viernes, 23 de febrero de 2018
LA JUBILACIÓN DEL CHE
LA JUBILACIÓN DEL CHE
Si el ejercito boliviano y la CIA -wikipedia dixit- no hubieran asesinado en 1967 a Ernesto Guevara, hoy estaría cerca de cumplir 90 años, y no resultaría del todo descabellado pensar que en algún momento, a causa de sus desavenencias con los Castros, se hubiera exiliado en España y, de seguir vivo, fuera uno de tantos jubilados que se resisten a morir y se quejan del ridículo aumento del 0,25% en sus pensiones. De hecho, en las terribles imágenes contempladas ayer en televisión, se pudo ver una representación del mito, una constatación de su vigencia, pues un anciano anónimo y decrépito pretendía diferenciarse de los demás exhibiendo en una camiseta negra que, sin duda, no era de su talla, la famosa fotografía de Alberto Korda como símbolo.
Antes de seguir, un apunte necesario. Más le valdría a muchos de los que ahora protestan volver a la escuela, bien fuera nocturna o para adultos, y repasar sus nociones de matemáticas. Pues un cero a la izquierda -es bien sabido- no tiene valor, no significa nada. De manera que tal vez yerren los ignorantes y la nueva valorización de sus pensiones sea en realidad y para sorpresa suya de un 25%.
Dicho esto, manifestar que ayer se pudo echar de menos y desear la entrada en vigor de una nueva y actualizada Ley de Vagos y Maleantes. No obstante, antes de proseguir con la clara exposición de los hechos, una advertencia para ignorantes, simples y censores: la ironía es la clave. El humor negro es, por definición, oscuro. Que cada cual encienda su linterna.
Una horda de radicales violentos y vociferantes, interfiriendo el natural transcurrir de la convivencia cotidiana, tomó ayer las calles de muchas ciudades españolas, atreviéndose incluso a sitiar y asaltar el Congreso..., ante el estupor lógico de los atemorizados leones que custodian sus puertas, y arrollando y desbordando a los policías que allí se encontraban para cumplir sus órdenes y responsabilidades, valiéndose de su fuerza y superioridad numérica, a los que empujaron sin contemplaciones cargando contra sus defensas y vallas y amenazándolos con palos y papeles.
¿Y qué es lo que pretendían y exigían estos anti-sistema? Algo tan injusto como alarmante: cobrar por no trabajar, que se les siga pagando y que se les pague aún más por jugar a cartas en los cafés, por dar de comer a los pájaros en los parques, por observar con desprecio y burla como otros trabajan por ellos en las obras, salen de madrugada a pescar o, jugándose la vida, apagan los incendios. En resumen, que se continúe subvencionando su vagancia.
Y no debería minimizarse el peligro, pues el peligro es real y muy considerable. A todos nos afecta. A todos debería interesarnos. Esta inmensa subversión cuenta nada más y nada menos que con un ejército potencial de nueve millones y medio de revolucionarios dispuestos a todo (algunos menos: los privilegiados con pensiones máximas y pensiones regaladas).
Alérgicos al trabajo, algunos ni siquiera han trabajado nunca, negándose a contribuir con su esfuerzo al mantenimiento del bienestar social, pretendiendo vivir del cuento durante una larga vejez dorada que ya no puede considerarse tal vejez en virtud del incremento generalizado de la salud, calidad y expectativas de vida. Reconozco que yo puedo ser uno de ellos, pues hasta los cincuenta me negué a pasar por el aro, mi libertad ante todo. Pero, una vez asumida mi falta, tampoco exijo ni exigiré que se me mantenga por capricho. Ya buscaré la fórmula propia que me permita vivir, si deseo vivir, o despedirme según mis necesidades.
Volviendo al tema principal, la mayoría de los manifestantes eran drogadictos, qué duda cabe, que pretenden que se les sigan recetando libre y gratuitamente todo tipo de medicamentos a los que se enganchan con placer. Exigiendo además, tan alterados como irresponsables, vacaciones pagadas, descuentos en los transportes públicos, cines y teatros, luz y calefacción gratuitas y toda una serie de prebendas que otros no pueden gozar.
Las terroríficas secuencias visuales vistas ayer en televisión mostraban a esa horda ("comunidad de salvajes nómadas o grupo de gente que obra sin disciplina y con violencia", según la RAE), profesionales de la subvención y, lo que es peor, gamberros experimentados, comunistas, anarquistas y ateos, pretendiendo que el Estado no recorte sus derechos con propuestas irreales e inconvenientes.
Decían algunos, envalentonados, que debería el Gobierno, mediante Decreto-Ley, reducir a la mitad el sueldo de los futbolistas de élite, que no puede ser que por darle una patada a una pelota ganen, según el caso, más que uno que ha cotizado 40 años. No se dan cuenta de que su propuesta puede ser nefasta para el deporte en general, el magnífico espectáculo balompédico en particular, y afectar al ocio indispensable de todos.
"Ladrones, fachas, corruptos" les gritaban al gobierno, como si ellos no hubieran robado nunca y siguieran haciéndolo. No se dan cuenta, o no quieren darse cuenta, de lo mal pagados que están nuestros abnegados representantes públicos. No sabían ayer la noticia dada hoy: que nuestro próximo ex ministro de economía, el señor De Guindos, renuncia a su ministerio para ser vicepresidente del Banco Central Europeo, cargo tan exigente como mal pagado, apenas 340.000 euros para tal preparación y mayor dedicación. Se les olvidan las emocionantes confesiones de otros políticos o consortes de políticos que mal llegaban a fin de mes, o cuyos hijos paseaban (a pesar de su colección de deportivos) casi desnudos, con una mano delante y otra detrás. Esa precariedad política es la que justifica que, de vez en cuando, tengan que aceptar a regañadientes la exigua propina de algún empresario tacaño, que no valora suficientemente las contrapartidas, mas por necesidad y no -como se dice- por ambición desmedida.
Esta horda de jubilados radicales ha llegado a cuestionar que la solución a sus males sea económica, decantándose más bien por una solución política. ¡Qué sabrán ellos de economía si el único concepto que manejan es el derroche! El problema, si no saben gestionar su riqueza, es suyo y no de terceros. Si tan sólo invirtieran una parte de lo que malgastan en envenenar con chucherías a sus nietos podrían atesorar ahorros considerables o pagar los impuestos que en el presente no pagan y se resisten a pagar. Tozudos y egoístas, no piensan en otros que -en este mundo global- padecen más que ellos.
Que la solución pasa por crear empleo dice rajoy eme punto. Y no le creen argumentando que sus hijos, que sus nietos están parados. Pues que se muevan, como dijo el sarcástico. Los viejos empecinados dicen que se debería repartir de otra forma la riqueza, que los ricos..., que el gasto militar..., que los privilegios a las iglesias..., que los paraísos fiscales..., que las reposiciones debidas a la corrupción..., que los fraudes fiscales... Cómo se ve que ellos no gobiernan y no conocen la dificultades de gobernar.
Primero los viejos subversivos. Luego las feministas amargadas (el 8 de marzo). ¡A dónde vamos a ir a parar! Sólo falta que también los parados se movilicen. Y que los jóvenes con sueldos precarios se pongan a reivindicar lo imposible. El efecto contagio es un riesgo a tener en cuenta. Habría que frenar cuanto antes a esta horda. Una propuesta lógica para la estrategia de la distracción: que se construyan gradas sin fin en las explanadas frente a los estadios y que se facilite el libre acceso a los pensionistas para contemplar las épicas batallas entre los gladiadores y otros hinchas, diversión garantizada, realidad y espectáculo, un entretenimiento mejor que contemplar pájaros que sólo calientan la cabeza.
Si lo anterior parece o pudiera parecer extremo, decir (para los despistados que todavía no se han enterado) que nuestro mundo está cambiando como nunca. Que se mete en la cárcel a quien fantasea con matar (¿quién no ha tenido alguna vez en su vida ese pensamiento?) mientras queda impune el que de verdad mató. Y no sólo nos referimos a los que mueren en su selva o en nuestro mar, en nuestras minas o en sus miserias. Si ustedes recuerdan: un rey asesina un elefante (hay pruebas) y con pedir perdón se resuelve el conflicto. A un pobre diablo lo multan por usurpar la cara de Cristo. Al pobre ingenuo rapero que se atreve a meterse con la policía, la guardia civil y la monarquía, sin oficio para elaborar sus versos sin el respaldo de un argumento incuestionable, lo condenan a tres años y medio. En ese plazo, con suerte para el segundo, quizá pueda jugar al baloncesto una semana con el cuñado del monarca. Se fuerza la retirada de obras ¿de arte? de ferias y exposiciones. Se fuerza el miedo y se procura la auto-censura (siempre más efectiva y barata que la censura misma).
Para afrenta de la historia, se pasa de puntillas sobre el camino de otros: casas reales y reyes idiotas en los lienzos de Velázquez, fusilados y ahorcados en Goya, desnudos y monstruos y esqueletos en el Bosco... Ya lo dijo Octavio Paz (y tantos otros): no es posible ponerle "puertas al campo".
Vladímir Putin ataca con argumentos a los arrogantes científicos ateos. Al menos hay que prestarle atención. Sobre este gobierno y esta Europa y estos sobre-naturales organismos mundiales de gobierno, hay algo más que se nos escapa. Miles y miles de jubilados salieron ayer a la calle para cuestionar a sus dioses. Eso habría que tenerlo en cuenta. Eso y tantas otras cosas.
Salvador Alís.
Si el ejercito boliviano y la CIA -wikipedia dixit- no hubieran asesinado en 1967 a Ernesto Guevara, hoy estaría cerca de cumplir 90 años, y no resultaría del todo descabellado pensar que en algún momento, a causa de sus desavenencias con los Castros, se hubiera exiliado en España y, de seguir vivo, fuera uno de tantos jubilados que se resisten a morir y se quejan del ridículo aumento del 0,25% en sus pensiones. De hecho, en las terribles imágenes contempladas ayer en televisión, se pudo ver una representación del mito, una constatación de su vigencia, pues un anciano anónimo y decrépito pretendía diferenciarse de los demás exhibiendo en una camiseta negra que, sin duda, no era de su talla, la famosa fotografía de Alberto Korda como símbolo.
Antes de seguir, un apunte necesario. Más le valdría a muchos de los que ahora protestan volver a la escuela, bien fuera nocturna o para adultos, y repasar sus nociones de matemáticas. Pues un cero a la izquierda -es bien sabido- no tiene valor, no significa nada. De manera que tal vez yerren los ignorantes y la nueva valorización de sus pensiones sea en realidad y para sorpresa suya de un 25%.
Dicho esto, manifestar que ayer se pudo echar de menos y desear la entrada en vigor de una nueva y actualizada Ley de Vagos y Maleantes. No obstante, antes de proseguir con la clara exposición de los hechos, una advertencia para ignorantes, simples y censores: la ironía es la clave. El humor negro es, por definición, oscuro. Que cada cual encienda su linterna.
Una horda de radicales violentos y vociferantes, interfiriendo el natural transcurrir de la convivencia cotidiana, tomó ayer las calles de muchas ciudades españolas, atreviéndose incluso a sitiar y asaltar el Congreso..., ante el estupor lógico de los atemorizados leones que custodian sus puertas, y arrollando y desbordando a los policías que allí se encontraban para cumplir sus órdenes y responsabilidades, valiéndose de su fuerza y superioridad numérica, a los que empujaron sin contemplaciones cargando contra sus defensas y vallas y amenazándolos con palos y papeles.
¿Y qué es lo que pretendían y exigían estos anti-sistema? Algo tan injusto como alarmante: cobrar por no trabajar, que se les siga pagando y que se les pague aún más por jugar a cartas en los cafés, por dar de comer a los pájaros en los parques, por observar con desprecio y burla como otros trabajan por ellos en las obras, salen de madrugada a pescar o, jugándose la vida, apagan los incendios. En resumen, que se continúe subvencionando su vagancia.
Y no debería minimizarse el peligro, pues el peligro es real y muy considerable. A todos nos afecta. A todos debería interesarnos. Esta inmensa subversión cuenta nada más y nada menos que con un ejército potencial de nueve millones y medio de revolucionarios dispuestos a todo (algunos menos: los privilegiados con pensiones máximas y pensiones regaladas).
Alérgicos al trabajo, algunos ni siquiera han trabajado nunca, negándose a contribuir con su esfuerzo al mantenimiento del bienestar social, pretendiendo vivir del cuento durante una larga vejez dorada que ya no puede considerarse tal vejez en virtud del incremento generalizado de la salud, calidad y expectativas de vida. Reconozco que yo puedo ser uno de ellos, pues hasta los cincuenta me negué a pasar por el aro, mi libertad ante todo. Pero, una vez asumida mi falta, tampoco exijo ni exigiré que se me mantenga por capricho. Ya buscaré la fórmula propia que me permita vivir, si deseo vivir, o despedirme según mis necesidades.
Volviendo al tema principal, la mayoría de los manifestantes eran drogadictos, qué duda cabe, que pretenden que se les sigan recetando libre y gratuitamente todo tipo de medicamentos a los que se enganchan con placer. Exigiendo además, tan alterados como irresponsables, vacaciones pagadas, descuentos en los transportes públicos, cines y teatros, luz y calefacción gratuitas y toda una serie de prebendas que otros no pueden gozar.
Las terroríficas secuencias visuales vistas ayer en televisión mostraban a esa horda ("comunidad de salvajes nómadas o grupo de gente que obra sin disciplina y con violencia", según la RAE), profesionales de la subvención y, lo que es peor, gamberros experimentados, comunistas, anarquistas y ateos, pretendiendo que el Estado no recorte sus derechos con propuestas irreales e inconvenientes.
Decían algunos, envalentonados, que debería el Gobierno, mediante Decreto-Ley, reducir a la mitad el sueldo de los futbolistas de élite, que no puede ser que por darle una patada a una pelota ganen, según el caso, más que uno que ha cotizado 40 años. No se dan cuenta de que su propuesta puede ser nefasta para el deporte en general, el magnífico espectáculo balompédico en particular, y afectar al ocio indispensable de todos.
"Ladrones, fachas, corruptos" les gritaban al gobierno, como si ellos no hubieran robado nunca y siguieran haciéndolo. No se dan cuenta, o no quieren darse cuenta, de lo mal pagados que están nuestros abnegados representantes públicos. No sabían ayer la noticia dada hoy: que nuestro próximo ex ministro de economía, el señor De Guindos, renuncia a su ministerio para ser vicepresidente del Banco Central Europeo, cargo tan exigente como mal pagado, apenas 340.000 euros para tal preparación y mayor dedicación. Se les olvidan las emocionantes confesiones de otros políticos o consortes de políticos que mal llegaban a fin de mes, o cuyos hijos paseaban (a pesar de su colección de deportivos) casi desnudos, con una mano delante y otra detrás. Esa precariedad política es la que justifica que, de vez en cuando, tengan que aceptar a regañadientes la exigua propina de algún empresario tacaño, que no valora suficientemente las contrapartidas, mas por necesidad y no -como se dice- por ambición desmedida.
Esta horda de jubilados radicales ha llegado a cuestionar que la solución a sus males sea económica, decantándose más bien por una solución política. ¡Qué sabrán ellos de economía si el único concepto que manejan es el derroche! El problema, si no saben gestionar su riqueza, es suyo y no de terceros. Si tan sólo invirtieran una parte de lo que malgastan en envenenar con chucherías a sus nietos podrían atesorar ahorros considerables o pagar los impuestos que en el presente no pagan y se resisten a pagar. Tozudos y egoístas, no piensan en otros que -en este mundo global- padecen más que ellos.
Que la solución pasa por crear empleo dice rajoy eme punto. Y no le creen argumentando que sus hijos, que sus nietos están parados. Pues que se muevan, como dijo el sarcástico. Los viejos empecinados dicen que se debería repartir de otra forma la riqueza, que los ricos..., que el gasto militar..., que los privilegios a las iglesias..., que los paraísos fiscales..., que las reposiciones debidas a la corrupción..., que los fraudes fiscales... Cómo se ve que ellos no gobiernan y no conocen la dificultades de gobernar.
Primero los viejos subversivos. Luego las feministas amargadas (el 8 de marzo). ¡A dónde vamos a ir a parar! Sólo falta que también los parados se movilicen. Y que los jóvenes con sueldos precarios se pongan a reivindicar lo imposible. El efecto contagio es un riesgo a tener en cuenta. Habría que frenar cuanto antes a esta horda. Una propuesta lógica para la estrategia de la distracción: que se construyan gradas sin fin en las explanadas frente a los estadios y que se facilite el libre acceso a los pensionistas para contemplar las épicas batallas entre los gladiadores y otros hinchas, diversión garantizada, realidad y espectáculo, un entretenimiento mejor que contemplar pájaros que sólo calientan la cabeza.
Si lo anterior parece o pudiera parecer extremo, decir (para los despistados que todavía no se han enterado) que nuestro mundo está cambiando como nunca. Que se mete en la cárcel a quien fantasea con matar (¿quién no ha tenido alguna vez en su vida ese pensamiento?) mientras queda impune el que de verdad mató. Y no sólo nos referimos a los que mueren en su selva o en nuestro mar, en nuestras minas o en sus miserias. Si ustedes recuerdan: un rey asesina un elefante (hay pruebas) y con pedir perdón se resuelve el conflicto. A un pobre diablo lo multan por usurpar la cara de Cristo. Al pobre ingenuo rapero que se atreve a meterse con la policía, la guardia civil y la monarquía, sin oficio para elaborar sus versos sin el respaldo de un argumento incuestionable, lo condenan a tres años y medio. En ese plazo, con suerte para el segundo, quizá pueda jugar al baloncesto una semana con el cuñado del monarca. Se fuerza la retirada de obras ¿de arte? de ferias y exposiciones. Se fuerza el miedo y se procura la auto-censura (siempre más efectiva y barata que la censura misma).
Para afrenta de la historia, se pasa de puntillas sobre el camino de otros: casas reales y reyes idiotas en los lienzos de Velázquez, fusilados y ahorcados en Goya, desnudos y monstruos y esqueletos en el Bosco... Ya lo dijo Octavio Paz (y tantos otros): no es posible ponerle "puertas al campo".
Vladímir Putin ataca con argumentos a los arrogantes científicos ateos. Al menos hay que prestarle atención. Sobre este gobierno y esta Europa y estos sobre-naturales organismos mundiales de gobierno, hay algo más que se nos escapa. Miles y miles de jubilados salieron ayer a la calle para cuestionar a sus dioses. Eso habría que tenerlo en cuenta. Eso y tantas otras cosas.
Salvador Alís.
lunes, 19 de febrero de 2018
MULTITAREAS
MULTITAREAS
Despierto. Tomo un café. Pasa algo. Y ya estoy de nuevo en la cama
a punto de amanecer. Que los días son cada vez más cortos es una realidad
que no puedo negar. El mundo, a mi edad, se ha reducido a una pequeña esfera
sobre la que difícilmente me tengo en pie.
Tan lejos queda aquella etapa infantil, cuando el día no se cerraba,
el verano significaba eternidad y el universo no era concebible.
Ahora vivo cercado por relojes exactos. Al alcance de la mano las galaxias
y claras al entendimiento las distancias siderales.
En esta acuciante brevedad de los días, muchos procesos deben ejecutarse
de manera simultánea dentro de mí.
Para un cerebro tan indisciplinado como el mío la tarea resulta abrumadora.
Apartar a un lado el miedo o el vértigo de habitar este insignificante planeta
flotando en una inmensidad aterradora. Alimentarme de forma adecuada.
Cumplir unas mínimas reglas de higiene. No perder el autobús.
Trabajar con aviones. Andar diez o doce kilómetros diarios.
Mantenerme informado. Escuchar. Hablar. Tener una opinión fundada
y argumentos para sostener las críticas. Leer un libro. Resolver un sudoku.
Escribir una página. Mantener a raya las exigencias de mi sexualidad.
Insistir en los dibujos inacabados. Acariciar a mis gatas.
Recapacitar sobre la última película vista, Génova, de Michael Winterbottom.
Cumplir las promesas dadas. Enviar fotografías. Una carta.
Mantener vivas relaciones en el tiempo y la distancia.
Releer y ordenar poemas. Datar fragmentos. Hacer sitio a las miniaturas.
Limpiar la casa. Actualizar las contabilidades públicas y privadas.
Representar a los impresentables. Reírme con los payasos.
Ejercitarme en el sublime y necesario juego del ajedrez.
Preparar el próximo viaje (Granada). Pensar en otros viajes debidos.
Hacer regalos. Responder llamadas. Pedir hora con mi siquiatra.
Considerar por qué se incrementa el deseo y la fantasía de la muerte
(de otros). Hacerme a la idea de que pronto crecerá a nuestro lado otra vida
simple e ingenua, vital y bella. Preocuparme por un futuro extraño.
Recordar un pasado que se acrecienta hasta lo insoportable.
Y la nevera de vinos vacía y los cajones llenos de papeles.
Darme cuenta de las diferencias y las similitudes. De las mentiras
que vuelan como pájaros mecánicos, con sus alas torcidas
y sus ojos lentes que discriminan de acuerdo a las instrucciones.
Es cierto que los días pasan y olvido regar mis plantas.
No puedo negar que mi agenda, toda ella confusión y tachadura,
ya no sirve de guía ni de mapa. Mi cerebro externo soporta esta crisis.
Almacena imágenes y fórmulas matemáticas, trasciende puertas,
aporta datos precisos, se orienta a través del laberinto de mis ideas.
Pero no soy yo. Quién iba a decirme que pasaría en un abrir
y cerrar de ojos de la oscuridad a la luz. Esta luz insoportable.
Lámpara que no se apaga y que ilumina la mesa y el suelo, la pared
y la estantería, el libro abierto y el cuaderno cerrado, las monedas sueltas
y los billetes rotos. De tanto en cuanto doy un paso, guardo un secreto.
Me he comprado un reloj Kyboe enorme, de acero y caucho,
5,5 centímetros de diámetro y las saetas en su lugar y a su hora.
Ayer el perro fue símbolo y rey para los chinos de mi barrio.
Su año nuevo y mi viejo deseo. La camarera del nuevo bar de la plaza
tiene las mejillas de porcelana y los ojos de cristal. Amanece.
Me acuesto. Se alternan sueños dulces y dulces pesadillas.
Porque al fin todo, lo que agrada y desagrada, es la misma miel,
la misma densidad. Menos el polvo con el que hay que luchar.
El polvo parásito de los libros y las lecturas. Pendientes quedan
las clasificaciones, los índices, los archivos.
¿Cómo enfrentarse a todo ello? De 24 horas uno duerme, con suerte,
seis, trabajo ocho y gasta dos en los traslados, una para el baño
y otras tres, al menos, para preparar la comida y comer.
Quedan cuatro para las multitareas antes descritas. Entonces
¿qué se puede hacer? Dejarse llevar sin duda por lo que apetece
en cada momento. Escribir esta entrada consume mi crédito horario.
Escuchar una canción es un lujo que me suelo permitir
a costa de restarle tiempo a mi necesaria dosis de silencio.
Escuchar una canción que quizá nada diga a quien pueda escucharla,
pero que a mi me dice todo lo que en esta noche necesito oír.
Si un genio se ofreciera a cumplir mis tres deseos fundamentales,
le pediría tiempo, y tiempo y más tiempo.
Salvador Alís.
Despierto. Tomo un café. Pasa algo. Y ya estoy de nuevo en la cama
a punto de amanecer. Que los días son cada vez más cortos es una realidad
que no puedo negar. El mundo, a mi edad, se ha reducido a una pequeña esfera
sobre la que difícilmente me tengo en pie.
Tan lejos queda aquella etapa infantil, cuando el día no se cerraba,
el verano significaba eternidad y el universo no era concebible.
Ahora vivo cercado por relojes exactos. Al alcance de la mano las galaxias
y claras al entendimiento las distancias siderales.
En esta acuciante brevedad de los días, muchos procesos deben ejecutarse
de manera simultánea dentro de mí.
Para un cerebro tan indisciplinado como el mío la tarea resulta abrumadora.
Apartar a un lado el miedo o el vértigo de habitar este insignificante planeta
flotando en una inmensidad aterradora. Alimentarme de forma adecuada.
Cumplir unas mínimas reglas de higiene. No perder el autobús.
Trabajar con aviones. Andar diez o doce kilómetros diarios.
Mantenerme informado. Escuchar. Hablar. Tener una opinión fundada
y argumentos para sostener las críticas. Leer un libro. Resolver un sudoku.
Escribir una página. Mantener a raya las exigencias de mi sexualidad.
Insistir en los dibujos inacabados. Acariciar a mis gatas.
Recapacitar sobre la última película vista, Génova, de Michael Winterbottom.
Cumplir las promesas dadas. Enviar fotografías. Una carta.
Mantener vivas relaciones en el tiempo y la distancia.
Releer y ordenar poemas. Datar fragmentos. Hacer sitio a las miniaturas.
Limpiar la casa. Actualizar las contabilidades públicas y privadas.
Representar a los impresentables. Reírme con los payasos.
Ejercitarme en el sublime y necesario juego del ajedrez.
Preparar el próximo viaje (Granada). Pensar en otros viajes debidos.
Hacer regalos. Responder llamadas. Pedir hora con mi siquiatra.
Considerar por qué se incrementa el deseo y la fantasía de la muerte
(de otros). Hacerme a la idea de que pronto crecerá a nuestro lado otra vida
simple e ingenua, vital y bella. Preocuparme por un futuro extraño.
Recordar un pasado que se acrecienta hasta lo insoportable.
Y la nevera de vinos vacía y los cajones llenos de papeles.
Darme cuenta de las diferencias y las similitudes. De las mentiras
que vuelan como pájaros mecánicos, con sus alas torcidas
y sus ojos lentes que discriminan de acuerdo a las instrucciones.
Es cierto que los días pasan y olvido regar mis plantas.
No puedo negar que mi agenda, toda ella confusión y tachadura,
ya no sirve de guía ni de mapa. Mi cerebro externo soporta esta crisis.
Almacena imágenes y fórmulas matemáticas, trasciende puertas,
aporta datos precisos, se orienta a través del laberinto de mis ideas.
Pero no soy yo. Quién iba a decirme que pasaría en un abrir
y cerrar de ojos de la oscuridad a la luz. Esta luz insoportable.
Lámpara que no se apaga y que ilumina la mesa y el suelo, la pared
y la estantería, el libro abierto y el cuaderno cerrado, las monedas sueltas
y los billetes rotos. De tanto en cuanto doy un paso, guardo un secreto.
Me he comprado un reloj Kyboe enorme, de acero y caucho,
5,5 centímetros de diámetro y las saetas en su lugar y a su hora.
Ayer el perro fue símbolo y rey para los chinos de mi barrio.
Su año nuevo y mi viejo deseo. La camarera del nuevo bar de la plaza
tiene las mejillas de porcelana y los ojos de cristal. Amanece.
Me acuesto. Se alternan sueños dulces y dulces pesadillas.
Porque al fin todo, lo que agrada y desagrada, es la misma miel,
la misma densidad. Menos el polvo con el que hay que luchar.
El polvo parásito de los libros y las lecturas. Pendientes quedan
las clasificaciones, los índices, los archivos.
¿Cómo enfrentarse a todo ello? De 24 horas uno duerme, con suerte,
seis, trabajo ocho y gasta dos en los traslados, una para el baño
y otras tres, al menos, para preparar la comida y comer.
Quedan cuatro para las multitareas antes descritas. Entonces
¿qué se puede hacer? Dejarse llevar sin duda por lo que apetece
en cada momento. Escribir esta entrada consume mi crédito horario.
Escuchar una canción es un lujo que me suelo permitir
a costa de restarle tiempo a mi necesaria dosis de silencio.
Escuchar una canción que quizá nada diga a quien pueda escucharla,
pero que a mi me dice todo lo que en esta noche necesito oír.
Si un genio se ofreciera a cumplir mis tres deseos fundamentales,
le pediría tiempo, y tiempo y más tiempo.
Salvador Alís.
jueves, 15 de febrero de 2018
RÉPLICA A IVO ANDRIC
RÉPLICA A IVO ANDRIC
Quisiera escribir de nuevo, escribir algo más, otra vez y otra. Pero he escrito ya tantas cosas, durante tanto tiempo. Y entonces, escribir ¿para qué? Y, sobre todo, ¿para quién? ¿Quién tendría que leerme y por qué? Y si alguien me leyera, ¿acaso me entendería? Ocurre con frecuencia: escribo y a continuación borro lo escrito; o tomo notas en hojas de papel de indudable calidad y después las arrugo y lanzo a la papelera, algunas no caen dentro y ruedan por el suelo de la habitación, despiertan el interés de las gatas, son un juguete para ellas. Debería escribir una carta y no la escribo. Debería revisar miles de páginas escritas, pasar a limpio unas, quemar otras. Se va instalando en mí una pereza creciente, una desgana como flor escéptica cuyo aroma fácilmente me aturde.
"Empiezo a despertarme de un sueño profundo, pero despacio. Sigo dormido, pero se asoman destellos de la vigilia. Y pienso: debería levantarme ahora, prender la luz y, completamente despierto, escribir una página, una de las que desde ayer quise poner en papel. Ahora podría hacerlo. Y podría decidir por mí mismo cómo sería esa página: triste, alegre, indiferente, de qué trataría y a quién estaría dirigida. Todo eso aún depende de mí y sé que lo haría con facilidad. Pero si cedo ante esta cálida y agradable carga que me clava al lecho y me retiene en la oscuridad y si vuelvo a hundirme en la inconsciencia y en el sueño, sé que jamás escribiré esa página y cuando me despierte de nuevo, ella se quemará y oscurecerá como el papel fotográfico para copias. Aún todo depende de mí, pero yo vacilo y la noche pasa."
Ivo Andric. Signos junto al camino. Sexto piso. 2016. Pág. 100.
A veces pienso que estoy hecho de palabras, que todo yo soy una palabra compleja y muy larga, confusa, impronunciable... Esa palabra quizá sea mi nombre verdadero. Y todavía no sé cómo me llamo. No quisiera escribir desde el odio, la nostalgia, la falta de esperanza, la sospecha de un fracaso. Pero en ocasiones no lo puedo evitar. Al menos de vez en cuando recapacito y vuelvo atrás. Me despierto cada día frente a un par de miles de libros. Que todo está escrito es lo primero que me viene a la cabeza. Pero no es verdad. Si realmente lo creyera no seguiría en este momento escribiendo para negar la posibilidad de la escritura. Muchas historias son la misma historia, pero son distintas según quien las cuenta. Abro de nuevo los Signos junto al camino, lectura aplazada durante meses que, sin embargo, no se ha movido de la mesilla de noche. Aparto a un lado los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau, libro leído ayer. Y decido que, aunque se trate de la misma obsesiva idea, si por casualidad algo interrumpe mi sueño encenderé la luz y anotaré la idea, la primera línea de esa carta por escribir, las tres palabras necesarias para expresar lo que siento.
"(Cuando ese hombre escribía), casi cada oración suya descorría la cortina de alguna nueva vista pero de manera breve y caprichosa, por lo que uno no podía discernir si esa vista que llegaba a mirar por un instante era parte del mundo real o tan sólo un juego de la imaginación, una ilusión que sería borrada al instante por otra ilusión y al final, después de todo, quedarían el silencio y el vacío como las únicas cosas reales y estables."
Ivo Andric. O. cit. Pág. 284.
Si no me equivoco al contar, tengo cinco lectores fieles, algunos otros ocasionales, algunos más casuales. Y eso ¿qué significa? ¿Por qué tendría yo que exhibirme ante una gran multitud? ¿A quién puede interesar mis paseos en círculo, mis tropiezos, mis encuentros no trascendentales, mis dudas constantes ante las bifurcaciones del camino? Si digo lo que pienso -pero no todo lo que pienso- es para uso propio, para contentarme a mí mismo. Cambian los modos, pero la esencia no cambia. Algún antepasado mío hablaba a solas en voz alta, alguno incluso gritaba; yo simplemente escribo.
"Él jamás llevaba un diario. Ni siquiera de joven. Sentía un asco particular, profundo y casi supersticioso hacia ese asunto. Cualquier intento de establecer una vivencia para siempre y anotarla de manera irrevocable le parecía empobrecer su propia vida. Le llenaba de pavor la idea de que su vida pudiera no ser algo distinto de lo que es, que todas las puertas estuvieran cerradas y todo fuera denominado con un solo nombre para siempre."
Ivo Andric. O. cit. Pág. 528.
He aquí una contradicción. Hacia la mitad de mi vida arrojé a una chimenea para tal fin encendida mis diarios de juventud. Pero luego, a partir de entonces, he guardado celosamente, obsesivamente, hasta la última línea del último fragmento de papel guardado en el último bolsillo de la última de mis chaquetas. Nunca salgo de casa sin el pilot. Mi cabeza no cesa de imaginar frases y mis manos no descansan. Debería escribir varias cartas y libros de palabras. Se las debo a los muertos y a los vivos. Se las debo a quienes hice sufrir y a quienes amé (y aún amo). Pero ¿qué hacer ante esta pereza vital y literaria? ¿cómo afrontar este reto? Deberían bastar tres palabras. Y así pudiera yo descansar y todo fuera dicho.
Salvador Alís.
Quisiera escribir de nuevo, escribir algo más, otra vez y otra. Pero he escrito ya tantas cosas, durante tanto tiempo. Y entonces, escribir ¿para qué? Y, sobre todo, ¿para quién? ¿Quién tendría que leerme y por qué? Y si alguien me leyera, ¿acaso me entendería? Ocurre con frecuencia: escribo y a continuación borro lo escrito; o tomo notas en hojas de papel de indudable calidad y después las arrugo y lanzo a la papelera, algunas no caen dentro y ruedan por el suelo de la habitación, despiertan el interés de las gatas, son un juguete para ellas. Debería escribir una carta y no la escribo. Debería revisar miles de páginas escritas, pasar a limpio unas, quemar otras. Se va instalando en mí una pereza creciente, una desgana como flor escéptica cuyo aroma fácilmente me aturde.
"Empiezo a despertarme de un sueño profundo, pero despacio. Sigo dormido, pero se asoman destellos de la vigilia. Y pienso: debería levantarme ahora, prender la luz y, completamente despierto, escribir una página, una de las que desde ayer quise poner en papel. Ahora podría hacerlo. Y podría decidir por mí mismo cómo sería esa página: triste, alegre, indiferente, de qué trataría y a quién estaría dirigida. Todo eso aún depende de mí y sé que lo haría con facilidad. Pero si cedo ante esta cálida y agradable carga que me clava al lecho y me retiene en la oscuridad y si vuelvo a hundirme en la inconsciencia y en el sueño, sé que jamás escribiré esa página y cuando me despierte de nuevo, ella se quemará y oscurecerá como el papel fotográfico para copias. Aún todo depende de mí, pero yo vacilo y la noche pasa."
Ivo Andric. Signos junto al camino. Sexto piso. 2016. Pág. 100.
A veces pienso que estoy hecho de palabras, que todo yo soy una palabra compleja y muy larga, confusa, impronunciable... Esa palabra quizá sea mi nombre verdadero. Y todavía no sé cómo me llamo. No quisiera escribir desde el odio, la nostalgia, la falta de esperanza, la sospecha de un fracaso. Pero en ocasiones no lo puedo evitar. Al menos de vez en cuando recapacito y vuelvo atrás. Me despierto cada día frente a un par de miles de libros. Que todo está escrito es lo primero que me viene a la cabeza. Pero no es verdad. Si realmente lo creyera no seguiría en este momento escribiendo para negar la posibilidad de la escritura. Muchas historias son la misma historia, pero son distintas según quien las cuenta. Abro de nuevo los Signos junto al camino, lectura aplazada durante meses que, sin embargo, no se ha movido de la mesilla de noche. Aparto a un lado los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau, libro leído ayer. Y decido que, aunque se trate de la misma obsesiva idea, si por casualidad algo interrumpe mi sueño encenderé la luz y anotaré la idea, la primera línea de esa carta por escribir, las tres palabras necesarias para expresar lo que siento.
"(Cuando ese hombre escribía), casi cada oración suya descorría la cortina de alguna nueva vista pero de manera breve y caprichosa, por lo que uno no podía discernir si esa vista que llegaba a mirar por un instante era parte del mundo real o tan sólo un juego de la imaginación, una ilusión que sería borrada al instante por otra ilusión y al final, después de todo, quedarían el silencio y el vacío como las únicas cosas reales y estables."
Ivo Andric. O. cit. Pág. 284.
Si no me equivoco al contar, tengo cinco lectores fieles, algunos otros ocasionales, algunos más casuales. Y eso ¿qué significa? ¿Por qué tendría yo que exhibirme ante una gran multitud? ¿A quién puede interesar mis paseos en círculo, mis tropiezos, mis encuentros no trascendentales, mis dudas constantes ante las bifurcaciones del camino? Si digo lo que pienso -pero no todo lo que pienso- es para uso propio, para contentarme a mí mismo. Cambian los modos, pero la esencia no cambia. Algún antepasado mío hablaba a solas en voz alta, alguno incluso gritaba; yo simplemente escribo.
"Él jamás llevaba un diario. Ni siquiera de joven. Sentía un asco particular, profundo y casi supersticioso hacia ese asunto. Cualquier intento de establecer una vivencia para siempre y anotarla de manera irrevocable le parecía empobrecer su propia vida. Le llenaba de pavor la idea de que su vida pudiera no ser algo distinto de lo que es, que todas las puertas estuvieran cerradas y todo fuera denominado con un solo nombre para siempre."
Ivo Andric. O. cit. Pág. 528.
He aquí una contradicción. Hacia la mitad de mi vida arrojé a una chimenea para tal fin encendida mis diarios de juventud. Pero luego, a partir de entonces, he guardado celosamente, obsesivamente, hasta la última línea del último fragmento de papel guardado en el último bolsillo de la última de mis chaquetas. Nunca salgo de casa sin el pilot. Mi cabeza no cesa de imaginar frases y mis manos no descansan. Debería escribir varias cartas y libros de palabras. Se las debo a los muertos y a los vivos. Se las debo a quienes hice sufrir y a quienes amé (y aún amo). Pero ¿qué hacer ante esta pereza vital y literaria? ¿cómo afrontar este reto? Deberían bastar tres palabras. Y así pudiera yo descansar y todo fuera dicho.
Salvador Alís.
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