ASIMETRÍA
Uñas verdes, labios rojos y dos arañas sobre los ojos.
En lugar del parpadeo, el sitio y el acecho.
Quien cae en esta mirada cae en la red,
flexible y simétrica, de la que es imposible escapar.
Desde abril de 1986 hasta marzo del 2006,
cuarenta viajes hizo el viajero por mar y por aire.
Y en ese tiempo, ella, y sólo forzada por las circunstancias,
devolvió una visita protocolaria.
La carta no escrita, la muerte imaginada.
El más torpe de los monos sube al árbol más alto,
pero luego no sabe bajar y hay que bajarlo.
Caen las hojas y algunas flores, y corre la cebra desdibujada
perseguida por el tigre.
Cuando el tigre corre perseguido por la cebra,
cuando la carta se escribe, cuando se cancelan los barcos
transbordadores, en uno y otro sentido, por el alto oleaje,
cuando todo se olvida y nada debe olvidarse.
La paciencia es ley, la entereza es obligada.
Salvador Alís.
domingo, 19 de enero de 2020
martes, 14 de enero de 2020
TODO ES MENTIRA
TODO ES MENTIRA
Menos esta canción, todo es mentira. El oro negro y el amarillo,
la cartera de cuero, el dron, el volcán y el terremoto.
Mentira que un avión estalle en pleno vuelo,
que los canguros no puedan saltar sobre las llamas.
Mentira que el plástico en el mar se configure en islas,
que en la Taberna del Rocío sirvan solomillos de cocodrilo.
Mentira que el mejor vino sea inaccesible.
Mentira que algunas niñas, aún no mujeres, se prostituyan por gusto.
A las 16:49 me asomo a la ventana de mi habitación.
Sobre este lienzo azul claro se diría que alguien ha posado
con calculada delicadeza un pincel de punta redonda,
y que ese pincel ha impregnado con pintura blanca,
dibujando un círculo imperfecto, más saturado
en la parte superior y más tenue en la inferior,
el escenario donde la luna, en esta hora de la tarde,
convive a su pesar, inevitablemente, con el sol.
Menos esta canción, todo es mentira. El arte emergente
y el sobresaliente, la literatura triunfadora,
la fiesta en París, el vodevil berlinés y los caballos mongoles.
Mentira que el banco guarde tu dinero,
que tu seguro pague tu muerte.
Mentira los viajes, los placeres, la compensación.
Mentira los poderes y las jerarquías, las dilaciones, las esperas.
Maravilla que esta esfera rocosa esté todavía presente,
en apariencia inmóvil, flotando sobre mi cabeza
en su altura dominante, en un ángulo aproximado de 30º.
Pero hay que creer que en realidad se mueve,
que orbita y viaja a mi alrededor,
que también da vueltas precisas sujeta al eje solar,
y que cumple otras leyes galácticas y universales.
Menos esta canción, todo es mentira. Los compromisos sociales,
los sueños, los errores, la sumisión de los perros,
la indiferencia de los gatos. Pero tu voz es verdadera,
diga lo que diga ahora o a destiempo, después del tornado
y del temblor. Lo admito, sí, tu voz es verdadera.
Si tal pincelada representara la ligereza que esta música ordena,
si tal esfera de peso inconmensurable obedeciera a un destino,
el suyo o el nuestro, preestablecido, ¿cómo pensar
que yo sea libre para decidir entre opciones vulgares:
si hago una siesta, si tomo una ducha, si salgo a la calle?
Menos esta música, todo es mentira.
Salvador Alís.
Menos esta canción, todo es mentira. El oro negro y el amarillo,
la cartera de cuero, el dron, el volcán y el terremoto.
Mentira que un avión estalle en pleno vuelo,
que los canguros no puedan saltar sobre las llamas.
Mentira que el plástico en el mar se configure en islas,
que en la Taberna del Rocío sirvan solomillos de cocodrilo.
Mentira que el mejor vino sea inaccesible.
Mentira que algunas niñas, aún no mujeres, se prostituyan por gusto.
A las 16:49 me asomo a la ventana de mi habitación.
Sobre este lienzo azul claro se diría que alguien ha posado
con calculada delicadeza un pincel de punta redonda,
y que ese pincel ha impregnado con pintura blanca,
dibujando un círculo imperfecto, más saturado
en la parte superior y más tenue en la inferior,
el escenario donde la luna, en esta hora de la tarde,
convive a su pesar, inevitablemente, con el sol.
Menos esta canción, todo es mentira. El arte emergente
y el sobresaliente, la literatura triunfadora,
la fiesta en París, el vodevil berlinés y los caballos mongoles.
Mentira que el banco guarde tu dinero,
que tu seguro pague tu muerte.
Mentira los viajes, los placeres, la compensación.
Mentira los poderes y las jerarquías, las dilaciones, las esperas.
Maravilla que esta esfera rocosa esté todavía presente,
en apariencia inmóvil, flotando sobre mi cabeza
en su altura dominante, en un ángulo aproximado de 30º.
Pero hay que creer que en realidad se mueve,
que orbita y viaja a mi alrededor,
que también da vueltas precisas sujeta al eje solar,
y que cumple otras leyes galácticas y universales.
Menos esta canción, todo es mentira. Los compromisos sociales,
los sueños, los errores, la sumisión de los perros,
la indiferencia de los gatos. Pero tu voz es verdadera,
diga lo que diga ahora o a destiempo, después del tornado
y del temblor. Lo admito, sí, tu voz es verdadera.
Si tal pincelada representara la ligereza que esta música ordena,
si tal esfera de peso inconmensurable obedeciera a un destino,
el suyo o el nuestro, preestablecido, ¿cómo pensar
que yo sea libre para decidir entre opciones vulgares:
si hago una siesta, si tomo una ducha, si salgo a la calle?
Menos esta música, todo es mentira.
Salvador Alís.
domingo, 5 de enero de 2020
MI VIDA SECRETA
MI VIDA SECRETA
En el ascensor del hotel. Zapatillas blancas sin calcetines visibles. El cabello largo y rubio, sin excesos. El vestido de una sola pieza, ajustado, corto y amarillo, con estrechas franjas horizontales blancas y negras. Los brazos al descubierto; las piernas desnudas hasta el tercio superior. Situada de espaldas a la cámara, vuelve la cabeza y sonríe hasta en cuatro ocasiones antes de salir del ascensor. Deja caer algún objeto y se inclina para recogerlo. Cuando sale, una vez más, gira la cabeza y nos mira y sonríe. Nos habla pero nada escuchamos. El silencio, intencionadamente, se ha logrado bajando el volumen al máximo para evitar distracciones. El pasillo, de no se sabe bien qué planta, está tapizado con moqueta amarilla. Hay enormes fotografías de flores enmarcadas en las paredes. La cámara la sigue hasta la puerta de su habitación, que ella ha dejado abierta. Al entrar nos recibe tocándose los pechos. Con inusual rapidez, receptiva y disponible, se deja empujar contra una pared. Las manos que rodean las nalgas, cuando la cortedad del vestido es ventajosa, encuentran firmeza y blandura a un tiempo. Las manos de ella, con uñas blanquísimas aunque no largas ni afiladas, van al pecho, desabotonan la camisa azul marino, y van al cinturón de cuero negro y hebilla de plata. Mientras tanto, la puerta sigue abierta y si alguien, otro huésped casual, atravesara el pasillo en este momento sin duda contemplaría la escena. El relato se alarga, es evidente, porque los detalles son muchos y se imponen. Al fondo de la habitación, junto a una ventana sin cortinas, el zoom permite ver un grabado que muestra el rostro del Divino Marqués, aniñado y de perfil, esbozando una tímida sonrisa. Sobre una mesilla auxiliar, no lejos de la cabecera de la cama, una primera edición del Trópico de Sagitario. Para nuestro gusto, después de ser besada en la boca y acariciada entre los muslos, ella se arrodilla muy pronto, como si nada más le importase. El aro de acero quirúrgico en mitad del labio superior y las bolitas acrílicas ensartadas en la lengua mediante finas barras de titanio. Su cavidad bucal no tiene fin, sus manos se mueven a la velocidad de su deseo. El reloj en la muñeca izquierda parece de oro. Y la mayoría de su dedos, libres de anillos, parecen tan ágiles y despiertos.
El que describe hace una pausa, detiene la escritura, se levanta. Busca en el cielo la estrella que se consume. Se sirve otra copa de la maravillosa malvasía de Sitges, de Jean Leon, llamada MS 18, descubierta esta noche en hora temprana. A través de la ventana, junto a la cual sonríe el libertino, se puede contemplar otra estrella pulsante: se diría que se apaga y enciende en intervalos de milésimas de segundo, apenas perceptible pero sentida.
Ella se gira (o es girada), apoya sus manos en la pared y le ofrece las nalgas, el vestido amarillo arremangado sobre la cintura, la cara vuelta hacia la cámara. Él la besa, la azota, le comprime los pechos con urgente pasión. El triángulo de su ropa interior de encaje blanco no puede ocultar la etiqueta de seda. Poco a poco su cara se desliza por la pared hasta liberarse, da unos pasos, se inclina sobre la cama. Él la toma así, doblada y sumisa, cuando ella se aparta el pelo con un gesto brusco para enseñar su cara. Las sábanas blancas y las almohadas a juego con su vestido, con franjas negras y amarillas. Varían las posiciones, los ángulos, los puntos de vista. Ella no acaba nunca de desnudarse y él no sabe cómo acabar lo que empezó. Sus pechos liberados por un corte en el vestido, la frente y las cejas fruncidas, los ojos cerrados. Pero acto seguido, los ojos abiertos y la lengua fuera de la boca. Ella es real, funcional, consistente. Y él un simple muñeco, un recurso, un actor secundario. Frente a la cama, otra fotografía a gran formato muestra un enorme tulipán amarillo. Se abre y se cierra, acepta y resiste, se vuelca de espaldas, se ofrece, se arrodilla. En ese momento él ya no sabe qué pensar, no piensa, se deja ir, estalla como fuego de artificio, luce por un instante y cae en forma de ceniza. Volcán humeante, fuego que no quema. Ella recompone su vestido, guarda sus pechos y con ellos las aureolas y las cicatrices. Limpia su mejillas, se lame los labios.
El que describe recuerda tiempos pasados, detiene la escritura, se levanta. La malvasía de Sitges se terminó con la descripción. La estrella pulsante sigue parpadeando en el cielo nocturno como un ojo irritado. Un simple mosquito, un grano de arena, una palabra o un soplo bastan para irritar a este ojo que ni duerme ni descansa. Este ojo, esta mirada, que imagina ver sin límites más allá de lo descrito, que observa y guarda silencio esperando una respuesta que no llega. Ni el futuro aclara las cosas, ni el pasado las aclara.
En el ascensor de un hotel, hasta no se sabe que planta.
Salvador Alís.
En el cielo del séptimo piso del Hotel Deauville, en el Malecón de la Habana,
las moscas y los mosquitos. Y en la Casa de la Música, y en nuestro sueño,
trompetas, serpientes y percusiones.
las moscas y los mosquitos. Y en la Casa de la Música, y en nuestro sueño,
trompetas, serpientes y percusiones.
En el ascensor del hotel. Zapatillas blancas sin calcetines visibles. El cabello largo y rubio, sin excesos. El vestido de una sola pieza, ajustado, corto y amarillo, con estrechas franjas horizontales blancas y negras. Los brazos al descubierto; las piernas desnudas hasta el tercio superior. Situada de espaldas a la cámara, vuelve la cabeza y sonríe hasta en cuatro ocasiones antes de salir del ascensor. Deja caer algún objeto y se inclina para recogerlo. Cuando sale, una vez más, gira la cabeza y nos mira y sonríe. Nos habla pero nada escuchamos. El silencio, intencionadamente, se ha logrado bajando el volumen al máximo para evitar distracciones. El pasillo, de no se sabe bien qué planta, está tapizado con moqueta amarilla. Hay enormes fotografías de flores enmarcadas en las paredes. La cámara la sigue hasta la puerta de su habitación, que ella ha dejado abierta. Al entrar nos recibe tocándose los pechos. Con inusual rapidez, receptiva y disponible, se deja empujar contra una pared. Las manos que rodean las nalgas, cuando la cortedad del vestido es ventajosa, encuentran firmeza y blandura a un tiempo. Las manos de ella, con uñas blanquísimas aunque no largas ni afiladas, van al pecho, desabotonan la camisa azul marino, y van al cinturón de cuero negro y hebilla de plata. Mientras tanto, la puerta sigue abierta y si alguien, otro huésped casual, atravesara el pasillo en este momento sin duda contemplaría la escena. El relato se alarga, es evidente, porque los detalles son muchos y se imponen. Al fondo de la habitación, junto a una ventana sin cortinas, el zoom permite ver un grabado que muestra el rostro del Divino Marqués, aniñado y de perfil, esbozando una tímida sonrisa. Sobre una mesilla auxiliar, no lejos de la cabecera de la cama, una primera edición del Trópico de Sagitario. Para nuestro gusto, después de ser besada en la boca y acariciada entre los muslos, ella se arrodilla muy pronto, como si nada más le importase. El aro de acero quirúrgico en mitad del labio superior y las bolitas acrílicas ensartadas en la lengua mediante finas barras de titanio. Su cavidad bucal no tiene fin, sus manos se mueven a la velocidad de su deseo. El reloj en la muñeca izquierda parece de oro. Y la mayoría de su dedos, libres de anillos, parecen tan ágiles y despiertos.
El que describe hace una pausa, detiene la escritura, se levanta. Busca en el cielo la estrella que se consume. Se sirve otra copa de la maravillosa malvasía de Sitges, de Jean Leon, llamada MS 18, descubierta esta noche en hora temprana. A través de la ventana, junto a la cual sonríe el libertino, se puede contemplar otra estrella pulsante: se diría que se apaga y enciende en intervalos de milésimas de segundo, apenas perceptible pero sentida.
Ella se gira (o es girada), apoya sus manos en la pared y le ofrece las nalgas, el vestido amarillo arremangado sobre la cintura, la cara vuelta hacia la cámara. Él la besa, la azota, le comprime los pechos con urgente pasión. El triángulo de su ropa interior de encaje blanco no puede ocultar la etiqueta de seda. Poco a poco su cara se desliza por la pared hasta liberarse, da unos pasos, se inclina sobre la cama. Él la toma así, doblada y sumisa, cuando ella se aparta el pelo con un gesto brusco para enseñar su cara. Las sábanas blancas y las almohadas a juego con su vestido, con franjas negras y amarillas. Varían las posiciones, los ángulos, los puntos de vista. Ella no acaba nunca de desnudarse y él no sabe cómo acabar lo que empezó. Sus pechos liberados por un corte en el vestido, la frente y las cejas fruncidas, los ojos cerrados. Pero acto seguido, los ojos abiertos y la lengua fuera de la boca. Ella es real, funcional, consistente. Y él un simple muñeco, un recurso, un actor secundario. Frente a la cama, otra fotografía a gran formato muestra un enorme tulipán amarillo. Se abre y se cierra, acepta y resiste, se vuelca de espaldas, se ofrece, se arrodilla. En ese momento él ya no sabe qué pensar, no piensa, se deja ir, estalla como fuego de artificio, luce por un instante y cae en forma de ceniza. Volcán humeante, fuego que no quema. Ella recompone su vestido, guarda sus pechos y con ellos las aureolas y las cicatrices. Limpia su mejillas, se lame los labios.
El que describe recuerda tiempos pasados, detiene la escritura, se levanta. La malvasía de Sitges se terminó con la descripción. La estrella pulsante sigue parpadeando en el cielo nocturno como un ojo irritado. Un simple mosquito, un grano de arena, una palabra o un soplo bastan para irritar a este ojo que ni duerme ni descansa. Este ojo, esta mirada, que imagina ver sin límites más allá de lo descrito, que observa y guarda silencio esperando una respuesta que no llega. Ni el futuro aclara las cosas, ni el pasado las aclara.
En el ascensor de un hotel, hasta no se sabe que planta.
Salvador Alís.
jueves, 2 de enero de 2020
ESTE CIELO
ESTE CIELO
Abro una de las ventanas correderas de la cocina y veo este cielo:
negro profundo en la base y nubes rosadas sobre ella; no hace frío y el silencio
es tan notable.
En los jardines, cuatro pisos por debajo, no se mueve ni una brizna de hierba,
no maúlla un gato, nada se altera ni se conmueve.
Abro mi corazón y, en realidad, lo que abro es la nevera; y sueño
con describir en el futuro lo que contiene:
fresas, mangos y peras, café y zumos, botellas de vino, quesos, castañas,
leche de cabra y nata enmohecida... Y tantas otras cosas.
Ante anoche, sin motivo aparente, apareció el dolor;
con tal oportunidad vino a instalarse en la parte posterior de mi cintura,
y desde ahí, con órdenes precisas, me indicó el camino: permanece en pie
pues, si te doblegas, la molestia será más intensa todavía.
Entonces, debiendo dormir y descansar porque los días así lo piden,
di vueltas en la cama como pez fuera del agua,
de frente, de espaldas, de costado; y encendí la luz
y abrí la ventana.
El cielo de este día es tan azul y tan extraño.
Abro la nevera para asirme a lo cotidiano: salsas agridulces y mostazas,
aceitunas verdes, champiñones y sitakes, té negro y melocotón,
huevos y tomates y medio limón amarillo... Y tantas..., y tantas otras cosas.
Sombra sube a mi regazo en esta noche mientras escribo,
Lolita y Nube se contentan con la nueva manta gris con flecos.
La estufa de mica crea a nuestro alrededor una atmósfera benigna.
Pero más allá de la ventana... Pero más allá.
Salvador Alís.
Abro una de las ventanas correderas de la cocina y veo este cielo:
negro profundo en la base y nubes rosadas sobre ella; no hace frío y el silencio
es tan notable.
En los jardines, cuatro pisos por debajo, no se mueve ni una brizna de hierba,
no maúlla un gato, nada se altera ni se conmueve.
Abro mi corazón y, en realidad, lo que abro es la nevera; y sueño
con describir en el futuro lo que contiene:
fresas, mangos y peras, café y zumos, botellas de vino, quesos, castañas,
leche de cabra y nata enmohecida... Y tantas otras cosas.
Ante anoche, sin motivo aparente, apareció el dolor;
con tal oportunidad vino a instalarse en la parte posterior de mi cintura,
y desde ahí, con órdenes precisas, me indicó el camino: permanece en pie
pues, si te doblegas, la molestia será más intensa todavía.
Entonces, debiendo dormir y descansar porque los días así lo piden,
di vueltas en la cama como pez fuera del agua,
de frente, de espaldas, de costado; y encendí la luz
y abrí la ventana.
El cielo de este día es tan azul y tan extraño.
Abro la nevera para asirme a lo cotidiano: salsas agridulces y mostazas,
aceitunas verdes, champiñones y sitakes, té negro y melocotón,
huevos y tomates y medio limón amarillo... Y tantas..., y tantas otras cosas.
Sombra sube a mi regazo en esta noche mientras escribo,
Lolita y Nube se contentan con la nueva manta gris con flecos.
La estufa de mica crea a nuestro alrededor una atmósfera benigna.
Pero más allá de la ventana... Pero más allá.
Salvador Alís.
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