1984 / II
Nunca he tenido pesadillas, jamás un mal sueño, un dormir inquieto. Los sueños más agitados, los más complejos y absurdos, siempre han sido argumentos para un apunte, fragmentos de otra vida, esbozos del guión de una representación inacabada.
Noche tras noche en ese escenario, portando la máscara cambiante de la quimera.
Contemplando este viejo retrato de mi padre, ¿cómo no pensar en un hábil filósofo de la ironía?
En 1984, mi padre tenía once años más de los que yo tengo ahora; faltaba apenas un año para que muriera. Acató mis instrucciones y miró de lado cuando yo lo enfocaba con una Nikon FM2, la luz en su frente y su cabello blanco peinado hacia atrás.
A pesar de nuestras diferencias, cada vez que mi padre ha hecho acto de presencia en mis sueños, su imagen ha sido benefactora. Eso es importante y se tiene en cuenta.
También él nació al pie del castillo, y sufrió lo indecible por los caprichos y políticas del castillo.
La piel de su cara formando parte de una sucinta herencia que se completa con: una cinta métrica, unas gafas de cristal y cuero, algunas herramientas y poco más. El traje negro no, pues se lo llevó a la tumba.
Me reconozco en sus ojos y en sus dientes, en el café de la mañana, en el tabaco, en el vaso de vino, en su resistencia a la fruta, en su paciencia amorosa, en su tolerancia y en su risa.
Me reconozco en su música y en su clarinete.
Me reconozco en su trastienda, en su humilde chimenea, en su mano como una rama seca que un día tomó mi mano y en su abrazo cuando, siendo yo un niño, me señaló la fiebre y me atacó la avispa.
"O, let me weep, for ever weep,
my eyes no more shall welcome sleep;
i'll hide me from the sight of day
and sigh, and sigh my soul away.
he's gone, he's gone; his loss deplore
and i shall never see him more."
La cal en sus ojos y el yeso en su semblante.
Pude haberle dado más vida, ¿quién lo sabe? A él le debo la mía.
Once años nos separan ahora, el reloj no se detiene, mis dedos aún no se han vuelto amarillos, y aún conservo gran parte de mi dentadura.
Perdidas, de su herencia, las gafas Ray-Ban y la afeitadora Philips. Nunca leí sus novelas y él nunca leyó las mías. Ni uno solo de sus cabellos plateados he guardado en un sobre. Ni una sola de sus cartas. Ni recuerdo el timbre de su voz.
Bajo el mismo castillo que se derrumbó y se derrumba, hasta hoy, sin acabar de hacerlo porque, aunque tan lejos y en tanta decadencia, su sombra sigue indicando sobre el suelo la hora fatídica y la marca que separa a los contendientes.
La belleza de su edad y la envergadura de su corazón, cortas alas con que voló al norte de África y puso ladrillo sobre ladrillo para mi pequeña torre y me alejó de sí cuando presintió el final.
Nunca he tenido pesadillas, jamás un mal sueño, un dormir agitado.
Despierto muchas veces porque el sueño se interrumpe, pero entonces voy a fumar (no importa la hora) a la habitación de la memoria donde mi padre mira hacia la ventana (del otro lado: la noche o el amanecer) y me muestra el camino.
En su dormitorio, a cuatro metros de altura, siempre se sintió a salvo de la lluvia y de cualquier eventual inundación. Los fantasmas de la casa no se hablaban con él.
Esa mirada suya puede que pronto esté en mis ojos.
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