domingo, 5 de enero de 2020

MI VIDA SECRETA

MI VIDA SECRETA


En el cielo del séptimo piso del Hotel Deauville, en el Malecón de la Habana, 
las moscas y los mosquitos. Y en la Casa de la Música, y en nuestro sueño, 
trompetas, serpientes y percusiones.


En el ascensor del hotel. Zapatillas blancas sin calcetines visibles. El cabello largo y rubio, sin excesos. El vestido de una sola pieza, ajustado, corto y amarillo, con estrechas franjas horizontales blancas y negras. Los brazos al descubierto; las piernas desnudas hasta el tercio superior. Situada de espaldas a la cámara, vuelve la cabeza y sonríe hasta en cuatro ocasiones antes de salir del ascensor. Deja caer algún objeto y se inclina para recogerlo. Cuando sale, una vez más, gira la cabeza y nos mira y sonríe. Nos habla pero nada escuchamos. El silencio, intencionadamente, se ha logrado bajando el volumen al máximo para evitar distracciones. El pasillo, de no se sabe bien qué planta, está tapizado con moqueta amarilla. Hay enormes fotografías de flores enmarcadas en las paredes. La cámara la sigue hasta la puerta de su habitación, que ella ha dejado abierta. Al entrar nos recibe tocándose los pechos. Con inusual rapidez, receptiva y disponible, se deja empujar contra una pared. Las manos que rodean las nalgas, cuando la cortedad del vestido es ventajosa, encuentran firmeza y blandura a un tiempo. Las manos de ella, con uñas blanquísimas aunque no largas ni afiladas, van al pecho, desabotonan la camisa azul marino, y van al cinturón de cuero negro y hebilla de plata. Mientras tanto, la puerta sigue abierta y si alguien, otro huésped casual, atravesara el pasillo en este momento sin duda contemplaría la escena. El relato se alarga, es evidente, porque los detalles son muchos y se imponen. Al fondo de la habitación, junto a una ventana sin cortinas, el zoom permite ver un grabado que muestra el rostro del Divino Marqués, aniñado y de perfil, esbozando una tímida sonrisa. Sobre una mesilla auxiliar, no lejos de la cabecera de la cama, una primera edición del Trópico de Sagitario. Para nuestro gusto, después de ser besada en la boca y acariciada entre los muslos, ella se arrodilla muy pronto, como si nada más le importase. El aro de acero quirúrgico en mitad del labio superior y las bolitas acrílicas ensartadas en la lengua mediante finas barras de titanio. Su cavidad bucal no tiene fin, sus manos se mueven a la velocidad de su deseo. El reloj en la muñeca izquierda parece de oro. Y la mayoría de su dedos, libres de anillos, parecen tan ágiles y despiertos.

El que describe hace una pausa, detiene la escritura, se levanta. Busca en el cielo la estrella que se consume. Se sirve otra copa de la maravillosa malvasía de Sitges, de Jean Leon, llamada MS 18, descubierta esta noche en hora temprana. A través de la ventana, junto a la cual sonríe el libertino, se puede contemplar otra estrella pulsante: se diría que se apaga y enciende en intervalos de milésimas de segundo, apenas perceptible pero sentida.

Ella se gira (o es girada), apoya sus manos en la pared y le ofrece las nalgas, el vestido amarillo arremangado sobre la cintura, la cara vuelta hacia la cámara. Él la besa, la azota, le comprime los pechos con urgente pasión. El triángulo de su ropa interior de encaje blanco no puede ocultar la etiqueta de seda. Poco a poco su cara se desliza por la pared hasta liberarse, da unos pasos, se inclina sobre la cama. Él la toma así, doblada y sumisa, cuando ella se aparta el pelo con un gesto brusco para enseñar su cara. Las sábanas blancas y las almohadas a juego con su vestido, con franjas negras y amarillas. Varían las posiciones, los ángulos, los puntos de vista. Ella no acaba nunca de desnudarse y él no sabe cómo acabar lo que empezó. Sus pechos liberados por un corte en el vestido, la frente y las cejas fruncidas, los ojos cerrados. Pero acto seguido, los ojos abiertos y la lengua fuera de la boca. Ella es real, funcional, consistente. Y él un simple muñeco, un recurso, un actor secundario. Frente a la cama, otra fotografía a gran formato muestra un enorme tulipán amarillo. Se abre y se cierra, acepta y resiste, se vuelca de espaldas, se ofrece, se arrodilla. En ese momento él ya no sabe qué pensar, no piensa, se deja ir, estalla como fuego de artificio, luce por un instante y cae en forma de ceniza. Volcán humeante, fuego que no quema. Ella recompone su vestido, guarda sus pechos y con ellos las aureolas y las cicatrices. Limpia su mejillas, se lame los labios.

El que describe recuerda tiempos pasados, detiene la escritura, se levanta. La malvasía de Sitges se terminó con la descripción. La estrella pulsante sigue parpadeando en el cielo nocturno como un ojo irritado. Un simple mosquito, un grano de arena, una palabra o un soplo bastan para irritar a este ojo que ni duerme ni descansa. Este ojo, esta mirada, que imagina ver sin límites más allá de lo descrito, que observa y guarda silencio esperando una respuesta que no llega. Ni el futuro aclara las cosas, ni el pasado las aclara.

En el ascensor de un hotel, hasta no se sabe que planta.


Salvador Alís.

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