo espanto.
-Porque el tranquilizante químico, a pesar de su fecha de caducidad (marzo de 2015), ha cumplido su papel. Y de ello se deriva otra conclusión: que la caducidad de los medicamentos es un simple recurso de las empresas farmacéuticas para incrementar su consumo.
-Porque la lectura de La mosca (obra de Mrozek de inferior calidad literaria que Juego de azar o La vida difícil, pero igualmente subyugadora) le ha sacado de sí mismo, de sus problemas, de sus preocupaciones. 
-Porque el cielo y los vientos no se aliaron en su contra.

"La pasajera que por sorteo se sentó junto a mí, volando hacia Palma, estaba algo nerviosa, lo noté enseguida por sus gestos al despegar. "¿Conoce usted la isla?" -me preguntó. La conozco, sí, he vivido en ella la mitad de mi vida. "¿Y es tan bonita como dicen?" ¿Quién lo dice? "Me han hablado de una isla maravillosa" Le han mentido. La isla en sí, como toda isla, es maravillosa. Pero el factor humano, los dueños de la isla, la política...; todo eso es muy discutible. "Acabo de divorciarme. No tengo hijos. Me he sentido muy sola y he querido viajar a la isla para encontrarme a mí misma." Yo he viajado a Bilbao para encontrarme a mí mismo, qué coincidencia. "Y ¿se ha encontrado?" No podría decir que sí y tampoco que no. Pero le aseguro que nadie se pierde en la vida hasta el extremo de tener que buscarse con urgencia o desesperación. En realidad, sólo se trata de un ocultamiento puntual, como un eclipse. Usted está en sí misma como yo estoy en mí mismo. No importa el lugar adonde vayamos. No tenemos que buscarnos más allá de lo que somos, pues lo que somos es parte indisoluble de lo que somos. "Discúlpeme, eso que dice puedo entenderlo, pero ¿no le da miedo volar?" Sentía pánico, pero ya no. "¿Y cómo lo ha conseguido, quiero decir, pasar del pánico a la tranquilidad?" Muy fácil. Trabajo cerca de los aviones. Que un avión se eleve depende de la física. Que un avión se caiga también depende de la física. Pero ahora mi mente está en otro plano, en una línea infinita o metafísica. Eso es todo." 

A la mañana siguiente, ya de vuelta en su isla, el viajero se encuentra con la vecina del tercero en la escalera de la finca. La gata perdida el 28 de agosto, la gata raptada por la noche, fue hallada muerta el 29 de agosto sobre la terraza del primero. Se cayó desde una ventana -según su dueña-, quizá se desmayara o sufriera un ataque, quizá se durmiera sobre el alféizar y, al girar, se precipitara al vacío sin tiempo de reacción. Otra vez las posibilidades se abren. Lo que parece seguro es que la gata no se ha suicidado. No hay constancia del suicidio de ningún gato. En alguna ocasión, es verdad, algún gato ha enloquecido. Pero suicidarse, eso nunca, eso no es concebible, eso no puede pasar.

(Hasta aquí las notas de la segunda parte del viaje, que tal vez fueran suficientes para cerrar este capítulo, aunque es posible -así lo cree el viajero- que haya una tercera parte.)


Salvador Alís.










 





  

 




 

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