jueves, 5 de febrero de 2015

CARPETA DE ANÉCDOTAS / 3

LA FALSA HERIDA

     Ya desde mi "tierna infancia" fueron considerables en mí ciertas dotes para la simulación y el teatro. Valga como ejemplo la siguiente historia.
     La primera vez que vi un partido de fútbol -yo debía tener once años-, disputado sobre un campo de tierra bordeado de rocas, al pie de una colina donde crecían altos pinos, me pareció el más estúpido de los juegos. Esa opinión se ha mantenido invariable hasta hoy.
     El partido lo jugaban alumnos de mi recién estrenado Instituto. Y el árbitro era el profesor de gimnasia.
     Poco antes (o poco después) yo me había desmayado (o tendría que desmayarme), por un soplo cardíaco, en una iglesia, durante la ceremonia mediante la que se casaban mi hermano mayor y su dulce novia. Las pruebas, los análisis y el consiguiente diagnóstico implicaron una excedencia médica para la asignatura, aunque eso debió producirse más tarde.
     Mis juegos favoritos eran otros: cazar murciélagos en las cuevas, trepar a los cerezos, dar la vuelta a cinco pueblos en bicicleta, matar gatos con arcos y flechas hechos con varillas de paraguas, llamar a las puertas y echar a correr dejando ante ellas petardos encendidos. La disciplina de la gimnasia y la absurda finalidad de pretender colar una pelota entre dos postes no iban conmigo, no se correspondían con mi caracter.
     Yo inventaba mis propias reglas, aborrecía el trabajo en equípo, quería sólo jugar mi juego. Y, como es lógico, me rebelé cuando el profesor de gimnasia se empeñó en enseñarme las artes de la defensa y del regate. Su idea del magisterio consistía en jugar durante todo el curso escolar uno tras otro partidos de fútbol, pero al final calificarnos según el examen reglamentario, a saber: salto de longitud y de altura, potro, carrera, lanzamiento de peso, subir por una cuerda anudada, y otros desafíos semejantes.
     La primera estrategia que utilicé para eludir jugar esos partidos fue golpear con todas mis fuerzas la pelota, cada vez que se presentaba la oportunidad, para echarla fuera del campo e interrumpir el juego. Pero entonces el árbitro me obligaba a traerla de vuelta y eso me fastidiaba. Luego me dediqué a dar patadas a diestro y siniestro a los tobillos de los otros jugadores, para conseguir que el árbitro me expulsara por juego sucio y así poder esconderme entre los pinos y fumar. Pero cuando él descubrió que mi torpeza era premeditada, a pesar del daño causado, dejó de expulsarme y simplemente me amenazaba con restarme puntos en el examen final.
     Un buen día, muy temprano, antes de salir de casa y encaminarme al Instituto, se me ocurrió la brillante idea de hacerme pasar por cojo y evitar así el odiado partido. Mi madre guardaba en una caja de madera un pequeño botiquín. Ella aún dormía y mi padre ya se había marchado a su trabajo. Sin hacer ruido, cogí la botella de mercromina y puse con el gotero una generosa cantidad en mi rodilla derecha; y después la envolví con vendas, atándolas fuertemente. Todo esto pudo hacerse, por supuesto, gracias a que yo todavía usaba pantalones cortos.
     Llegué al Instituto puntualmente, a las nueve de la mañana, cojeando y con expresivas muecas de dolor, y conté a todo el que quiso oírme que me había caído por las escaleras de mi casa produciéndome una gran herída. La mercromina o aparente sangre traspasaba las vendas. Nadie sospechó nada.
     Evidentemente, permanecí al margén mientras los idiotas y su entrenador y árbitro corrían sin objeto persiguiendo una pelota amarilla. Y durante una hora fumé feliz mis cigarrillos bajo los árboles, en lo alto de la colina, escuchando cantar a los pájaros invisibles.
     El problema aconteció más tarde, a la salida del Instituto, cuando dos compañeros compasivos se ofrecieron a acompañarme hasta mi casa, pues más o menos llevábamos la misma dirección.
     Estaba cansado ya de fingir una falsa cojera y, desde luego, quería desprenderme de las vendas y lavarme la rodilla en una fuente para eliminar las pruebas de mi engaño antes de entrar en casa y ver a mis padres o que mis padres me vieran. ¿Pero comó deshacerme de los pesados compañeros? Yo confiaba en que se retirasen antes de traspasar la puerta de mi casa. Y sin embargo, a unos pocos metros, cuando ellos torcían por otra calle, mi madre apareció de repente y me descubrió cojeando y con una venda sucia y "ensangrentada" en la rodilla.
     ¡Hijo mío! ¿Qué te ha pasado? -me preguntó alterada. No es nada, Madre. Me he caído jugando al fútbol -le contesté. Entra enseguida en casa que vea yo lo que tienes y te cure como Dios manda -me ordenó.
     En una fracción de segundo (al menos tan rápido me pareció) inventé una excusa para eludir el fatal desenlace, que mi fraude quedara al descubierto. Ahora vengo, Madre, que tengo que ir a casa de un amigo que se ha llevado uno de mis libros y lo necesito.
     Ella protestó pero, sin volver la vista atrás ni contestarle, comencé a bajar las escaleras de la calle escalonada y me alejé, cojeando, de allí. En cuanto me sentí a salvo eché a correr como un loco, para sorpresa de algunos vecinos con los que me crucé, tratando de pensar y encontrar una solución al dilema en que me hallaba.
     Y puesto que, igualmente desde mi "tierna infancia", he sido siempre una persona de recursos, pronto llegué a la conclusión de que no podía presentarme en casa, ante mi madre, sin una herida verdadera.
     Busqué un callejón tranquilo, desanudé las vendas, y durante unos pocos y dolorosos minutos, y tras varios intentos lanzándome contra el suelo de viejos y duros adoquines, conseguí levantarme la piel de la rodilla y que manara abundante la sangre.
     Volví a colocarme las vendas y, ahora sí, regrese a casa con una herida de verdad y una cojera no fingida mientras mi cara reflejaba auténtico dolor.
     Lo mejor de todo: el daño fue grande, la rodilla se hinchó y se puso roja y azul y luego morada, y yo me libré del fútbol durante dos o tres semanas.
        

2 comentarios:

  1. Lo de los gatos que ahora adoptas,cuidas y guardas cierta admiracion.Es un Karma compensatorio por el daño que les hiciste en la infancia??.

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  2. En parte sí, aunque eso no lo explica todo. En mi niñez era "normal", aceptable y hasta divertido, torturar y matar animales. Yo apenas jugaba en casa, mi "sala de juegos" era la naturaleza y en la naturaleza abundaba la vida. Entre mis víctimas, sin contar los gatos y en un recuento no exhaustivo, podría citar a las hormigas (introduciendo un fino petardo verde en la boca de los hormigueros y prendiendo la mecha), las moscas (a las que arrancaba las alas y encerraba en pequeñas cárceles hechas con tapones de corcho y agujas), las arañas (quemándoles las patas), los renacuajos (sometidos a pacientes disecciones con un bisturí), las lagartijas (inyectadas con medicamentos caducados mediante una aguja hipodérmica), los pájaros (disparados con rifle de balines), los murciélagos (que capturaba en las cuevas y dejaba morir, hasta secarse, en jaulas de pájaros), una oveja (a la que mate de una pedrada). También mate a un perro golpeándole la cabeza con un tronco, pero eso lo hice por compasión, porque había sido atropellado y tenía convulsiones e iba a morir de todos modos. No creo que fuera consciente del daño producido. Al mismo tiempo, y quizá por las mismas fechas, recuerdo haber comprado a otros niños un gatito (al que maltrataban en la calle) para salvarlo. Ese fue mi primer gato. Respecto a mi desmesurado amor actual por los gatos, contemplo cuatro explicaciones complementarias: 1ª) En otra vida anterior, yo fui gato. 2ª) Ante la creciente constatación del egoísmo y la maldad de los seres humanos, inevitablemente me siento cada vez más próximo a los gatos. 3ª) Es posible que el gato que en mi adolescencia me transmitió la toxoplasmosis, me trasmitiera además el virus de la admiración y la subordinación. 4ª) Y finalmente, que a semejanza de lo que le ocurría a Louis Wain, algunos gatos o gatas me controlen y me den órdenes mediante telepatía.
    Un saludo, anónimo.

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