DOS POEMAS DEL 19
Ayer encontré un cuaderno perdido. En él, un solo poema fechado en julio de este año:
LOS FUMIGADORES
Vistos desde la conciencia impersonal y ciega de los ojos de la noche,
son dos hombres que parecen bailar alrededor de los árboles.
Uno porta sobre su espalda un depósito metálico, negro y rectangular,
lleno de un líquido insecticida invisible y fatal.
Con la mano diestra empuña la corta lanza que difunde el veneno
entre las hojas, los frutos y las flores,
y con la siniestra acciona la palanca que produce los estallidos
de lluvia tóxica que el viento desvía en ocasiones.
El segundo hombre, mientras tanto, persigue al primero
con su discurso doliente
salpicado de silencios tácticos que buscan conmover.
Las micro partículas de insecticida crean nubes instantáneas
en la forma y el tamaño de las copas vegetales.
Las sandalias del verano se hunden irremediablemente
en el suelo blando y húmedo de esta tierra fumigada.
Ambos dan vueltas alrededor de las plantas asombradas:
uno cumple con dedicación su función de jardinero
y el otro, con esmero, confiesa en voz alta sus traiciones y su culpa.
Las palabras que relatan tristes hechos pasados
brotan del fumigador sin depósito aparente,
y envuelven al primero, que desconoce su alcance y su intención.
Salvador Alís.
Y esta tarde, a la hora de la siesta, imaginé el poema que sigue y que aún no acaba:
ACONTECIMIENTO EN EL BOSQUE
Traicionando el natural sigilo de los lobos, este lobo corre
de un lado para otro haciendo mucho ruido
y aullando como un loco. Entra y sale del bosque,
de un salto cruza el río, sube a la cima de la montaña,
le da la espalda a la luna.
Este lobo ha desaprendido la infalible estrategia de la caza
que la voz del lobo y el instinto le enseñaron desde siempre.
No comprende que se delata con sus acrobacias y cambios de sentido,
poniéndose en evidencia y ahuyentando a las presas.
Más que lobo parece un payaso al que toda pirueta se le quiebra,
un encantador que no acierta con los encantamientos.
Hay otros habitantes en este bosque, otros desconciertos.
Los conejos, divertidos, asoman sus cabecitas blancas
por las bocas de las madrigueras,
y abren sus redondos ojos amarillos
y levantan sus largas orejas peludas y sonrosadas
para contemplar el espectáculo, mientras expulsan a la noche,
en forma de otros aplausos,
las risas cortadas por sus afilados dientes blancos.
El conejo se burla del lobo, así es,
y hasta puede sentir por él alguna compasión
pues lo ve aturdido y desorientado.
Pero el lobo cree dominar el bosque, se siente dueño y señor del miedo,
desafía a la oscuridad y a las estrellas,
pisotea las hojas caídas, a los guijarros, a las hormigas.
Hambriento corre de un lado para otro mientras esparce,
como señal de peligro, su olor a lobo por todas partes.
Hay otros habitantes en este bosque, otros deslumbramientos.
Los pajarillos a los que el lobo impide dormir
lo miran condescendientes desde la altura de sus nidos.
Los peces que navegan bajo el agua que fluye montaña abajo,
con los ojos permanentemente abiertos, lo ven saltar sobre su río.
La luna, a la que el lobo ignora, lo ilumina sin embargo
haciendo brillar su pelaje plateado.
Este lobo incapaz de controlar su ambición y sus defectos,
acechado él mismo por su propia intensidad,
este lobo ansioso hacedor de locuras,
este lobo finalmente enloquecido por su bosque,
este lobo convencido de ser un hombre.
Salvador Alís.
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