martes, 27 de enero de 2015

CARPETA DE ANÉCDOTAS / 1

COMPARTIR EL AMOR

     Lo he contado muchas veces, pero no recuerdo si lo he contado aquí. Sucedió a mediados de los 80 del siglo pasado.
     Mi mejor amigo y yo compramos, a primera hora de la mañana, un conejo despellejado y destripado en el Mercado de Abastos de Valencia.
     En muchas calles y plazas, todavía humeando, las cenizas de las Fallas, esas monumentales y grotescas creaciones de la burguesía y sus lacayos vecinales.
     Al final de una larga noche de fuego y ruido, de alcohol y LSD, mi mejor amigo y yo emprendimos viaje hacia Castellón con un conejo muerto en la furgoneta azul Mercedes.
     En el radio-cassette, a todo volumen, "Stairway to Heaven" de Led Zeppelin.
     La carretera en paralelo a la costa y ese brillante amanecer.
     Nos embargaban todas las emociones. Nuestro destino era Oropesa del Mar, allí nos encontraríamos con nuestros amores.
     En la tarde del día anterior, ellas nos dijeron que estaban hartas del fuego y del ruido, de la música incesante y los desfiles, trompetas y tambores, lentejuelas y peinetas.
     Decidieron marcharse y pasar la noche en el apartamento de Oropesa, y el siguiente día en la playa, sol y baños, un buen libro que leer, tranquilidad, intimidad y cierto grado de aislamiento.
     En mi cartera cien o ciento y pico sellos de ácido lisérgico, cedidos a cuenta por un amigo que esperaba negocios en los festejos.
     Diez o doce carajillos en la sangre, varias cervezas con vodka y decenas de ducados. Y de la comisión por las ventas, un par de sellos dosificados.
     El conejo envuelto en basto papel gris, que ya comenzaba a mal oler, lo compramos pensando hacer una paella. A mediados de los 80.
     Dar una grata sorpresa a nuestras místicas amantes, esa era la intención, presentarnos de improviso en el apartamento de Oropesa y despertarlas, hacerles el amor (poner el cadáver conejil en la nevera) y más tarde hacer una paella.
     Pero en fin, la sorpresa la dieron ellas. En el apartamento nadie respondía.
     El sol elevándose, subiendo la temperatura, y el conejo en la furgoneta con los ojos desorbitados.
     Nos costó, a mi mejor amigo y a mí, convencernos de que no habían dormido allí. Ni reposo ni relax. Ni una pausada lectura mientras la luna se refleja en el mar.
     Tomamos café en un chiringuito y paseamos por el borde del agua. Y en un recodo de la playa, sobre un peñasco claramente erosionado, mi mejor amigo y yo intentamos estrangular a una gaviota.
     Volvimos al apartamento y nada. Perdidos en nuestras alucinaciones al filo del mediodía. Temiendo que el conejo empezara a pudrirse.
     Comimos sardinas a la parrilla con sal gorda y una botella de vino barata.
     Y como a la tercera va la vencida, al volver al apartamento, pero a distancia -Jimmy Page cantando: "hay una mujer que está convencida de que todo lo que reluce es oro y ha comprado una escalera al cielo"- las vimos llegar en un descapotable escarlata, naturalmente acompañadas.
     A distancia las vimos bajar y besar y abrazar y despedirse. Y el conejo supurando fluidos en el asiento de atrás.
     El encuentro no fue como había sido previsto. Pretextos y disculpas. A media tarde, en un desolado apartamento en Oropesa del Mar.
     El conejo muerto sobre la mesa, maloliente, destripado, despellejado. Y a su alrededor las lágrimas y el perdón.
     Sí, lo confesaron. Llegaron a Oropesa pensando en la lectura y la paz, pero antes decidieron tomar una copita en un local de moda, y ellos fueron tan simpáticos, eran tan atractivos, ¿quién se hubiera podido resistir?
     Las invitaron a una casa en el pueblo, ni siquiera en primera línea de mar. Y pasaron la noche follando como locas, lejos del fuego y del ruido.
     Pero ahora estaban arrepentidas y nos invitaban a cenar en uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Pedimos pescado y el vino más caro, y yo puse sobre el mantel cuatro sellos impresos con cuatro corazones de color rojo encendido, para compartir la experiencia.
     Más tarde, en la habitación del apartamento, le dije a ella que todo lo que reluce no es oro, que la escalera puede subir o bajar, y le pedí que clavara las rodillas sobre la almohada y que apoyara las manos en la pared. En la habitación contigua se escuchaban claros gritos de amor.
     Al día siguiente, antes de volver a la humeante Valencia, arrojamos a un cubo de basura al rígido conejo de ojos negros.

    

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