EL AMOR SE TRASLADA
El amor se traslada de un lugar a otro, viaja en coche de caballos,
pero lentamente, ni siquiera al trote, contemplando el paisaje cambiante,
el amanecer y el ocaso, las fases de la luna
y el deterioro de las ciudades.
Con los niños es muy fácil entenderse; con los jóvenes, bastante fácil;
algo más complicado con los de mediana edad;
y casi imposible con los viejos (clan al que ya perteneces
o vas perteneciendo, por más que trates de ignorarlo o te resistas
con uñas y dientes).
Tus mejores interlocutores son, sin embargo, los sibilinos gatos
y los viejos escritores ya fallecidos.
Ni los gatos ni los libros te escuchan pero tú puedes leerlos.
La paradoja es que resulta fácil entenderse con los jóvenes
e imposible (por pereza, por aburrimiento) con los jóvenes escritores.
Ya no lees nada nuevo, nada que no tenga al menos cincuenta
o cien años o quinientos.
A un gato uno lo comprende desde que nace hasta que muere.
Entiende su vida y su muerte. Eso no pasa con las personas adultas
ni con las personas que igualan tu edad.
Con un libro es poco probable enfadarse, sufrir más allá de un límite
cierta decepción o sufrir simplemente:
al menor indicio de que algo no va bien, el libro se cierra
y se abandona (aunque permanezca en un estante de la biblioteca
acumulando polvo y siendo atacado por peces de plata).
Con las personas el mecanismo es otro: te hablan y te escuchan
(no siempre, pero muchas veces), o esperan escucharte
y que tú les hables (lo que quieren oír, lo que quieren que digas).
Como no hay otra cosa que lenguajes individuales,
el entendimiento es nulo. No se habla ni se oye la misma lengua.
Y entonces, si los lazos se establecen por causas equívocas,
por fundamentos falsos, por deslumbramientos o espejismos,
las relaciones estarán viciadas y acabarán en dolor.
La culpa viene de una frase mal formulada o mal oída.
Cuando la culpa, el duelo o la incomprensión acontecen,
mejor no hacer nada, dejarlo pasar.
Sabes por experiencia propia que si intentas arreglarlo, lo estropeas.
Un reloj que ya no da la hora (a no ser que se trate de un reloj caro,
inalcanzable) ya no se repara, se cambia por otro y se acabó.
El reloj detenido puede guardarse como reliquia,
junto a otros muchos que en su día dieron la hora con exactitud.
El tiempo es el peor de los amigos: nos habla, nos escucha,
pero tuerce nuestros planes.
El que siempre quiere tener razón pierde la razón.
Las ciudades se renuevan, la luna se detendrá alguna vez,
cambiará el paisaje. Y el amor seguirá pasando, atento a todo,
desde su altura, con la dignidad de su mirada y su agradecimiento,
mas pausadamente, sin ninguna prisa, buscando su lugar.
Salvador Alís.
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