Lo reconozco: soy un adicto a Thomas Bernhard. No sólo a su literatura, también a él como persona y como personaje, como ser humano y como actor. Y, por supuesto, no es ésta la única de mis adicciones, pues deberían sumarse a ella el café, el tabaco, el vino, los viajes, el sexo, los gatos, los sueños y otras muchas que no vienen al caso. Podría ser peor, desde luego, o mejor tal vez, pero esto es lo que hay y lo que incluye esta noche mi confesión.
Prefiero ser un adicto a Thomas Bernhard que un adicto al dinero. Esta tarde he gastado 24 euros en el nuevo libro de Bernhard, En busca de la verdad, y lo he justificado razonando que mi gasto mensual en necesidades del cuerpo (un techo bajo el que dormir, luz y gas, comida, vino y tabaco, medicamentos y placebos) supera con mucho mi gasto en necesidades del alma. Las 422 páginas de En busca de la verdad alimentarán mi mente o mi espíritu durante muchos días, quizá años.
Esta adicción, probablemente, sólo la entenderán otros adictos, resultando ridícula ante ojos no tocados por la ironía y la lucidez, ojos complacientes y complacidos, no lectores o lectores de la falsa literatura de los superventas y los éxitos luminosos de las efímeras bengalas publicitarias.
Desde que supe que el 16 de octubre se pondría a la venta la nueva obra de Bernhard, apenas he dormido esperando el momento. Así son las cosas, para mí, cansado lector y lector de vista disminuida, confiado más en lo que re-conozco y he probado que en el bocado nuevo que, tan a menudo, me llena la boca de insípida harina. ¿Se deduce de esto que Thomas Bernhard sea un dios para mí? En absoluto, puesto que soy ateo. Alguien que me habla al oído y cuyo relato entiendo.
A las 21:30, al salir de la biblioteca Babel, donde mi amigo D. C. y yo acabábamos de tomar dos copas de Los duelistas y otras dos de Carme, despues de haber conseguido no sin dificultad el libro de Bernhard, una joven de grandes ojos líquidos, sin duda con alguna copa de más, nos ha detenido en mitad de La Costa De La Pols, frente a la puerta de un vinoteca en un sótano, primero con la excusa de pedir fuego y, a continuación, para -locamente- hablar de Hermann Hesse, de su malestar intelectual, de su ambición de llegar a ser periodista, de su intento por escribir una novela, de su ansiedad por aprender a escribir, de su deseo de leer un libro que le cambiase la vida.
El vino se oponía a un esperado recato y convertía la situación en excepcional, un cuerpo a cuerpo y una mirada a mirada y palabra ante palabra que no producía en mi ninguna inquietud ni deseo de retroceder, sino todo lo contrario. Sus lecturas recientes, según menciones: Charles Bukowski, Eduardo Mendoza, Paulo Coelho. Lecturas disparatadas, propias de una joven de 25 años debatiéndose en un mar de dudas. Le he dicho así, taxativamente, que Coelho era una mierda, que Mendoza no me interesaba, que Bukowski era un impresentable, y que Hesse era un escritor para adolescentes.
La belleza de su juventud imparable ha sido el recurso de su contestación. "Entonces aconséjame un libro serio, algo verdadero, algo donde encontrar respuestas." No hay respuestas en la literatura, según mi punto de vista. Únicamente preguntas. La diferencia es que la buena literatura te presenta preguntas que vale la pena responder pero, a tal fin, te exige un esfuerzo de introspección, y la literatura de pasatiempo te da ella misma las respuestas con su desenlace.
Mi amigo D. C. se fue a buscar el coche al aparcamiento. Y Carmen, como me confiesa que se llama la avasalladora joven entre cuyos sensuales labios brillan, no blancos dientes, sino inquisitivos ojos abiertos, desinhibida por el vino y la noche, acerca más si cabe su cuerpo al mío, e insiste en un próximo encuentro y en ampliar o continuar la conversación. Le recomiendo, como solución final, que lea a Thomas Bernhard, advirtiéndole que no es un escritor fácil, que fácilmente puede despreciarlo, pero que, de igual forma, puede ser deslumbrada y convertirse en una adicta. Le enseño mi trofeo recién adquirido y lo toma entre sus manos, lo abre al azar un par de veces y lee algunas frases: "todo es en el fondo una broma", "la gente que quiere entablar conversación me resulta sospechosa".
Carmen me pide que le deje fotografiar con su móvil la portada de En busca de la verdad, a lo que accedo. Me asegura que lo comprará en Babel. Y como vuelan entre nosotros los números de teléfono y un posible posterior contacto, y como ella quiere leer un libro que le cambie la vida, le propongo un trato: en la próxima semana pasaré por la vinoteca donde no trabaja (trabaja en un hospital) pero donde sí trabaja un tipo que nos observa a distancia con su sonrisa invisible, que algo tiene que ver con ella, y dejaré allí, para ella, un ejemplar de Time Lapse.
A partir de aquí todo son especulaciones, repeticiones y falsas esperanzas.
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