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Fotografía de Frank Albert Rinehart (USA, 1861-1928). |
En una época determinada de mi infancia tuve tres amigos. Formábamos una banda o pandilla o como quiera llamarse. Y un buen día -no recuerdo a propuesta de quién- se planteó entre nosotros la peliaguda cuestión de elegir un jefe.
Yo no albergaba dudas al respecto: naturalmente -pensaba- el jefe debo ser yo. Con independencia de que en realidad fuese así, me sentía el más capaz, el más inteligente e imaginativo, el más arriesgado, el que siempre iba un paso por delante de los demás.
Para mi sorpresa, mis tres amigos cuestionaron mi liderazgo, argumentando que cada uno de ellos podía también desempeñar ese rol.
La solución al conflicto -esto lo recuerdo bien- fue idea mía: todos seríamos jefes, yo el jefe nº 1 y los demás, respectivamente, jefes nº 2, 3 y 4. Mi sugerencia fue aceptada sin demasiada oposición y los cuatro quedamos relativamente satisfechos.
En aquellos días felices, la anécdota no implicó mayores consecuencias: seguimos jugando y divirtiéndonos juntos mientras los veranos parecían eternos. Pero ahora que el tiempo ha pasado con tanta velocidad como inclemencia, las conclusiones son otras.
Todos los niños desean ser jefes. Mimados o castigados, por derecho o por despecho, todos los niños sueñan con imponerse a otros niños e incluso a los adultos.
Al final, de los cuatro amigos, uno -doctor en medicina- acabó siendo jefe de médicos y pacientes en un hospital; otro -prestigioso abogado- fue jefe en un despacho de leyes y delitos; y otro ha sido alcalde, jefe de políticos y ciudadanos. Sólo yo -¡qué paradoja!- no he sido jefe de nada; en algún momento indeterminado de mi vida, la aspiración me pareció repugnante (ese poder sobre otras personas no lo quise nunca detentar).
En la actualidad tengo muchos jefes, pues la sociedad que soportamos, profundamente jerarquizada y burocratizada, propicia que así sea. Lo cierto es que no reconozco a ninguno como tal y a ninguno obedezco, finjo -por conveniencia- acatar sus órdenes, pero en lo más íntimo los desprecio o compadezco y sigo creyéndome superior a todos ellos -acertada o equivocadamente, aunque el sentimiento es verdadero.
No todos los jefes son iguales. Hay grandes jefes y medianos y pequeños, y hasta jefes de pacotilla. Y no pueden ser ni buenos ni malos; son simplemente jefes -lo que no es tan superficial como parece, si nos detenemos un instante a pensar en ello.
Para ser jefe de algo, rara vez se nombra uno a sí mismo (la excepción serían los dictadores, algunos iluminados); y rara vez son nombrados por los colectivos sobre los que ejercerán su mandato. Y me refiero a nombramientos desde la libertad, por supuesto, y no a la pantomima de las llamadas elecciones democráticas.
Lo que suele ocurrir -el procedimiento- es que un jefe de más alto rango nombre a sus jefes inferiores o subalternos. Y en ese nombramiento hay siempre oportunismo y manipulación.
Yo, que soy muy listo -se dice el jefe superior-, te nombraré a ti como jefe nº 2 ó 3 ó 4, porque eres tan tonto que acatarás mis decisiones sin cuestionarlas e impondrás a otros mis normas sin que yo tenga que dar la cara ni resultar expuesto.
Pero ese jefe superior, a su vez, tiene otro jefe superior que lo ha nombrado y que, igualmente, piensa de él que es un tonto útil al que puede manipular a su antojo. Y esta escalera de verdaderos tontos y falsos listos sube hasta las alturas más vertiginosas y se pierde en el Cosmos.
También por el lado contrario, hasta en lo más bajo de la estructura social, en las cloacas de la humanidad, encontraremos jefecillos jugando al juego de mandar (juego que, básicamente, consiste en imponer a otros una voluntad absurda que nunca se apoya en la razón y a menudo en el interés particular).
En aquellos lejanos tiempos de la infancia, cuando todavía no repudiaba, por inconsciente, esta delirante realidad, y cuando en ocasiones la pandilla de cuatro se dividía en dos para jugar a indios y a vaqueros, invariablemente, yo siempre intentaba ser el jefe de los indios.
Y es que ser jefe de los indios, seguro que resulta más gratificante que -por ejemplo- ser jefe de los curas, jefe del dinero, jefe de los soldados o jefe de la mafia.