EL VUELO DE CHRISTOPHER WALKEN
Uno de mis actores más admirados es Christopher Walken. Me enamoré de él en aquella secuencia en que le propina un brutal puñetazo en el hígado a Rupert Everett en El placer de los extraños (película dirigida por Paul Schader, con banda sonora de Angelo Badalamenti, y basada en una novela de Ian
McEwan con guión de Harold Pinter).
Christopher Walken es el mismo actor que en Pulp Fiction (de Quentin Tarantino) interpreta a un soldado, veterano de la guerra de Vietnam, que visita al hijo de un camarada fallecido para hacerle entrega de un reloj de oro que su padre y él mismo habían salvado de la guerra escondiéndolo en sus culos.
El oro y la mierda, la brutalidad y el deseo: no dejan de ser imágenes simbólicas cuya ironía, más y menos evidente en los ejemplos citados, está implícita en los gestos, muecas y miradas del que actúa.
Al acabar el año 2017, el cielo sobre la ciudad se ha iluminado con el estallido de fuegos artificiales. Pero dos horas más tarde ha comenzado a soplar el viento. Las luces en el aire y el aire movido por quién sabe qué fuerzas también son imágenes que representan otra cosa, que guardan un secreto. La luna casi llena no es ahora símbolo de nada pues es simplemente un hecho.
Es importante no olvidar que los secretos existen mientras se guardan. Hoy, por primera vez en los últimos años, no he dado yo un primer paso. He decidido permanecer a la espera.
El problema de alguien que escribe consiste precisamente en que pone sus secretos por escrito y, de no ser destruidos mediante accidente o por propia voluntad, en el momento adecuado y en la forma requerida, tarde o temprano, esos secretos verán la luz, es decir estallarán como cohetes en el aire y el viento los esparcirá y llevará de un lado a otro sus colores hasta que algún día, finalmente, se desvanezcan y olviden.
La circunstancia de que un año acabe y otro comience tampoco es símbolo sino convención. Y puesto que entre mis aspiraciones rara vez se cuenta el acatamiento de los convencionalismos, en lugar de ir a las doce uvas voy a la página nueve de las Cuatro narraciones sobre las apariencias de Celati, y leo: "Contaré la historia de cómo Baratto, al volver una noche a su casa, se quedó sin pensamientos, así como las consecuencias que se derivaron de su vida de mudo, que duró una larga temporada." Esa tentación, la mudez, en tanto condición elegida, me asalta sin sorpresa alguna pues hace tiempo que la espero.
Y ese golpe de Christopher Walken lo he soñado tantas veces. Aunque nunca, sin embargo, he necesitado ocultar mi reloj. Soy consciente de mi tiempo, sé que a menudo llego tarde a mis citas, y hasta a veces dudo si llegar. Pero el encuentro que se intuye simbólico y real, el último y en cierto modo el primero, tendremos que conseguirlo mediante el vuelo. Admito que si tú no me entiendes es porque yo no me entiendo. Y seguro que hace falta entenderse.
No obstante, y a pesar de todo lo dicho en un sentido u otro, el entendimiento no convencional ilumina en ocasiones la noche en que la memoria compró un pasaje de barco en camarote para surcar un mar oscuro hacia otra luz.
Mis últimos días tienen la densidad de una gelatina impura y sin embargo dulce. Mi reloj de acero se deja llevar en la muñeca izquierda con su peso relativo y su alto brillo. Nada sucede por casualidad. Si el actor vuela en su baile, si escucho esta canción, si busco esta fotografía y modifico esta otra, si aguardo pacientemente y no me someto a proyectos utópicos ni a prioridades sin fundamento, debe ser porque todo lo que me rodea se sujeta a un plan preconcebido.
Quizá yo mismo guarde para mí un secreto del que no soy consciente. Quizá convierta en monedas simbólicas mis pensamientos para comprar los sueños que estoy soñando. Christopher Walken baila como un demonio y vuela como un ángel.
Salvador Alís.
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