UNIVERSO
Con la taza de café, cada mediodía, una cuajada y cinco fresas,
o un puñado de almendras, cuatro dátiles, un plátano,
un cuenco de muesli de quinoa, chia y chocolate negro,
y un vaso de agua y la cápsula de vitaminas.
Y sin perder tiempo: la terraza, el cielo azul y las gaviotas.
Ninguna estrella ni, a esas horas, la luna. Palomas blancas
y dos o tres clases de pajarillos negros.
Las calles vacías, los balcones animados y este poderoso sol amarillo.
Vueltas y vueltas, más de cien, levantando los brazos
y sintiendo músculos y tendones, varios kilómetros en círculo.
La cara, el pecho y los hombros, la piel aceitada y brillante.
Y de tanto en tanto, una canción que imprime velocidad
al diario caminar que se ha vuelto imprescindible.
Pero frente al espejo, tras la ducha fría, la piel revela
su delgadez, su fragilidad y su edad, las manchas que van
del rosa pálido al marrón intenso.
Antes del amanecer, los gatos perdidos cuatro pisos por debajo.
Arriba las estrellas, lejanas e innumerables.
La pantalla iluminada, la copa medio llena o medio vacía.
El hibiscus que abre contra todo pronóstico su flor encarnada.
Algún perro que ladra y, quién sabe dónde, los que guardan su cabeza
bajo las alas. El universo nocturno vence siempre
por su enigma, imagen incomprensible, razón oscura.
Hipótesis y teorías, fórmulas y modelos,
esa línea -no siempre recta- que une dos puntos en este plano.
En la página en blanco no hay agujeros negros,
la energía viene de otro foco, no hay un comienzo, tampoco un final,
la gravedad no afecta a las palabras.
Tan incomprensible lo infinito como lo finito. Pensar y calcular,
nada se hace sin palabras. Si existe un límite,
¿qué hay tras el límite y más allá? Si el límite no existe,
¿hasta dónde se llega? -cuestión absurda.
Antes que los físicos y los astrónomos, los filósofos,
y antes que los filósofos, los poetas. La comprensión del universo
no pertenece a los especialistas en la materia ni a los matemáticos,
no depende del ojo más certero ni de la lente más precisa.
Antes que la palabra exacta, antes que la cifra y sus fantasmas,
la ambigüedad y la locura.
Pasos de baile. Este proceso -cuestión de fe.
Con la última copa, los hielos flotando, la ventana abierta.
Dos almohadas superpuestas, el flexo encendido,
la botella de agua, libros sobre libros, horarios, alarmas.
Pasarán seis horas tras la cortina verde. Un dibujo, una pintura,
un pensamiento. El sueño no abre la puerta,
no ayuda a subir la escalera, no atraviesa el túnel bajo los arcos
de piedra. Perdido y desmemoriado, inquieto y escéptico.
Las manos muestran venas hinchadas. La piel no las oculta,
y por ellas circula -más que sangre- espesa tinta
descreída y azul. Que tantos objetos celestes aparezcan
como fueron, ¿qué nos importa? Sistemas planetarios reducidos
a su esquema o miniatura, y galaxias en cultivos,
y vueltas y vueltas de lo simple a lo complejo y de lo complejo
a lo simple, entidades insignificantes, ni vivas ni muertas.
Chillan las gaviotas a finales de mayo del año 2020,
tanto al mediodía como al amanecer. Definir qué palabras
son necesarias. Por qué los locos gobiernan.
Por qué la muerte prefiere la cercanía.
Una extensa playa al atardecer, los pies se hunden en la arena.
Miles de ventanas cerradas, cristales sucios,
macetas moribundas. Un gato gris duerme acostado
sobre un muro. Algunos pescadores lanzan hilos y anzuelos.
Velas en el horizonte.
Un dios cansado, profundamente aburrido,
dice que las hogueras y sacrificios ya no le interesan.
Colmenas blancas, hoteles vacíos. La brisa del atardecer.
Se pone el sol tras las montañas. La carretera y sus curvas
como si no pasara nada, como cualquier día.
Y la ciudad inmutable y extraña.
La pintura, en su pequeño formato, quiere ser parte
del universo visible. No lo consigue sino gracias a la música.
Guitarras y palmas, voces y giros, luces y tacones.
El jugador de Snooker asume su genio y su insignificancia.
Y, entre tanto, las gaviotas asesinas trazan con su vuelo
una hipótesis impenetrable.
Salvador Alís.
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