lunes, 5 de septiembre de 2016

VIAJE A LOUISE BOURGEOIS (PRIMERA PARTE)

VIAJE A LOUISE BOURGEOIS (PRIMERA PARTE)

"pobre estatua sin voz dentro de su piedra 
el pájaro en la rama redime al árbol que no vuela"

Jorge Oteiza. Poesía. Fundación Museo Oteiza. 2006. Pág.: 451.

"en la vida real me identifico con la víctima
en mi arte soy la asesina"

"en un momento me sentí acosada por la ansiedad
pero me deshice del miedo estudiando el cielo
determinando cuándo saldría la luna
y dónde aparecería el sol por la mañana"

Louise Bourgeois.




Una de las esculturas más conocidas de Louise Bourgeois, la gigantesca araña de bronce de casi nueve metros de altura que se alza entre las planchas de titanio de la fachada principal del Guggenheim y el agua, se llama curiosamente Mamá.

Puesto que la esencia del viaje verdadero es deambular sin dirección determinada, el viajero va tomando notas de su viaje, a veces notas reales en un cuaderno, a veces notas mentales, a veces simples fotografías. Sobre las notas añade otras notas, tacha y rectifica, intercala, se mueve con total libertad adelante y atrás ignorando los limites del espacio, despreciando los mapas, los límites del tiempo, la secuencia lógica, sabedor de que -al final- todas las escenas anotadas habrán de someterse a la composición.

"En la txakur kalea (calle del perro), a media tarde y bajo un cielo profundamente azul, un loco se abalanza sobre mí, su rostro a pocos centímetros de mi rostro, y me pregunta: "¿Puede usted respirar". Le digo que sí, que desde luego puedo respirar. "Se lo pregunto -insiste- porque a mí me resulta difícil respirar y no sé si es por el calor o porque me estoy poniendo malo, por si lo que me pasa a mí le pasa a otros o sólo me pasa a mí." Y sin esperar respuesta se da la vuelta y se dirige a un par de hombres sentados en un banco, y les plantea la misma cuestión."

El viaje comenzó cuando el viajero casualmente contempló un pequeño grabado de Louise Bourgeois, en el Museu Es Baluard de Palma, que mostraba a una mujer de dos caras, siendo la segunda la de una gata.

Esa noche, buscando datos sobre L. B. en Internet, supo que el Museo Guggenheim de Bilbao presentaba hasta el 4 de septiembre (aún nos encontrábamos en mayo) una exposición titulada Izatearen Egiturak: Gelak (Estructuras de la Existencia: las Celdas). Leyó algunas críticas e interpretaciones sobre las celdas, los objetos que contenían, su simbolismo, frases sueltas de L. B. presentes en el catálogo, los juegos establecidos entre interior y exterior, pero sólo de pasada.

Recordó que hacía ya muchos años, un reportaje sobre L.B. le había sorprendido en una revista de arte (quizá) que mostraba obras suyas consistentes (o que parecían consistir) en librerías llenas de libros y que, en realidad, no eran más que trozos de madera de diferentes formas y tamaños, colores, calidades y texturas, apilados en vertical y en horizontal y encajados en los estantes desiguales de enormes estructuras. Tal vez alguna de esas falsas librerías fuesen monocromas (blancas o negras), es decir: pintadas, y otras respetasen las vetas naturales.

Librerías sin libros, aunque parecieran estar llenas, ¿qué se puede leer en ellas?

A las cinco de la mañana compró un billete de avión (ida y vuelta) e hizo una reserva de habitación en el hotel Gran Bilbao. Vencería su miedo a volar y disfrutaría de la pausa necesaria en el largo verano que ya se anticipaba.

Tres meses y algunos días después, el viajero aterriza en el diminuto aeropuerto de Bilbao, el 1 de septiembre, con mejor tiempo (más sol y más calor) del previsto. El vuelo ha sido bastante apacible, a pesar de ocupar un asiento en la fila 28 (próximo a la cola de un Airbus 320 de Vueling); el retraso, apenas diez minutos, ha sido compensado por la velocidad y se toma tierra quince minutos antes de lo esperado.

El libro de Jean Frémon Louise Bourgeois - Mujer Casa, inencontrable; no se pudo conseguir ni en Babel ni en Es Baluard en Palma, ni en Elkar ni en el Guggenheim de Bilbao. Catálogos sobrevalorados, ¿para qué comprar imágenes que uno puede ver con sus propios ojos?

"En dos ocasiones, en la misma tarde, una jovencita cuyos ojos eran dos cielos en miniatura, extremada y sospechosamente alegre, me aborda en una plazuela del Casco Viejo para proponerme no sé qué negocio relacionado con acabar con el hambre en el mundo. Su ímpetu, su agradable agresividad, su fe o su afán, me dejan sin palabras. Me reprocha que hable en un tono bajo, que no la mire directamente a los ojos, que no me implique. ¿Cómo decirle que la cuestión es otra, que 7.000 millones de seres humanos cambian el sentido de su requerimiento? Por supuesto, a mí también me duele el hambre, y no sólo el hambre humano (¡cuántas veces habré alimentado o intentado alimentar a gatitos sin recursos, a pajarillos que se posaban en mi mesa esperando las migas sobrantes de mi pan!), pero la cuestión -aquí y ahora- es otra. Yo he viajado a esta ciudad en busca de mi muerte y su derrota; y así las cosas, sus ojos-cielos, su simpatía y su insistencia, no causan otro efecto en mí más que la disculpa sin argumento. Por eso le doy la espalda y me alejo. Y ella otra vez lo intenta. Y yo otra vez le doy la espalda y me alejo, aunque ahora -a mi pesar- elevo el tono de mi voz por si pudiera entenderme."

En algún momento pensó el viajero en tomar el avión a pelo, como el que monta un caballo sin ensillar, pero al final no se atrevió y tuvo que ayudarse con un orfidal caducado.

El viajero tiene la suerte de hallar a punto de partir el autobús de la línea A3247. En el trayecto del aeropuerto hasta la estación Termibús, la pregunta que no cesa es ¿cómo conciliar la cotidianidad del viaje con la profundidad del viaje, el abismo por donde el viajero cae en sí mismo? Llega a la boca del metro de San Mamés; compra un billete dirección Basauri; se apea en Basarrate. Intenta llegar al hotel a pie, pero se pierde; entonces pregunta a una anciana que, casualmente, le señala otro autobús, línea 40, aparcado a pocos metros, que le llevará hasta la puerta del Gran Bilbao.

El hotel de cuatro estrellas no está mal, aunque se echará de menos una terraza, una piscina, un balcón, una carta de vinos en el restaurante, un entrecot más tierno (aun siendo tan sabroso y estando asado en el punto exacto que desea el viajero). La habitación doble en consonancia con el nombre del hotel, cálida y despojada a la vez, con vistas verdes, una carretera, un puente muy alto, una sala de baño inmejorable.

A las 00:07 las dos copas de Nuviana 2011 (la segunda recién empezada) comienzan a abrir las puertas cerradas; se suman a otras dos servidas en el restaurante (un mediocre, corto y caliente Viña Paceta crianza), a otra copa de Erre Punto maceración carbónica tomado en la Plaza Nueva, a un Protos roble en el Bar José Pepe Mujica, a un rioja blanco muy fresco en la Plaza Unamuno (durante la tarde, tras la visita al Guggenheim), y a las dos copas de txacoli seco que acompañaron la comida (un pastel de tomate con crema de queso, un delicioso bacalao con salsa de setas y una porción de brownie de chocolate solo).

Al anotar estos detalles enológicos y gastronómicos, el viajero es consciente de que se le puede tomar por un hipócrita, un resentido, un cínico; 7.000 millones de seres humanos, muchos de ellos pasando hambre, muriendo de hambre en el mismo instante en que él saborea pinchos de salmón con cabrales, champiñones sobre láminas de jamón de bellota, tosta de pulpo...; sin embargo todo es intencionado: el viajero ha perdido en los últimos meses cuatro kilos y simplemente trata de recuperar su peso. Y seguro que de esos 7.000 millones la mitad son o bien hijosdeputa o bien parásitos.

Cuando se vaya a dormir, el viajero habrá ingerido un total de nueve copas, unas dos botellas (nada extraordinario por otra parte, ni en su dieta ni mucho menos en este viaje, a lo largo de este día. Que los vinos, sobre todo los buenos vinos, abren puertas lo sabe el viajero desde hace ya muchos años. Que dan sentido a la soledad, apaciguan el miedo, calman el dolor, lo sabe el viajero. Que escriben por sí mismos, con tinta roja o invisible, lo sabe el viajero.

Louise Bourgeois se presenta a sí misma como una anciana frágil (o quizá la han presentado así) en la fotografía de la portada de su catálogo y en el cartel que anuncia su exposición. Una mujer de baja estatura, delgada, arrugada, puro pellejo, casi centenaria, de cabellos largos y blanquinegros, vestida y más que vestida, como si tuviera frío.

El viajero cree haber leído en cierta página de ese catálogo (no comprado) que lo que pretendía L. B. con sus Celdas era "hablar" del dolor y del miedo. Y entonces, el viajero, no puede evitar que irrumpa en su mente la memoria de la casa maternal (un conjunto de celdas más terribles si cabe que las de L. B.).

"Un loco con los dientes estropeados se interpone en mi camino en la libertate kalea (calle libertad) portando, en su mano izquierda, un espejo de aumento circular, ese tipo de espejo propio de las salas de baño (también utilizado por L. B. en sus Celdas), y, en su mano derecha, unos papeles enrollados. Me dice: "Soy un artista (sin duda, un desgraciado) que vende sus dibujos por tan sólo un euro. Si me lo permite, se los voy a mostrar." Con habilidad sorprendente (usando una sola mano) saca la goma elástica que sujeta el cilindro de papeles y me enseña algunas de sus obras, hechas con rotuladores de colores, infantiles y enigmáticas como las de cualquier niño feliz. Cuando ya me dispongo a esquivarlo, lo pienso mejor y le contesto que no puedo comprarle un dibujo porque me encuentro viajando con una pequeña mochila donde su dibujo no tiene cabida, pero que igualmente le pagaré un euro por la mera contemplación, que puede vender de nuevo ese dibujo a quien pueda transportarlo sin daño, y le doy la moneda, rechazando por segunda vez su ofrecimiento, y me alejo de él sin saber a dónde voy. En el espejo del loco me he visto reflejado como buscavidas, intentando sobrevivir vendiendo mis dibujos. Sin duda yo no tendría su éxito, un euro por nada, pues mis dibujos son (y serían) más tristes, más perturbadores y -como dice L. B.- a la gente normal no le gusta ser perturbada."

El viajero ha viajado para encontrarse a sí mismo, ese tópico tan vulgar y tan real; ha viajado porque este viaje, en realidad, debe ser un alto en el camino (otro tópico), porque debe reconsiderar la dirección que a tomado (su vida), y quizá seguir o detenerse, desviarse o dar la vuelta.

Ha visto cada una de las Celdas expuestas, con sus colores cenicientos, la multitud de objetos que encierran, la nauseabunda evidencia del paso del tiempo, la depresión implícita, la angustia exaltada y amplificada bajo el foco de la atención que las Celdas exigen por el hecho de haber sido concebidas, realizadas, situadas en un lugar público -el museo-, y ser lo que son y no otra cosa distinta.

El viajero ha vuelto al pasado, ha regresado a su niñez, ha visto de nuevo la casa de su madre (que siempre ha estado presente). Esa casa asfixió su infancia pues la casa era la madre que siempre le negó como artista. Ahora entiende mejor aquella negación: él no podía ser un creador porque su madre ya lo había creado todo (incluyéndole a él mismo), por ella y por él, estando el trabajo concluido; su madre fue una precursora, más avanzada y profunda (incluso) que L. B.

El viajero, que no ha preparado en absoluto este viaje, de pronto se da cuenta de que L. B. no es un destino sino un puente para llegar a la otra orilla, al lugar donde le espera su madre con sus celdas perfectas.

Si en L. B. hay cabezas cosidas y cuerpos de trapo (sin cabeza), ovillos rojos (alguno azul), tapices raídos, espejos sucios (ninguno quebrado), sillas rotas, sillas de tortura, reclinatorios, camas de hierro, botellas de vidrio verde, grifos de bronce, arañas de muchos tamaños, guillotinas, manos y antebrazos de cera, vejigas de goma negra, casas tenebrosas, ventanas a los muros, jaulas sin vida, vestidos viejos (no blancos sino amarillentos, no rosas sino anémicos, no cubrientes de cuerpos sensuales sino vacíos), puertas que no se abren, que no se cierran, que chirrían en silencio...; en la madre del viajero (en la casa que fue suya) lo extraño y lo inquietante se multiplican hasta cortar el aliento. Pero esto sólo lo sabe el viajero.

Quizá una tercera copa de Nuviana ayude a soltar la lengua (en sentido figurado), a que el Pilot V ball 0,5 se deslice más fácilmente sobre las líneas trazadas en este papel reciclado de reminiscencias verdosas, un papel y un cuaderno (producido por Zebra A/S, Copenhagen, y fabricado en China) que sin duda hubiera sido del agrado de L. B. Pero no hay tercera copa del Valle de Cinca (en su lugar hay una ducha con aguas a diferentes presiones y temperaturas). "La palabra Nuviana es una derivación de la palabra Novellana, que a su vez procede de la palabra latina Novelliam. Novellana, en castellano antiguo, define el conjunto de pájaros recién nacidos de una cría." A pesar de su etiqueta, aspecto, aroma y gusto, no es un vino caro, prueba de que las apariencias siguen engañando y de que las experiencias sensoriales tienen más que ver con el instante y la sensibilidad de quien experimenta que con el producto experimentado.

"En la barra del bar del hotel he coincidido un par de veces con un ruso que pedía insistentemente "vino de rioja", "más", "mejor", "otra copa", "una botella". Creo que formaba parte de la organización de no sé cuál carrera ciclista que esta tarde atravesaba la Alameda Recalde, la Gran Vía y algunas otras calles cortadas, mientras yo estaba visitando el Guggenheim. El ciclismo no me interesa lo más mínimo (al día siguiente vi en la portada de un periódico local la fotografía de decenas de ciclistas corriendo apiñados frente al museo), pero sí el comportamiento de un ruso borracho y bocazas. Separado de sus compañeros, nervioso o inquieto, se paseaba a grandes zancadas por el hall del Gran Bilbao con su copa en la mano, hasta que se paró frente a la mesa que yo ocupaba y mantuvimos esta breve conversación:
- Usted ¿escritor?
- Yo escribo, sí.
- Letra pequeña y difícil de leer.
- Es mi letra, yo la entiendo (cerrando mi cuaderno).
- Buen vino español. Yo brindo con usted (sentándose). En Rusia no buen vino.
- Pero sí buen vodka.
- Vodka sólo calefacción. Vino español placer.
- Vodka es veneno en pequeñas dosis; el vino es veneno en dosis mayores.
- ¿Veneno?
- Sí, lo que mata, lo que nos va matando lentamente.
- La vida, vivir..., vivir nos mata. Vino alegra corazón, dormir bien.
- Usted, ¿bicicleta? (adaptando mi lenguaje al suyo).
- Ahora no bicicleta. Yo viejo, gordo, todavía fuerte, pero no bicicleta.
- ¿Carrera ciclista?
- Yo patrocinador. Yo equipo. Viajar a España.
- Yo nunca he ido a Rusia.
- No le gustaría Rusia. Mucho frío. No vino bueno. No escritura.
- Algunos de los mejores novelistas de la historia fueron rusos.
- Dostoyevski, pero siempre calentado por vodka.
- De joven yo tomaba vodka (abriendo mi cuaderno).
- Vodka es hielo. Vino tinto español como la sangre.
- Y usted ¿cómo se llama?
Me dijo su nombre (que no entendí), se levantó de la silla y volvió a sus zancadas. Entonces yo también me levanté, tomé el ascensor y busqué el agua."

Mientras me duchaba pensé en las ciudades como celdas nunca imaginadas (¿o sí?) por L. B. En el Casco Viejo de Bilbao como el laberinto de siete esculturas de acero corten, oxidado o patinado, de Richard Serra (La materia del Tiempo), como una inmensa celda que contiene un mundo.

(Hasta aquí las notas manipuladas del primer día de viaje; seguirán las notas del segundo día, cuando a su vez sean manipuladas.)


Salvador Alís.









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