lunes, 2 de febrero de 2015

CARPETA DE ANÉCDOTAS / 2

EL BAILE DEL PATO

     Después de ser expulsado del Instituto Juan de Garay de Valencia (por conducta "altamente irregular", según el director), pasé un año trabajando como peón de albañil. Cuando las plantas de mis manos y las yemas de mis dedos estuvieron cubiertas de callos y heridas, debido al cemento y a la áspera madera de los mangos de las palas y los picos, hacia 1975, le pedí a mi padre otra oportunidad.
     Como no me aceptaban en ningún otro Instituto, por causa de mi expediente, acabé matriculándome en la Academia Martí, una señorial mansión reconvertida en centro de estudios en la calle Caballeros.
     Para vivir en la ciudad me asocié con dos amigos, C. y S., y juntos alquilamos un apartamento cerca del Paseo Marítimo.
     Al poco tiempo, C. se puso amarillo, enfermó de hepatitis, dejó los estudios y nos abandonó.
     Para S. y para mí resultaba oneroso mantener el apartamento. Y aunque yo tenía mis ahorros (billetes en sobres de papel marrón, a cambio de los callos y heridas, que mi padre había guardado para mí, sin olvidar lo que ganaba en fines de semana trabajando como camarero en un restaurante de carretera y lo que mi propio padre me pagaba a cambio de ciertos encargos), no obstante, decidimos trasladarnos a otro piso compartido con más gente para reducir los costes.
     Ese otro piso lo lideraba un activista político, y con él vivían también una ninfómana y un cantante revolucionario. Un piso grande de siete habitaciones, dos baños y teléfono -todo un lujo en esa época-, muy cerca de la Plaza de España.
     La relación con S. era estupenda. Tenía un año más que yo, pero me adelantaba dos en los estudios; adoptó el papel de hermano mayor, disfrutaba dándome consejos y aparentando que se preocupaba por mí. Al poco tiempo compramos una motocicleta a medias, y tengo que agradecerle también que me iniciara en el rock sinfónico.
     S. poseía un tocadiscos de maleta (la tapa se abría en dos altavoces) y una abundante colección de vinilos o LP,s de bandas como EL&P, Génesis, Faces, King Crimson, Deep Purple, Eric Burdon and The Animals, Creedence Clearwater Revival, etc.
     Por razones complejas que no toca explicar aquí, mi ideas entonces respecto al modelo de sociedad en que vivía y quería vivir se radicalizaron de la noche a la mañana. Creo que fui uno de los más jóvenes participantes en la clandestina asamblea de refundación de La CNT, en un Colegio Mayor al que entrábamos por la puerta trasera.
     S., que me vigilaba de cerca, comenzó a sermonearme, y un día sí y otro también me advertía de los peligros de acudir a ciertas manifestaciones donde los "grises" se ensañaban con balas de goma y flexibles porras negras, de leer ciertos libros (por ejemplo, los Principios Elementales de Filosofía de Georges Politzer), de quedarme a solas con la ninfómana, de vestirme con abrigo negro y dejarme una barba existencialista.
     Noches en blanco (escuchando a Brassens y a Paco Ibañez, leyendo a don Antonio y a Miguel -y escribiendo mis primeros diarios en la Cervecería Madrid) entremezcladas con los días luminosos de Castaneda y Chuck Berry, y las clases de francés con Celia y, en los bares del mediodía, Wittgenstein y Schopenhauer.
     Mientras S. estudiaba Química, yo me estudiaba a mí mismo y a él y al ser humano en general. Los fines de semana y las vacaciones en la carretera emulando a Kerouac y traduciendo a Ginsberg.
     La verdad es que acabé hartándome de sus consejos y precauciones, que en una noche alcohólica me robaron o perdí, en el Barrio del Carmén, la motocicleta compartida, que la ninfómana -en una calurosa tarde de primavera- pasó de mí y se encerró con un negro en uno de los baños, mientras yo acompañaba al cantante revolucionario de sala de fiestas en sala de fiestas, de discoteca en discoteca, escuchando sus versiones de Atahualpa y componiendo para él mis propios temas.
     Urdí una broma magistral para decirle a S. que no era ni mi padre ni mi hermano ni mi mentor, que debía respetar mi independencia y mi derecho a estar en lo cierto o equivocarme. E invité a tres compañeros de la Academia a tomar café a nuestra casa.
     Aprovechando que S. se había marchado, les propuse a los tres representar una comedia titulada "el interrogatorio, o el baile del pato". Les facilite datos, nombres y fechas. Y llamé por teléfono a S. y le pedí que volviera cuanto antes a casa por un repentino y grave problema.
     La comedia consistía en que mis tres amigos se harían pasar por polícías de paisano, duros y cabrones, y que habiéndome machacado previamente, se ocuparían de interrogar a S. cuando llegara.
     Cuando S. llegó, dos de ellos lo esperaron tras la puerta, a empujones lo llevaron hasta el comedor mientras yo permanecía oculto en una de las siete habitaciones junto a uno de los tres confabulados. Y él me gritaba exigiendo una confesión y yo gritaba rogándole que no me pegara más.
     Sin darle un respiro, perfectamente asumiendo su papel, los dos académicos comenzaron a exigir a S. que escribiera en un papel nombres y cargos, que se convirtiera en delator.
     Y S. se convirtió, con suma facilidad, en un delator modélico. Supongo que al oir mis súplicas fingidas, los puñetazos fingidos en la pared, los insultos fingidos de mi tortutador, se animó -para salvaguardar su frágil integridad- a denunciar a sus amigos y conocidos, al lider de la casa y hasta a la ninfómana.
     Como la comedia seguía su curso y todo funcionaba incluso mejor de lo previsto, en un momento dado me animé a salir de la habitación -seguido de cerca por el tercer "policía"- y comparecer en el comedor. Sentado en un extremo de la mesa rectangular, S. me miró con lágrimas en los ojos, con un bolígrafo Bic en la mano derecha clavado en un folio lleno de nombres. Mis otros dos amigos, imponentes en su papel, permanecían de pie a ambos lados de S. ordenándole sin cesar que escribiera.
     A una indicación mía, a una señal pactada, le obligaron a levantarse y lo llevaron hasta el largo pasillo que conducía a la puerta de salida. "Ahora vas a bailar el baile del pato... Te pones en cuclillas, con los brazos pegados al cuerpo, los codos doblados, y empiezas a dar saltitos hasta el final del pasillo, haciendo Cua-Cua y luego vuelves."
     S. bailó el baile del pato.
     Yo me reí a carcajadas. E igualmente se rieron mis tres amigos. Cuando S. regresaba al comedor le dijé que todo era una broma y rompí ante sus narices el documento con sus delaciones. Pero él no daba crédito a sus ojos y seguía mirándome desde abajo y haciendo Cua-Cua.
     Cuando al fin se percató de la realidad de las cosas, se fue corriendo a su habitación y lloró sin parar y -según me confesó más tarde- se le aflojó el vientre y se cagó encima.
     Hoy en día en un químico reputado y yo el "hijodeputa" que lo traumatizó.
     Sigo estándole agradecido por su tocadiscos de maleta y aquel disco combinado con un soberbio cigarillo de marihuana, Foxtrot, que me abrió los ojos a otra realidad.
     Con el tiempo, la novia de S. elegió otras opciones. Todos elegimos otras opciones. Pero ahí siguen don Antonio y Miguel, y Paco y Carlos. De Celia no sé nada.
     La motocicleta perdida nunca apareció. Se perdió en la vitalidad de aquellos tiempos la Academia Martí. Mi último abrigo negro se lo comieron las polillas. Ya no aparento ser existencialista. A pesar de Duchamp sigo jugando al ajedrez. Y de vez en cuando la cruz gamada gira en contra de las agujas del reloj y me recuerda que el remordimiento es inútil.
     Quizá el baile del pato de S. fue lo mejor que hizo en su vida. A su pesar, y por más que a mí me pese.
    

    

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