domingo, 8 de febrero de 2015

CARPETA DE ANÉCDOTAS / 4

INFORME SOBRE EL CONSUMO DE DROGAS EN UN CUARTEL

     Entonces se decía que para ser un hombre era necesario hacer la mili. Pues bien, aquellos tiempos, aquellos trece meses de servicio militar en Córdoba y en Sevilla, fueron el periodo más surrealista de mi vida.
     Llegué siendo un hombre -o al menos aparentándolo-, con mis 27 años y mi carrera universitaria, y me fui siendo un niño después de haber jugado a ese juego tan infantil de la guerra sin guerra, de disciplina caótica y órdenes tan absurdas que parecían desprenderse de los toques de bocina de Harpo Marx.
     Al primer idiota que me dio una orden absurda (por supuesto, un soldado raso) le puse una navaja en el cuello. Y así, de entrada, las cosas en su sitio.
     Casi un década llevaba yo fumando hachís de mediocre calidad. Y ahora estaba descubriendo el Sur.
     Desde el mando del Cuartel de Instrucción de Cerro Muriano se alentaba el consumo de alcohol entre la tropa: una cantina bien surtida y precios populares. No importaba que cada noche un tercio de la formación se viniera abajo por coma etílico, pero una vez a la semana hacían su trabajo los perros olfateadores entre las literas y las taquillas.
     La noche anterior al día de las elecciones que ganaría Felipe González, todos los soldados, sobrios, borrachos y fumados, dormimos o no dormimos vestidos y armados, por si acaso.
     Los domingos por la mañana, cuando tocaba limpieza y recogida general de colillas en los jardines y bosquecillos del cuartel, era el momento ideal para liar porros entre los árboles y acceder a otra realidad.
     Una vez pasada esa instrucción tan edificante y besado una bandera manoseada y salivada hasta la náusea, aterricé en el Cuartel de Ingenieros de la Avedida de la Borbolla en la ciudad de Isbiliya.
     Cuando nos preguntarón a cada uno lo que sabíamos hacer, para establecer nuestros destinos, dijé que yo escribía a máquina. Entonces usted -me dijeron- se va a las oficinas del Teniente Coronel.
     Entre "niños" de 18, 19 y 20 años, pronto me hice un hueco: la mejor litera y otros privilegios que no vienen al caso, un protegido rubio y sensible de piel muy blanca, una habitación para pintar.
     Como en horas muertas yo me entretenía con mi álbum de dibujo, y puesto que esta afición mía trascendió por la cadena de mando hasta el Coronel, él mismo en persona me encargó pintar un gran cuadro con el escudo del Regimiento.
     En las oficinas del Teniente Coronel, anexas a las del Coronel, pronto fui considerado y respetado. Un universitario a las ódenes del Sargento Primero Bonilla, el Teniente Urbano, el Capitán No Sé Qué y el Comandante No Sé Cuántos, más culto que todos ellos, un tipo que sabía hablar y escribir, alguien que redactaba cartas, peticiones, informes, que archivaba y encontraba archivos con celeridad, alguien que resolvía problemas y les hacía quedar bien cediéndoles el mérito.
     Eso ocurría en el primer piso. Al ras del suelo, entre mis compañeros, la situación variaba un poco. La verdad es que yo no descansaba ni de día ni de noche.
     Cuando se apagaban las luces, a las diez en punto, yo encendía una vela junto a mi litera y muchos acudían a mis sesiones de Tarot. Y puesto que respondía a sus preguntas y les adivinaba el pasado y el futuro, muchos se sentían en deuda conmigo.
     Por las tardes, cuando no salía del cuartel, realizaba por encargo retratos de sus novias, a menudo a partir de pequeñas fotografías de carné, en las espléndidas hojas DIN A3 de mi álbum.
     Por unas y otras tareas, nunca cobré dinero. En el caso de los jefes, me contentaba con permisos extras; en el caso de los soldados, invitaciones en la cantina o en los innumerables bares de Híspalis y pequeñas porciones de hachís.
     No en vano mi libro de cabecera se titulaba Haschisch, publicado por Taurus en 1974 y escrito por  Walter Benjamín.
     En El Quijote, pedir un "completo" significaba que el camarero ponía a tu disposición sobre la barra medio litro de cerveza y un platillo con papel de fumar, filtro, cigarrillo y china. El mechero lo ponías tú.
     Al parecer el gobierno socialista había despenalizado el consumo, y por tanto el miedo era limitado y la actitud, a veces, desafiante.
     En los recintos militares la cosa cambiaba, y era necesario adoptar precauciones. Eso no impedía que muchos fumásemos, incluso o preferentemente durante las guardias.
     Dados mis antecedentes, entablé gran amistad con dos colegas de Madrid, aficionados al tema; y junto a ellos recorrí casi todas las provincias andaluzas (menos Jaén) en fines de semana libres, en un pequeño renault tuneado.
     Casí al final del Servicio, de uno de nuestros viajes, nos trajimos de Algeciras varias bellotas de buena calidad. Y yo me paseaba por el cuartel, en esos días finales, con la mía en uno de los bolsillos de la camisa, el lugar que creía más seguro, a salvo de registros y perros olfateadores que sólo actuaban en los barracones.
     Un viernes por la tarde después de comer, cuando se suponía que mi trabajo estaba concluido y yo me preparaba para salir, un Cabo me comunicó que el Coronel requería mis servicios urgentemente en su oficina.
     Sin tiempo apenas a reaccionar o entender lo qué pasaba, me vi sentado frente a una máquina de escribir mientras el Coronel daba vueltas inquieto a mi alrededor.
     "Lamento molestarle y robarle parte de su tiempo libre. Pero intentaremos acabar cuanto antes. Le he hecho venir porque le necesito para dictarle un breve informe que el Alto Mando me ha pedido para primera hora de la mañana del lunes. Tome nota. Título: <<Sobre el consumo de drogas en el Cuartel de Ingenieros>>. Fecha: La de hoy. Del Coronel X al General Z. Tres copias. Y al acabar el texto, mi cargo y nombre completo bajo el firmado y el correspondiente sello. Comenzamos. Excelentísimo señor, dos puntos..."
     Durante tres horas me retuvo el Coronel en su oficina, a solas los dos, mientras a la altura de mi corazón, tras la fina tela del bolsillo de mi camisa, permanecía a resguardo, convenientemente envuelta en plástico, la bellota de hachís y el librillo de papel Bambú. Por si la protección del plástico no hubiera bastado, tengo que añadir que el Coronel, mientras exponía datos, cifras y conclusiones (verdaderamente muy lejos de la verdadera realidad), no cesaba de fumar uno tras otro sus cigarrillos Krüger.
    
     
    
    

    

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