Árboles quemados en las laderas del Vesuvio. 11-11-2017. Fotografía de Salvador Alís.
Desde la playa de Castellammare di Stabia contemplo el Vesubio imponente insertado en una lejanía azul. Esto sucede el 12 de noviembre de 2017. Un día antes completé la subida hasta el cráter, estuve en esa falsa cima que ahora voy recordando como si de alguna forma volviera a encontrarme sobre ella. A pesar de algunas nubes, el once fue un día luminoso.
¿Por qué he subido al volcán? ¿Cómo es que he podido hacerlo? Es obvio que porque otros lo hacen constantemente, yo solo no me hubiera atrevido. Creo que nadie lo hace por la noche y que, cuando el tiempo es malo, se suspenden las excursiones. Pero en días soleados como éste, cientos de personas pueden aventurarse en la hazaña de llegar hasta el borde y trazar en él una paseo semicircular.
Ese enorme agujero, donde nada ha cambiado desde 1944, tiene 600 metros de diámetro y 200 de profundidad. Diecinueve siglos antes pudo acabar con la vida de decenas de miles de habitantes de Pompeya.
El gregarismo de nuestros días implica casi siempre falta de respeto hacia los que no se unen y prefieren permanecer separados. Turistas nacionales y extranjeros, curiosos en general, amantes de la naturaleza, activos estudiantes y nerviosos jubilados se juntan en el parking a unos mil metros de altura y comienzan a caminar, a veces en fila india, por el camino de tierra negra que desemboca en el cráter; aunque cada uno respira a su compás, y cada uno tiene sus propios pensamientos y alguno planea llevarse en los bolsillos 3 ó 4 piedras volcánicas.
En lo relativo a esas piedras: las hay rojizas, como grumos solidificados de hierro que antes fue líquido; las hay verdosas, contaminadas por el azufre que antes de ser polvo fue gas; las hay negras, pero no con la frágil textura del carbón sino con la aparente dureza del cristal, aunque sin brillo y sin alma; y las hay grisáceas, compactas como sólo las piedras grises pueden serlo, sin temor a mostrar su extrañeza ante el volcán.
Durante la ascensión se pueden ver un par de lugares con tenderetes de souvenirs, donde el visitante crédulo puede adquirir desde una calavera hasta un león (de tamaño natural la primera, miniatura el segundo) siempre tallados en lava. Y, por último, al final del recorrido, hay un tercer lugar con los mismos recuerdos, las mismas baratijas y una novedad: dos pequeñas barricas de madera con vino blanco y vino tinto. Pido un vaso (en realidad un vasito de plástico transparente) de Lacrima Christi del Vesuvio y hago algunas fotos. Soy uno más entre muchos.
En este caso la cámara hace el papel de escudo, se interpone entre el enorme agujero y uno mismo, equilibra las emociones -por así decirlo- como al pesar en una balanza de platillos nuestros latidos y sus disparos, nuestro corazón alterado y el vacío expectante que contemplamos, con resultado igual a una perfecta verticalidad del fiel de esa balanza.
De haber subido solo, de no mediar el distanciamiento de las fotografías y el rumor de otras voces y otros pasos, creo que sentiría pavor ante la visión del cráter, algo parecido en intensidad aunque desprovisto de miedo ante la segunda visión, la externa: laderas del volcán, ciudades llanas, el mar, las islas. Es tanta la luz que en las fotografías, deslumbradas, no pueden apreciarse los detalles.
Para alcanzar esta meta -ver con los ojos pero no ser capaz de fijar una instantánea- fue necesario equivocarse, tomar otro camino que se detenía repentinamente ante una verja de hierro con un cartel que anunciaba el parque forestal del Vesuvio, entre miles de altísimos pinos quemados no hace mucho. Fue necesario bajar otra vez al nivel del mar, o casi, hasta Torre Annunziata o Torre del Greco, ya no lo recuerdo, y de nuevo volver a subir.
El parking del Vesuvio no es más que una larguísima carretera en el bosque. Desde el parking hasta el comienzo propiamente dicho de la zona de ascensión a pie, unos dos kilómetros asfaltados, una furgoneta con una decena de asientos se encarga del transporte de pasajeros, los que han utilizado vehículo propio descartando los autobuses, para depositarnos en el final de la curvada vía, entre tenderetes de souvenirs y cápsulas de plástico alineadas para atender las necesidades incontenibles, en esos momentos y esas alturas, de muchos desconcertados visitantes.
Según diversas guías, la ascensión desde aquí hasta el borde puede durar 15, 30 ó 45 minutos. Tuve que detenerme unas seis veces para que mi corazón normalizara su ajetreo. El aire más puro, la visión tan despejada. Subir a una montaña siempre tiene algo de ritual: requiere un esfuerzo adecuado a sus características morfológicas (físicas y lingüísticas), dando por supuesto que, al alcanzar la cima, se habrá coronado una cierta altura y una considerable comprensión.
Apurando el último sorbo de Lacrima Christi, apoyado en una endeble barrera de troncos frente al abismo de más de 1.200 metros y ante el infinito mar, se me ocurre pensar que en el fondo un volcán no es más que un enorme culo, uno de los miles de culos de que se vale la Tierra para expeler sus gases nocivos y su incandescente materia fecal.
El conductor de la furgoneta que nos trasladó desde el parking hasta la recepción propiamente dicha del cráter, amenizó el breve trayecto con la siguiente historia: "En julio de este año, un hombre subió al Vesuvio con un perro y una botella de gasolina. Echó la gasolina sobre el perro, le prendió fuego y lo dejó correr."
Salvador Alís.
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