miércoles, 9 de julio de 2014

NOTAS DE VIAJE I / JULIO 2014

NOTAS DE VIAJE I / JULIO 2014

PRELUDIO

Hay libros que, en un primer momento, no se dejan leer. No importa por qué página lo abramos, el libro nos rechaza, nos expulsa y se niega a compartir con nosotros algún secreto. Y luego, pasado el tiempo, de repente se abre como una exótica flor en su plenitud y permite que aspiremos la complejidad de todos sus aromas y matices de color. Tal sucede con este libro abierto durante el viaje, leído para contrarrestar el miedo a las alturas y el miedo a lo que sucede del otro lado de la puerta del dormitorio.

"He vivido largas etapas de mi vida más en libros que en casas o estados. Los libros tienen la ventaja de las casas rodantes con un confort ideal. Por eso eliminan otros viajes y otras casas menos agradables. Pueden glorificar una noche en tren, convertir el húmedo cemento de un búnker en una piedra preciosa."
Ernst Jünger (Esgrafiados, Tusquets. 2005. Págs.: 146-147.)

En otra vida, quizá, yo fui una cabra, una potencia escalando paredes vérticales y saltando de peña en peña hasta la cúspide de un risco desde el cual, mostrando indiferencia, se controla todo lo que sucede más abajo. Quería hacer una apuesta conmigo mismo, un experimento, un ponerse a prueba y ver si eres capaz de emular al que fuiste. El barranco estaba en su sitio, apenas modificado atendiendo a las simples leyes de la erosión y los imperceptibles sismos, y a la espera de un viajero que sabe que el tiempo no se mide igual en los calendarios que en las sensaciones.

En una casa sin estímulos visuales ni auditivos, el pensamiento se acelera. En el barranco -esa grieta hacia el pasado-, el pensamiento se detiene. Detenerse significa también contemplar y comprender.

INTERMEDIO

Hay personas que pagan a otras personas para que les limpien las casas. Los pudientes y los muy atareados creen erróneamente que el acto de limpiar es un fastidio y una pérdida de tiempo. Por su parte, los que limpian casas ajenas suelen hacerlo por dinero. Las casas nuevas que aún no han sido habitadas y las que no se terminaron de construir pueden acumular polvo pero en ellas no hay fantasmas. A la hora de limpiar una casa donde transcurrió la vida y sobrevino la muerte, es necesario emplearse a fondo para borrar las huellas y desalojar a esas entidades que se esconden tras las puertas y caminan de puntillas, de noche, por los pasillos.

Un clásico relato zen nos presenta a un peregrino que, después de muchos años de búsqueda, llega hasta la cabaña de un reputado maestro, junto a un bosquecillo de apretadas cañas de bambú, no lejos de un riachuelo. El maestro, inmóvil sobre una piedra ancha y baja, parece esperar al visitante. Sus ojos lo han reconocido. El diálogo es breve pero sugerente:

"Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la sabiduría?"
"¿Ves esa escoba apoyada en la pared? Cógela y barre el suelo hasta que no quede nada por barrer."

Mientras uno limpia, cuando lo hace de verdad, de corazón, no piensa, vacía su mente de falsos problemas y preocupaciones vanas, se abstrae o se ausenta de cualquier cosa que no sea la pulcritud, el saneamiento, el brillo y la transparencia. Los efectos benéficos de la escoba y la fregona, la esponja y el agua, el salfumán y la lejía, son inmediatos. Pero de nada sirve la tarea si es encarada como imposición, contra nuestra voluntad, o porque no haya más remedio. Lo que debería llevarse a cabo, naturalmente con felicidad, se convierte en un acabar cuanto antes. Y así la suciedad permanece y se adhiere al que actua a regañadientes.

Se puede hablar también de hacer limpieza en los sueños, de no soñar.

Hay personas que no limpian sus casas ni las hacen limpiar, que acumulan objetos diversos en un desorden trascendente. Durante estos días he visitado casas limpias y casas menos limpias, y otras tomadas por la basura, casas donde las huellas quedan marcadas en la cera y casas donde la ceniza de un cigarrillo cae sin mala conciencia sobre alfombras de ceniza.

El peregrino toma la escoba y entra en la morada del maestro. Pero el maestro, ya senil y bajo la influencia del fantasma imbatible de la soledad, ha convertido su casa en una pocilga.

Algunos piensan que es mejor disponer de una esclava o un esclavo que se ocupe de la cuestión elemental. Su tiempo se puede comprar, el nuestro es demasiado valioso para derrocharlo en tales menesteres. Los que limpian por costumbre, por contrato o acuerdo, no limpian realmente. Mantienen el espejo libre de telarañas, aunque no pueden evitar que el espejo refleje las telarañas de los ángulos e intersecciones donde trabajan las arañas. Si uno no se ocupa personalmente, ¿cómo estar seguro de que la limpieza se logró a su medida?

Durante seis días he limpiado la casa donde hubo vida y muerte. He dormido sin sueños. Y dejaré la casa vacía.

Frente a la casa hay una fuente de la que mana el agua 24 horas al día. Durante la noche se aprecia mejor el rumor del agua. Si se tiene la suerte de poseer agua en exceso, ¿por qué escatimarla? El agua y el sonido del agua rejuvenecen al peregrino que se baña en el riachuelo, una vez concluida la jornada, junto a un bosquecillo de apretadas cañas de bambú.

CONCLUSIÓN

Al pasear por las calles se observa que muchos gatos consideran castillos a los contenedores de basura. Se encaraman a ellos y los atacan.

Despues de haber cenado, en silencio y con la mirada perdida en una pantalla negra, visito a Juan Mora en su casa. La perra de tres meses, primero quiere intimar conmigo y luego desiste. En un ordenador básico, sin internet, se aprecian dibujos geométricos que se mueven al compás de una música que pretende ser japonesa o china o al menos oriental. Circulan libros de mano en mano, mi amigo quiere mostrarme toda su colección: una veintena de ejemplares antiguos, del siglo XIX y principios del XX. Mis ojos no pueden descifrar las páginas, la letra es menuda -como antaño, cuando la gente disfrutaba de mejor visión.

En algún momento de la reunión, Juan aparece con una pequeña escultura de unos cincuenta centímetros de alto y cuatro kilos de peso, una tubería de plomo abierta en su mitad y clavada sobre la base de un botijo lleno de cantos rodados (procedentes tal vez del río o del barranco). La tubería grisácea acaba en una boca de bronce cuyo interior está roscado. Y un poco antes, se bifurca en dos brazos cuyas manos son grifos.
Según Juan se trata de una alegoría del agua: botijo, piedras, cañerías y fuentes. Le digo que me gusta y le pregunto si piensa exponerla. Nada más lejos de su intención: permanecerá en la casa junto a otras muchas construcciones. Aun así, expreso mi deseo de comprarla.

A Juan Mora no le interesa el dinero. No te la vendo -me dice. Y se mantiene firme en su idea mientras yo intento argumentar a favor de la posibilidad de disponer de una pequeña suma para invertir en materiales (los encuentro gratis en el vertedero y en casas abandonadas y en las afueras), en espacio vital (me muevo a mis anchas en mi vida interior), en la experiencia de un viaje (no necesito desplazarme en el espacio para viajar). Todo son pretextos para mantenerse en su lugar.

Sin embargo, en alguna pausa de esa conversación, debo haber sido convinvente porque al final acepta acabar la escultura y llevarla a casa de mi hermano, y propone que sea él quien se ocupe del embalaje y el envío. Después tú -me dice- me mandas lo que quieras.

La rata aparece mientras estamos sentados intentando descifrar los libros. Un ejemplar gris oscuro de buen tamaño, que acechaba por las líneas laterales de la estancia y tiene el atrevimiento de robarle un bocado a la perra. Cuando le digo a Juan: ¡una rata!, no se inmuta. Sí -me responde- se llama X y vive aquí, conmigo. Al parecer la rata llamada X proviene de una boca de alcantarilla delante de la casa de Juan, que se encuentra sin solución en la parte baja de una calle cerrada. Si la rata no me muerde no hay problema. Si se limita a competir con la joven pastora alemana, podemos llegar a un acuerdo. Entonces me incorporo del sofá y echo un vistazo alrededor.

Mi amigo Juan Mora, al que conozco desde hace 30 años, sufre el síndrome de Diógenes, su casa es cada vez menos transitable. Metros cúbicos de deshechos transformados en obras de arte. La misma aparición de la rata es una performance. 

A mi derecha, un cuchillo pesado y rectangular de carnicero, de los que cortan huesos, sobre un tronco de madera sin tratar. En la nevera, una fotografía de su madre a los 95 años flanqueada por dos fotografias de Marilyn Monroe. Ovillos de hilo y silicona, circuitos informáticos y cerillas quemadas.

Poco antes de la despedida, descubro en una mesa la momia de un gato tendido, o estirado, en el acto de morir. La cabeza reposa sobre el plano, la piel de cuero gris polvoriento, la boca muy abierta, los colmillos intimidatorios. Y junto a la momia, tres humildes (y poderosos) cráneos de gato. Es una obra -me dice- casi acabada. Le sugiero encerrarla bajo una caja de cristal, nutrir la piel curtida, manejar el cadáver con delicadeza.

La diferencia entre el maestro y el peregrino se reduce a esto. Yo todavía no estoy preparado para convivir con una rata. Pero muchos años atras, cuando la momia del gato de Juan Mora aún no había nacido, yo dormía cerca de una calavera de gato. A ese gato lo llamé Tristón. Me reveló el secreto de la ecuación que resuelve el enigma de la vida y la muerte.

Cuando barremos el suelo a nuestros pies, no se piensa en la vida ni en la muerte.


Salvador Alís.











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