LOS MAGOS
Este mago, a diferencia del Hans Chans creado por César Aira -que sí era un mago verdadero-, es tan sólo un embaucador: saca de su sombrero a un conejo blanco llamado osama y a un conejo negro llamado obama, mientras el publico (ofendido o halagado según sus creencias y gustos personales) aplaude o patalea, y todo el teatro se viene arriba asegurando la continuidad de la función.
Este mago, pretendidamente perfeccionista en la ejecución de sus habilidades, hace aparecer sobre los espectadores enormes hidrometeoros en forma de estratos oscuros, enfría o congela el patio de butacas e insinúa que un sol todopoderoso podría caer sobre el escenario como un vulgar telón.
Este mago, lector de Homero y de Virgilio, antes de la despedida ordena a sus ayudantes que coloquen en un punto central un gran caballo hueco. Entonces las luces se aplacan, la insurgente música se atenúa, y todo queda supeditado al secreto escondido en el caballo.
Este mago, desde un lado del escenario contempla una torre en el lado contrario, erigida con base firme y sólidos ladrillos y duplicada por un espejo. Sin un soplo, sin que nada vibre, sin que parezca que se accione mecanismo alguno, por la simple fuerza de su voluntad ejercida desde la distancia, la torre cae y el espejo multiplica esa caída en los ojos atónitos de los que pagaron su entrada.
Este mago, admirador de Erik Weisz (también conocido como Houdini), sale por su propios medios de una caja fuerte, se libera en un instante de cadenas de hierro y esposas de acero, respira bajo el agua y produce la impresión de ser sobre-humano o, al menos, de no ser humano.
Este mago nos muestra un truco genial: se sabe de memoria todos los números abstractos y todas las cifras concretas que definen a sus rendidos espectadores: fechas de nacimiento, documentos de identidad, monedas en los bolsillos... Ningún dato escapa a su minuciosa prospección o invasivo escrutinio.
Este mago, que únicamente se vislumbra o intuye como sombra y no como figura real, posee una cualidad sobresaliente: infunde miedo y, más que miedo, pánico. Su truco favorito es conseguir que nadie puede levantarse de su asiento y huir de una situación que no entiende, de un espectáculo desasosegante, de un presagio de trágicos aconteceres.
Este mago corta a las mujeres por la mitad y utiliza sus cuerpos divididos de acuerdo a diferentes experimentos que suelen levantar ovaciones por su insólita osadía.
Este mago gusta de aparecer en escena con ropa de camuflaje, medallas, estrellas, una pistola en el cinto, como un general en primera línea. Despliega sus mapas y campos de batalla y surgen alambradas y trincheras de la nada, el fuego surge de la nada, las hormigas corren asustadas por los mapas, pero el mago tiene botas relucientes y, por cabeza -lo que causa asombro y desconcierto-, un avispero.
Este mago controla el sublime truco de la radioactividad, emite luz y, por momentos, se vuelve invisible, una ola que acelera los latidos del público desde la primera hasta la última fila, incluidos los acomodadores, los técnicos, los músicos, los que preparan cócteles y hasta los que se han vuelto de espaldas.
Este mago se crece ante los abucheos, se enreda en su propia cuerda, mata a las palomas, rompe los cristales y tropieza y pierde -a la vista de todos- las cartas escondidas, los pañuelos anudados, los aros discontinuos, los imanes, los huevos falsos.
Este mago, a diferencia de Rene Lavand -que ejercía con una sola mano-, tiene mil dedos ágiles y mil dedos atrofiados, garras útiles e inútiles pero siempre amenazadoras.
Este mago, pretendido hipnotizador, no tiene en cuenta que algunos ojos reflejan su mirada como escudos pulidos y encerados a conciencia.
Este mago rojo y este mago azul y esquivo, dibujando laberintos en la tarima que los sustenta para que esas líneas, después, se alcen convirtiéndose en muros.
Este mago solicita a un voluntario un billete que, a continuación, romperá en pedazos como hábil banquero depositario de sueños, o un reloj que envuelve con una servilleta de papel y destroza con un martillo, dueño del tiempo y otros valores intangibles.
Este mago que adivina el pensamiento de los que no piensan y creen pensar en algo que el mago adivina.
Este mago autómata, frío y calculador, que reducido a su mínimo tamaño se esconde en su apariencia de mago.
Este mago que impone las manos, que convoca demonios, que entra por una puerta y sale por otra, que se vale de un conjunto de sospechosas cajas -cada una dentro de otra hasta un final inesperado.
Este mago que levita sin que sus pies rocen el suelo, mago etéreo, volador, insustancial.
Este mago -proyección de otro mago detrás del decorado- al que no le afectan los cuchillos ni las balas.
Este mago que distrae del objetivo principal, de la dirección y la meta de su magia.
Este mago entre efusiones de falso humo, entre relámpagos imaginarios de efectiva electricidad y explosiones controladas.
Este mago que gira velozmente y se envuelve en banderas distintas a cada giro, como peonza que cambiara de color una y otra vez sin detenerse jamás.
Este mago sin cabeza que anda sobre las aguas, que logra hacer que un elefante se evapore, que encandila, que oscurece, que provoca.
Este mago solicitado en Siria y Somalia, en Marruecos y en Cuba, en Egipto y en Crimea..., en las capitales del mundo y en los desiertos del mundo.
Este mago real y virtual, filmado por sofisticadas cámaras, teledirigido, programado, sujeto a guiones que nadie comprende y a todos mantienen en vilo.
Este mago llamado cáncer o recaudador, llamado político o público, llamado juego o estrategia, llamado energía o muerte, llamado progreso o abismo, llamado pregunta o respuesta, llamado guerra o diamante, llamado sangre o palabra, llamado verdad o mentira.
Este mago llamado estado y alteración, llamado gobierno y desgobierno, llamado payaso y manipulador, llamado asesino y ofendido, llamado loco y dios, llamado buitre y carroñero, llamado ángel y exterminador.
Este mago viejo y eterno, irónico y pesimista, fracasado, ajeno, orgulloso de sí, en su penúltima función.
Salvador Alís.
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