viernes, 24 de noviembre de 2017
LOS CENTAUROS DE ITALIA
Pocos días antes de emprender viaje a Italia, compré un libro que me pareció adecuado para leer en los aviones y, tal vez, alguna noche en una cama extraña y con la escasa luz de una lamparilla inadecuada. Ese libro, elegido por no importa qué razones pero favorecido por su portada, fue El oficio ajeno de Primo Levi. Soy de los que creen que las casualidades se dan en la vida de forma apabullante, tan rápidas que en ocasiones pasan inadvertidas, tan extrañas que en ocasiones cuesta reconocerlas, tan ajenas a nuestro análisis que nos esquivan sin interrogantes ni huellas. Casualidades que suceden, para maravilla del que repara en ellas, en los momentos en que la sensibilidad se ejercita en ese juego donde también participan el azar, los ojos, los oídos, la memoria, la experiencia, páginas leídas y pasos dados sobre los bordes de la realidad.
Una casualidad es una repetición diferente, algo que, significando lo mismo, ocurre para ser otra cosa. En la portada de El oficio ajeno aparece un centauro arrogante, que dobla los brazos hacia afuera apoyando el dorso de las manos en su cadera; un cuerpo caballuno, cuatro patas, cola roja y un bigote que me recordaba el mío de hace algunos años. A decir verdad, el rostro del centauro se parecía a mi rostro en una fotografía de 1976, cuando tenía veinte años y esa arrogancia del centauro.
En el Foro de la ciudad muerta, Pompeya, hay un amplio pedestal sobre el que se eleva un centauro armado. El arma es una lanza, pero el centauro carece de brazos y manos.
El 12 de noviembre de 2017 quedaba todavía en Pompeya la última estatua de Igor Mitoraj, después de su exposición (entre mayo de 2016 y enero de 2017) y su muerte.
Tengo que reconocer que en la vorágine del viaje, me costó descubrir que el centauro de Pompeya no era una obra original, romana al menos, sino la obra de un loco contemporáneo que imitaba la grupa de un caballo clásico, en bronce, abriendo allí una ventana o caja que contenía el rostro, la cabeza de otro hombre (nunca el jinete, el hombre de acción; nunca el adiestrador, el hombre de gobierno; nunca el autor, el hombre de pensamiento y, por supuesto, nunca una reproducción del propio centauro), seguramente un observador irónico.
Los turistas contemplan y fotografían al centauro de Pompeya, se agrupan para la contemplación y las fotografías, son en su mayoría japones ávidos de piedras y volcanes. Ignoran que a su vez, el rostro en la grupa del caballo los contempla a ellos y transmite esa imagen a su creador, Igor Mitoraj, muerto en 2014.
La lectura de Primo Levi en los aviones ha sido provechosa. Hay que reconocer que ha sustituido el inquietante zumbar de las turbinas por una escritura calmada y clara, donde uno goza de la tranquilidad de leer al tiempo que se le ofrecen paisajes nítidos y descifrables.
Hubo en Italia constelaciones, azulejos, etiquetas de vinos; por todas partes (y esto significa también casualidad) representando el dibujo de Sagitario, mi signo en lo que corresponde al día en que nací.
Un centauro con un arco, un centauro con una lanza pero sin brazos, un centauro con los brazos doblados por los codos en actitud desafiante.
No se encontraron en Pompeya centauros calcinados, algunos perros sí (no he visto cadáveres de gatos); ni los hay reales en la literatura ni en la pintura.
Yo no podría ser un centauro-sagitario, ni mirar de lejos al Vesuvio desde el Foro o desde la mesilla de noche de la casa en el suburbio de Iaconte, a 362 metros sobre el nivel del mar, coronando Vietri sul Mare, en aquella terraza donde admiré las estrellas. Pero se han dado tres coincidencias, tres casualidades que, sin ser las mismas, equivalen en cuanto a símbolos: la flecha puede ser disparada, imposible arrojar la lanza, se espera una respuesta y el que pregunta no se contenta con el silencio.
Salvador Alís.
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