LA RESPONSABILIDAD
Hace cuarenta años yo quería cambiar el mundo; hoy sólo espero que el mundo no me cambie a mí. Muy pronto me di cuenta de que el mundo estaba lleno de idiotas controlados por idiotas, pueblos enteros donde la idiotez era la norma y la costumbre, ciudades saturadas de idiotas atareados como si la vida fuese una premura insoslayable.
Crecí en un valle dominado por montañas y un castillo. Y después de muchos años y azares y lances he conseguido alcazar la colina donde ahora, a duras penas, me mantengo en pie. El castillo, a lo lejos, me sigue incomodando con su antigua inaccesibilidad. Y las montañas, alguna vez conquistadas, no cesan ante mis ojos de petrificar el tiempo.
Al final, me cansé de bajar tantas veces la escalera hasta la planta baja, descender desde mi colina hasta el valle sin resultado. He tratado de convivir con los que planifican su vida en la llanura, entender a los que no contemplaron nunca el castillo como amenaza ni las montañas como desafío.
No me gustaba el mundo entonces y no me gusta el nuevo mundo. No me gusta la trayectoria ni el vehículo. Ingenuamente pensaba que cada hijo superaría a sus padres, que Diógenes de Sinope no nacería en vano, que cada generación aprendería de su origen para mejorar su continuidad.
Pero qué inútil esperanza. La responsabilidad siempre es ajena. La vida es muy breve y nadie se preocupa por lo que sucederá mañana.
Se tienen hijos, se elaboran proyectos, se planifican acciones y, algunas veces, se sueña en colores. De nada sirve porque, evidentemente, el mundo no mejora.
No se aprende de los errores, esa lección es la más difícil. Se prefiere la confesión de los pecados y la absolución para que todo continue igual.
Encontré a mi hija ya hecha, ternura y belleza irresistibles. Pero si hoy tuviera que elegir, si de mí dependiera que otra vida creciera en otro valle dominado por montañas y un castillo, ¡que complicada decisión!
Si cada padre y cada madre, si cada sabio y cada estadista, si cada místico y cada héroe, si cada santo y cada pensador y cada artista hubieran logrado su objetivo -dejar un mundo mejor a sus descendientes-, este mundo sería otra cosa. No lo es. Se trata de la misma depresión, o una depresión aumentada, bajo el mismo castillo alzado sobre el valle, aun en ruinas.
A los idiotas ¿qué se les puede pedir? ¿Qué se puede esperar de los egoístas? ¿De un mundo donde la masa se mueve por impulsos políticos y banderas que no pueden ondear al viento porque su rigidez es endémica?
Los cerebros y las tortugas de Jean Fabré, hoy, en el Palacio de la Lonja, desafían al castillo y hablan a los idiotas sabiendo que ni el castillo se dará por aludido ni los idiotas van a enterarse de nada.
Cerebros y tortugas en marmol de Carrara, ideas acotadas.
La responsabilidad de los intelectuales, eso es un lugar común; de los artistas, como si los artistas fuesen responsables de un loco mundo de adultos enajenados; de los poetas, como si los poetas conocieran siempre la verdad.
La responsabilidad de los poetas es otra, "llevar las palabras al límite, pintar perspectivas, sugerir visiones, ayudar a otros a salir de sí mismos... y eso los redime."
Cuarenta años despues de pretender cambiar el mundo me sigo preguntando si vale la pena cambiar el mundo. Me he convertido en lo que soy. Me he cansado de bajar la escalera. Saludo a la vida que surge hoy y me desplaza, a la vida que me empuja y me sustituye.
Sí, todavía se puede desafiar al castillo, porque el castillo todavía permanece en su altura igualando a las montañas.
Si por este impulso, en esta noche, estuviera yo en lo cierto y la única responsabilidad de todos fuese el amor, ¿de qué nos valdría decirte que te quiero?
Los idiotas abarrotan el mundo y controlan el mundo. Responsabilidad de cada uno es prosperar en inteligencia. Pero ¿qué puede la inteligencia ante el amor?
Nuncan se formulan preguntas definitivas. Las respuestas, a veces, lo son. Todo necesita a su contrario para ser.
Pasado el tiempo de las preguntas y las respuestas, ¿me redimirán estas líneas escritas contra la superficialidad y el castillo, desde mi conquistada colina, aunque haya tomado ya la decisión de no volver a bajar las escaleras y contemple el valle condescendiente y, a la vez, altivo? Pasado el tiempo, hablarán los hijos y los hijos de nuestros hijos, y hablará el tiempo con su boca torcida por una ironía incontestable.
¿Quién nos escuchará entonces?
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