Había una vez un perro negro y un perro amarillo...
(No pretendo ser original. Nunca lo somos.
Pero esta es mi versión de los hechos.)
...enfrentados en una tierra de perros.
Un perro negro y un perro amarillo se ladran el uno al otro desde extremos opuestos del mundo. Ambos abren desmesuradamente sus bocas para aparentar fiereza e impresionar al contrario. Y así exhiben sus colmillos balísticos, sus caries nucleares, mejillas imberbes y perfecta y falsa dentadura. Que se peleen, o incluso que se maten entre ellos, no sería problema si lo hicieran en parque cerrado al público, en un campo aislado, en una ciudad deshabitada. Pero sucede que lo hacen a la vista de todos, en medio de la pacífica gente que pasea por pasear, en el epicentro de una aldea global, ante los niños, ante otros perros, ante los gatos... Esos ladridos que no cesan y ese desafío desaforado molesta a muchos, interfiere con la merecida tranquilidad, impide el sueño. ¡Que se callen de una vez, que cesen sus ladridos, pues en el fondo son dos cobardes retándose sin decisión! Perros ladradores atormentados por sus malas pulgas. Si algo significan las armas atómicas (al margen de su horror implícito), si algo deben significar, su simbolismo se resume en un solo concepto: disuasión. Tras la Segunda Guerra, tras Hiroshima y Nagasaki, sin considerar las múltiples guerras parciales, locales, ideológicas, religiosas, racistas, de género, exterminio animal, o contra la naturaleza misma..., si algo ha impedido la Tercera Guerra ha sido precisamente el equilibrio en el miedo, al saberse los grandes enemigos poseedores de los resortes que activarían la aniquilación total. Dentro del contexto de la Guerra Infinita, la guerra fría no ha sido la peor de las soluciones. Si la guerra como atributo humano no es desterrable, al menos que pueda ser contenida bajo ciertos límites. Al menos eso. Pero claro, la diferencia entre la gran guerra y las guerrillas nunca será de calidad sino de cantidad. Y en el cerebro obstinado de un perro sometido por su violencia, miles de millones son un peligro para su ego canino. ¿Quiénes sobran entonces? Lógicamente los que, obstinados y más impertinentes aún, se oponen a su camino. Seguro que ni el perro negro ni el amarillo han leído a Bertrand Russell. Del negro, por desconocimiento, no diré nada que contradiga su juventud e inexperiencia. Del amarillo, por su afición a los sublimes mensajes que acostumbra a publicar en Twitter, diré que sus torcidas reflexiones están condicionadas por el dinero y su afán de ganar más y más, objetivo máximo de su vida imposible para el 99 % de sus adoradores supremacistas, engañados por el espejismo de un títere vocero al que conviene, como dice Lila Downs, ni siquiera nombrar. ¡Pobres países, tierras de perro, que no han visto nacer un filósofo que de tal se valga, que no han escuchado una verdad propia, que no han sabido oír, convencer a otros (salvo excepciones cinematográficas) de que la ética debe imponerse a la muerte! "Y por qué no". Desde aquí recomendar, sino al perro amarillo, a cualquiera cercano a él (que por una improbable casualidad conozca Common sense and nuclear warfare), que lea en voz alta al menos el prefacio. Lo peor es que los dos perros son líderes de otras tantas jaurías sin personalidad, perros reprimidos, adiestrados y nerviosos que adoran (por convencimiento u obligación) la rabiosa bandera que agita el primero, igual que agita la cola sobre el culo, porque ese movimiento y esa agitación enerva a muchos sin argumento. Tanto el perro negro como el amarillo presumen de disponer de los más competentes asesores militares. Pero comparten la misma carencia estética, ya que son igualmente feos y confían su pelaje a los peores peluqueros. De manera que, pretendiendo ser héroes o dioses, no consiguen otra cosa que ser ridículos. Quizá sea un prejuicio, pero lo es de forma generalizada: se suele asociar la fealdad con el mal. Díganme si alguno de ustedes ha sentido la misma inquietud al cruzarse en una noche oscura, en una calle solitaria, con una persona horrible o con una beldad. Estos dos perros, para desgracia suya y nuestra, son indudablemente feos. Y lo que caracteriza sobre todo su fealdad son sus ladridos, que no vienen a cuento, pero que sin duda hay que contar, su ignorancia, su ceguera de futuro, su infantilismo, su irresponsabilidad. Tristísimos perros que no respetan su condición de perros, perros sarnosos que lo son porque se rascan sin cesar y sin motivo: sepan que hace siglos que los griegos pensaron la democracia; los chinos, la pólvora; y pueblos más antiguos, la muerte. Yo conviví una vez con un perro, un pastor alemán raro entre sus hermanos; no le enseñé más de lo que él me enseño; recuerdo sus ojos y siento un amor que no podría explicar. Hay perros y perros. Pero en general prefiero a los gatos. No ladran como idiotas. No sacan las uñas sin causa justificada. Y sus colmillos son sus defensas y jamás me han amenazado. Para quienes hayan sentido temor ante los ladridos que pretenden acallar otras voces y expresiones necesarias, entre otros posibles antídotos, lean la obra citada de Bertrand Russell o vean la película Kedi de la turca Ceyda Torun. Aprendan algo, conserven la calma, no se dejen intimidar por estos perros que ofenden a su clase y a otras vidas, pues enfermos de sí mismos, por embriaguez de poder o por intensidad de resistir, ignoran el mal que causan y, a fuerza de ladrar, ya no oyen ni sus propias palabras.
Salvador Alís.
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