sábado, 17 de julio de 2021

VEJEZ

 VEJEZ 


"En la vida pasa como con el ajedrez: en ambos trazamos, ciertamente, un plan, pero este queda total y completamente subordinado por aquello que, en el ajedrez, se le antoja hacer a nuestro adversario y, en la vida, al destino." 

Arthur Schopenhauer. El arte de sobrevivir. Herder. 2018. Pág.: 103. 


Saberlo todo y no saber nada. Una flor se abre al atardecer, su rojo intenso será visible en la noche y manchará de lejos a la blanca luna y competirá con las estrellas. Más lenta o más urgente, esa flor mudará su color. Y al amanecer, frente a un nuevo espejo, se verá consumida y agotada y tendrá que marchitarse. 

El espejo vertical, entre la cama y el armario, polvoriento por costumbre y enmarcado hace ya tantos años que no recuerda su origen, devuelve insensible la imagen de un cuerpo asimétrico: una oreja más grande y despegada del cráneo, un párpado que vencedor se desliza y cae más abajo, un brazo derecho que supera en músculo al izquierdo, las venas del dorso de una mano más pronunciadas y más azules, los gastrocnemios y sóleos diferentes de una pierna a otra, la nariz torcida y la imposible horizontal del labio superior. 

Cuando uno anhela volver atrás en el tiempo, releer lo ya leído, contemplar otra vez lo ya visto, sin la precipitación original, pausadamente, de nuevo El señor de las moscas y de nuevo el Diario de la guerra del cerdo, y escribir el último poema como el primero y titularlo Ingenuidad. 

Más joven, más alto, más fuerte, más bello y ambicioso, el semidiós se enfrenta a todos los que entran y salen de la casa común. El inconsciente no ha sabido evaluar la presencia del dios enmascarado que ensaya en público la trágica virtud de la humildad. 

Un escenario inmenso, plataforma del salto y el despegue, que vincula la tierra y el cielo, donde se declama, se grita, se guarda silencio. Los recién nacidos se atascan en la repetición, lenguaje mínimo para entenderse entre ellos, en su ámbito. Los que llegan, sin duda fatigados, al punto de escape o puerta de salida, luchan contra la tentación de desandar sus pasos, volver a enmascararse y, a solas y en pie en el centro del proscenio, confesar que su personaje no es real y, pese a quien pese, insistir en que el mundo aparente no es el mundo verdadero y el dios de la escena se conforma con ser un simple actor. 

La legítima ambición por dar la vuelta al mundo, más tarde que pronto, se revelará como fracaso puesto que el mundo es redondo, el principio es final y el final es principio. 

Sentir el cuerpo propio como ajeno, los latidos, la respiración, la sed y el hambre, la falta de sueño y, al tiempo, los sueños en exceso, el ímpetu lo mismo que el cansancio, las heridas que no cicatrizan porque algunas células sanguíneas se volvieron locas, y la constante posibilidad de la locura. Todo lo que no se sentía ni importaba entonces, lo que ahora preocupa y gira sin cesar alrededor de uno. 

Esta vejez incómoda e inmerecida, cuando aún se espera recibir aquella carta escrita y no enviada, cuando se aplaza indefinidamente la escritura, la firma y el sello. Y todo lenguaje se anula en el acto de ser pronunciado porque nada de lo dicho invalida al gran silencio donde nace. 

El árbol de tus pulmones arde con brasa interna, con lentitud exasperante, humo que no se ve, calor atenuado por la vida y por el aire. Toda cuestión concerniente al destino se vuelve contra La pared, y a favor de La pared, pues ese muro invisible encierra la máxima significación. 

De los bosques impenetrables huyen los pájaros perdiendo plumas y llamas, y se desbordan los ríos eligiendo el fango. Ningún incendio ni tormenta inquietan ya al viajero que se ha valido de la caña verde para doblegar su camino. 

Sentado aquí, contemplando la vida que pasa, indiferente a viajes espaciales, experto en el arte de la imaginación, arma jamás usada en plenitud, pinturas que habrán de sobrevivir a su paisaje y autorretrato, desde que comenzó el verano creando la estructura de una historia, justificando un título, obra final, quizá obra maestra y perdida: El azar y la higuera

Tantos años regalados. Vejez. 


Salvador Alís.



 











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