martes, 14 de octubre de 2014

VIEJAS CALLES

VIEJAS CALLES

Vuelves a visitar las viejas calles, el laberinto empedrado donde navegaste
en un barco de cartón sus corrientes de nieve cuesta abajo,
entre casas deshabitadas entonces y ahora,
entre la risa y el llanto. Nada se hizo para siempre.

Repites las mismas historias con variantes, y a veces alguien te escucha
como si fuera la primera vez, tu cabeza lo sabe y no puede evitarlo,
se encienden fuegos donde ya hubo hogueras,
destino trazado. Nada se hizo para siempre.

El acontecimiento como irrupción pierde su impulso y no sorprende ya,
el futuro parece una inacabada restauración del pasado,
la pared de piedra sin sol se ha cubierto de enrevesada hiedra
que oculta las ventanas. Nada se hizo para siempre.

En ese laberinto vas dejando caer cuentas de cristal que niega la oscuridad
como señales, visibles cuando el invierno acaba y otra vida
es deslumbrada al amanecer de otro verano,
imposible hallar la salida. Nada se hizo para siempre.

Subes a la última torre como a la primera, entre el asombro del vértigo
y el combate con las telarañas, gotas de agua en la escalera,
diamantes de una lluvia interior, hasta las campanas de bronce,
y te asomas al vacío. Nada se hizo para siempre.

En las viejas calles el mismo desfile de estandartes y fantoches,
espantapájaros dorados portando sus armas y sus velas humeantes,
el lobo y el ciervo y el jabalí y la liebre y la astuta ardilla
saltando de rama en rama. Nada se hizo para siempre.

Salvador Alís.










miércoles, 8 de octubre de 2014

ATRACAR UN BANCO + ÉBOLA

     En definitiva un banco puede ser atracado de dos formas: desde el exterior o desde el interior. Algo parecido ocurre con nuestro cuerpo, vulnerable ante los fieros leones y los helados virus. Que un desgraciado entre en la oficina del dinero portando una pistola simulada es intolerable. Cosa distinta es que el contable derive millones a su cuenta privada como quien no sabe nada. Animales horrendos son los murciélagos, reservorios de la mutación letal del maligno ébola. Según los expertos (¿médicos o políticos?), ante la duda mejor sacrificar al perro. Con un silogismo similar se podría concluir que la mejor manera de contener una epidemia es incinerar a todos los afectados. Y con los mismos razonamientos, desactivar a los profesionales de la extorsión, el desvalijamiento y el abuso. Periódicamente las industrias farmacéuticas ponen en circulación a sus bichitos, y luego juegan a inventar una vacuna. Cuarenta años ebolando África y en 2014 el gran experimento: la expansión y la externalización. Nada nuevo si se recuerdan sida, vacas locas, gripe aviar, gripe a, ántrax y demás terrorismos biológicos. La ministra del ramo no puede ocultar su cara de madera. Se criminalizan virus fantasmales, cuando el rey de los virus, el más temible y el que más muertes causa es el dinero. El próximo fin de semana, el tema estrella no será el fútbol sino el miedo. Se acerca el invierno y el frío. Muchos tendrán fiebre y nuestros gobiernos esperan que los ataques de pánico, como de costumbre, oculten al verdadero enemigo.
     No tenía ninguna fe en nuestro destino, pero ahora, ante la incompetencia y el nerviosismo de los atracadores, ante sus chapuceros ataques y su delatada estrategia, me pasa por la cabeza la idea de que aún podemos cambiar el paso (o echar a andar) y formar un frente que detenga la amenaza.
    


DEPRISA DEPRISA

sábado, 4 de octubre de 2014

L'étranger au paradis - Gloria Lasso

EXTRAÑO EN EL PARAÍSO

EXTRAÑO EN EL PARAÍSO

     Un poco de veneno cada día,
la mínima dósis para no morir y estar muriendo,
cristalina copa servida en la oscuridad,
en esta fiesta a la que nadie fue invitado,
y en un paraíso extraño donde el amor
baila con zapatos de papel.
     La arañas colgantes no emiten luz,
los tapices en las paredes rezuman tinta negra,
todo el decorado un torpe dibujo
de una realidad ajena.
     Sólo la orquesta es aceptable,
la cantante y su voz que se alza y adormece.
     Periódicos en el suelo y pantallas en las paredes,
las mesas sin manteles y los cubiertos de hierro,
las panecillos ácimos,
surtidores de agua enfangada
y fumarolas infernales.
     Hombres uniformados y mujeres marcadas
se deslizan en turbios abrazos
y giran hasta perder la consciencia,
asesinos y camareros en las esquinas
atentos al menor deliz.
     Un poco más de veneno en la copa oscura,
las escaleras de mármol como un trampantojo,
no hay piso superior para los no iniciados
y se precisa un pase especial para acceder al palco,
a los bellos jardines, a la infinita bodega.
     El amor baila con los zapatos mojados,
la amistad se resuelve en lances de esgrima,
negocios sucios, delación y diplomacia.
     Tontos y ladrones en esta fiesta sin final
y sin principio, ángeles infaustos clavados en los muros
del paraíso fortificado
donde se esconde la cobardía
y se celebra la ambición.
     Velas consumidas y humeantes,
las falsas flores y los falsos arbustos,
las armas latiendo bajo los trajes alquilados,
solo la orquesta es aceptable.
     La cantante sin maquillar y su voz distorsionada.
     He perdido entre el barullo y la burla
a mi pareja, a mi confuso doble,
bajo las arañas colgantes que no emiten luz.
     Palabras y más palabras y ni siquiera una afirmación,
ni siquiera una palabra que acabe
con todas las palabras.

Salvador Alís.




viernes, 3 de octubre de 2014

Purcell - O let me weep

1984 / II

1984 / II


     Nunca he tenido pesadillas, jamás un mal sueño, un dormir inquieto. Los sueños más agitados, los más complejos y absurdos, siempre han sido argumentos para un apunte, fragmentos de otra vida, esbozos del guión de una representación inacabada.
     Noche tras noche en ese escenario, portando la máscara cambiante de la quimera.
     Contemplando este viejo retrato de mi padre, ¿cómo no pensar en un hábil filósofo de la ironía?
     En 1984, mi padre tenía once años más de los que yo tengo ahora; faltaba apenas un año para que muriera. Acató mis instrucciones y miró de lado cuando yo lo enfocaba con una Nikon FM2, la luz en su frente y su cabello blanco peinado hacia atrás.
     A pesar de nuestras diferencias, cada vez que mi padre ha hecho acto de presencia en mis sueños, su imagen ha sido benefactora. Eso es importante y se tiene en cuenta.
     También él nació al pie del castillo, y sufrió lo indecible por los caprichos y políticas del castillo.
     La piel de su cara formando parte de una sucinta herencia que se completa con: una cinta métrica, unas gafas de cristal y cuero, algunas herramientas y poco más. El traje negro no, pues se lo llevó a la tumba.
     Me reconozco en sus ojos y en sus dientes, en el café de la mañana, en el tabaco, en el vaso de vino, en su resistencia a la fruta, en su paciencia amorosa, en su tolerancia y en su risa.
     Me reconozco en su música y en su clarinete. 
     Me reconozco en su trastienda, en su humilde chimenea, en su mano como una rama seca que un día tomó mi mano y en su abrazo cuando, siendo yo un niño, me señaló la fiebre y me atacó la avispa.
"O, let me weep, for ever weep,
my eyes no more shall welcome sleep;
i'll hide me from the sight of day
and sigh, and sigh my soul away.
he's gone, he's gone; his loss deplore
and i shall never see him more."
     
     La cal en sus ojos y el yeso en su semblante.
     Pude haberle dado más vida, ¿quién lo sabe? A él le debo la mía.
     Once años nos separan ahora, el reloj no se detiene, mis dedos aún no se han vuelto amarillos, y aún conservo gran parte de mi dentadura. 
     Perdidas, de su herencia, las gafas Ray-Ban y la afeitadora Philips. Nunca leí sus novelas y él nunca leyó las mías. Ni uno solo de sus cabellos plateados he guardado en un sobre. Ni una sola de sus cartas. Ni recuerdo el timbre de su voz.
     Bajo el mismo castillo que se derrumbó y se derrumba, hasta hoy, sin acabar de hacerlo porque, aunque tan lejos y en tanta decadencia, su sombra sigue indicando sobre el suelo la hora fatídica y la marca que separa a los contendientes.
     La belleza de su edad y la envergadura de su corazón, cortas alas con que voló al norte de África y puso ladrillo sobre ladrillo para mi pequeña torre y me alejó de sí cuando presintió el final.
     Nunca he tenido pesadillas, jamás un mal sueño, un dormir agitado.
     Despierto muchas veces porque el sueño se interrumpe, pero entonces voy a fumar (no importa la hora) a la habitación de la memoria donde mi padre mira hacia la ventana (del otro lado: la noche o el amanecer) y me muestra el camino.
     En su dormitorio, a cuatro metros de altura, siempre se sintió a salvo de la lluvia y de cualquier eventual inundación. Los fantasmas de la casa no se hablaban con él.
     Esa mirada suya puede que pronto esté en mis ojos.