CAUSA Y EFECTO

CAUSA Y EFECTO

En la noche acabada o a punto de acabar, una luz insignificante
viene desde el firmamento protegida y escondida en su velocidad
y se hunde sin dolor en el centro de tu frente,
entre tus cejas-arcos de una arquitectura inmóvil,
y siembra una semilla que en milésimas de segundo germina
y hunde raíces y alarga inverosímiles ramas como enredadera
y florece y da frutos y pierde hojas y muere y renace
y acelera las estaciones, los ciclos, las voluntades,
hilo conductor de casualidades que producen reacciones
no previstas, una sala oscura y sin aire donde la fotografía
del rostro de Louise Bourgeois ejerce el poder de su imagen
sobre sus pequeños formatos, y días después, adormecido
tras un día de duro trabajo, despiertas a un documental
sobre la franco-norteamericana y ves sus celdas, sus arañas,
y descubres que ese documental se emite con motivo
de la exposición que el Guggenheim de Bilbao
ha compuesto y dispuesto hasta el cuatro de septiembre,
razón por la cual, a las cinco de la mañana, te lanzas frenético
sobre el ordenador para conseguir un vuelo y un hotel,
decidido y arrepentido, poseído, incapaz de sustraerte
a la causa y al efecto, llamado a fijar una meta a medio plazo,
a confiar en vivir lo suficiente, a realizar ese viaje que,
a pesar de su breve intensidad, procurará largueza
a otro año que comenzó torcido o enrevesado,
y te propones, como seguro y reserva de intenciones,
construir un gato gigante, un gato que cause admiración
y temor, porque todo es inevitablemente dual,
fin y principio, azar dibujado por la máquina diseñada
para dibujar el azar, y entre la pequeña araña y la gran araña,
la sonriente Mara te vende un cuaderno hecho a mano,
papel artesanal y cubiertas de cuero, cosido en líneas rectas
y paralelas y cruces arriba y abajo, primera y última página
llamadas de agua, y la idea de tener un cuaderno uno 
y un cuaderno dos, y el hecho de haber obtenido recientemente
una pluma estilográfica, refuerzan el propósito de escribir
una carta titulada vida, y al tiempo te preguntas
(o te pregunta la luz) si el gato-vivo no será más importante
que la representación del gato, y por qué la obra importa más
que el autor, por qué una nace mientras el otro muere,
por qué aunque cambie el escenario y cambie la música, nunca,
nunca cae el telón, nunca se escucha el aplauso final, nunca
se concede el perdón ni el descanso y, ni vuelto de espaldas,
puedes quitarte la máscara, mostrar tu piel maltrecha,
tu imposibilidad de ser otra cosa que el espectador
de tu papel, por más que Mara intente venderte una marioneta
articulada, vestida, ofrecida para ser usada, por más
que en la noche acabada o a punto de acabar
te reclamen los pájaros y los cantos de los pájaros
y acuestes tu cabeza-enredarera sobre la almohada hundida
por el deseo no satisfecho, por el deseo de seguir
contemplando las estrellas y que tu deslumbrante enemigo,
el sol de los últimos días, sea derrotado por la persiana
que te habla sin palabras, voz acusadora, causa y efecto:
más vale dormir cinco horas que no dormir nada...,
más vale saber algo que no saber, más vale ser que no ser,
más vale distanciarse que aproximarse,
más vale no ser claro no siendo oscuro
y apurar la copa de vino que mañana contendrá agua salada.

Salvador Alís.

NO DEBERÍA

NO DEBERÍA

No debería decir la verdad, porque... ¿acaso sé yo qué es la verdad?
No debería utilizar la memoria para justificar como cierto lo aventurado,
pues la memoria difiere de los hechos, relato subjetivo
que el tiempo -no yo- interpreta y expone siempre desplazado.

No debería hablar de dinero, de lo que cuesta un libro, una camisa,
un trago... Exponer los precios sólo se hace en los escaparates baratos.
Es de mal gusto y ofende, sobre todo a quienes lo poseen.

No debería hablar de sexo, de lo que he gastado, visto, jugado,
apostado y perdido. No debería mencionar que aún fluye,
que aún vive el deseo y que el deseo se transforma cada noche
en otra cosa, luces descarnadas cuando la piel se apaga.

No debería lanzar esas luces, valores, apuestas y recuerdos,
que previamente pasaron por la piedra de afilar hasta despojarlos
de todo lo que no fuera filo, corte y alma, como ataque inesperado.

No debería escribir sobre la escritura, enhebrar líneas sobre líneas
por falta de espacio o por ansiedad imparable...,
palabras que a muchos pueden quemar los ojos
y hacer que desvíen la mirada por miedo a la ceguera.

No debería desnudarme en mitad del páramo, lejos del río
donde el espejo constante del agua multiplica y deforma la desnudez,
lejos del bosque donde mi desnudez no es rival para los árboles.

No debería llegar y volver en un instante, mientras otros tienen dudas
acerca de cómo anudarse los cordones de los zapatos,
poner en relación el peso de mi cuerpo y su inteligencia impensable,
en relación mis pensamientos y la ausencia de pensamientos.

No debería hacer ostentación de la seriedad, la tristeza, la melancolía,
guardar como un secreto inconfesable las ganas de reír,
la solución ya resuelta de esta adivinanza burlesca.

No debería interesarme la ciudad, el estado, el planeta, el universo...,
preguntarme dónde acaba una y comienza el otro, si hay un fin,
si no lo hay, cuántas estrellas mueren cada mil años,
cuántos mundos son posibles, por qué no ahora, por qué después.

No debería, como de costumbre, leer textos que no entiendo,
sólo por el inenarrable goce de las sensaciones,
solo porque sentir tal vez sea preferible a entender.

No debería idolatrar las botellas, el humo blanco y el humo verde,
las pastillas para dormir, los discursos y las miniaturas...,
argumentar que la economía, la pornografía, la política y otros excesos
me procuran sueños tranquilos, agotamiento, renovación.

No debería separarme de mí mismo, dividir mi carácter,
cambiar de personalidad como si cambiase de traje,
como si poseyera unos cuantos pasaportes intercambiables.

No debería volver al pasado, rastrear las huellas, seguir a la presa...,
¿qué clase de cazador y con qué recursos, con qué armas,
haría tal cosa y con qué objetivo si el pasado ya es inalcanzable
y únicamente puede ser observado a distancia?

No debería amar sin palabras, odiar sin reparo, volar con miedo...,
pero a los pulmones del amor les cuesta ya respirar,
las agujas del odio no descansan y algún avión se estrella.

No debería soñar con el próximo viaje y sus escalas,
atravesar mares, atravesar nubes, aterrizar en islas desconocidas,
exhibir públicamente el proceso y el deterioro de los viajes
ya cumplidos y por cumplirse, el avance y el retroceso.

No debería acariciar leones, subir a las altas montañas que no existen,
adelgazar hasta caer entre las rejas de las alcantarillas,
imaginar castillos, encender un solo fuego en la oscuridad.

No debería llamar la atención, destacar, ignorar la ley...,
ensimismado, discreto, sin prestar oído a nada
que no sea esta música que suena por todas partes y suena
porque tiene que sonar.

No debería tocar la flauta, calzarme las botas del gato,
hacerme con un reducido lexikon sueco-alemán de 1937,
relegar la realidad a un segundo plano.

No debería contemplar mi rostro, las manchas, las cicatrices,
el desvanecido verde de mis ojos, los párpados caídos,
los surcos en la frente, las hojas de afeitar rotas y gastadas,
los dientes inestables, las horas de mi rostro a todas horas.

No debería evitar, olvidar, ignorar, despreciar..., buscar en la noche
mi rigidez, el gesto que me caracteriza, apoyado en el marco,
asomado a la ventana, elevado sobre la calle oscura.

No debería. Tal vez no debería. Y, sin embargo,
si no hiciera lo que hago y no fuera lo que soy, ¿cómo podría
escribir este poema, cómo podría siquiera escribir, cómo podría
vivir y sentirme vivo y no poner ya punto y final?

Escritura que me escribe -nada original, por otra parte,
mas cosa cierta-, escritura que se escribe a sí misma
a partir de mis contradicciones. 

Salvador Alís.





SOMBRAS Y AUTORRETRATOS






Fotografías de Salvador Alís. Museo de Es Baluard. Palma. 18 de mayo de 2016.

PUERTAS ABIERTAS

PUERTAS ABIERTAS

Louise Bourgeois

Hoy anunciaron jornada de puertas abiertas en museos, y decidí volver a Es Baluard (donde sólo estuve una vez) para volver a decepcionarme. No hablaré de las maravillosas vistas interrumpidas por raquíticas palmeras, de la pinacoteca de última fila, ni de la mayoría de pesadas, inmóviles y polvorientas esculturas al aire libre. Quiero señalar únicamente los pocos detalles que con gusto llamaron mi atención: un grabado de Louise Bourgeois, otro de Dalí, un pequeño ángel blanco (su cabeza, parte de un ala) pidiendo silencio, un hombre que parece surgir de un punto de luz muy lejano, un monigote de Miró y la sombra que producía en la pared, el Bou de Santiago Calatrava contra el cielo y, quizá, una colección de cuchillos de hojas nada prácticas.

Apenas llevo leídas 74 de las 296 páginas de La última posada y ya he comprado otra obra de Kertész: Diario de la galera. Me he preguntado por qué compro libros. ¿Por amor, por amistad, por soledad, por placer, por manía, por búsqueda de respuestas...? Creo que el libro me estaba esperando, como por casualidad, igual que por casualidad he vuelto a ver a la inglesa que fumaba en Es Baluard, una mujer madura (tal vez sobre los cuarenta años) y de una belleza extraordinaria. Ambas cosas, madurez y belleza, me interesan especialmente; el sexo (o la posibilidad del sexo) ya no.

Lo mejor del museo, sin embargo, era la terraza de su bar, con una barra en forma de U que parecía la barra de un chiringuito de playa acumulando copas usadas, huellas de copas, ceniceros llenos, servilletas de papel húmedas y arrugadas, espuma de cerveza, rodajas de limón mordisqueadas. Mucha gente en la terraza, parejas, grupos, personas solas (como yo mismo), cubriendo con sus voces una lenta canción de Chantal Chamberland. Sostenidas por la muralla, una veintena de mesillas circulares y alguna sombrilla que el viento obligaba a cerrar. He pedido un copa de vino blanco y he ocupado una de las pocas mesas libres que, casualmente, tenía la superficie pegajosa. No importa -me he dicho-, no importa, mirando las nubes y tras ellas el azul del cielo, las palmeras y tras ellas el azul del mar.

Por un instante, lo mismo que me sucede cuando leo a Kertész, me he sentido otro, alguien diferente a mi yo cotidiano, alguien que imaginé ser o que fui hace ya mucho tiempo..., y no este trabajador de aeropuerto al borde de la jubilación, atacado en consecuencia por un desdoblamiento de personalidad. Por un instante me he sentido libre, a salvo de los aviones, contemplador de pájaros.

He pensado: tengo 60 años 5 meses y 5 días; mido 173 centímetros; peso 66 kilos; camino una media de12 kilómetros por jornada; bebo entre una y dos botellas de vino al día. Soy consciente de que he bajado de peso, de que ando con una herida en el tobillo de lenta curación, de que una sensación molesta en el costado me está advirtiendo algo. No debería... Pero, puestos a pensar, hay tantos "no debería".

A mi derecha, en la terraza del bar de Es Baluard, a unos tres o cuatro metros de distancia, una mujer madura y de una belleza destacable a la que llamaré la inglesa (pues en esa lengua se ha dirigido a las camareras). Sandalias planas de cuero; las uñas de los dedos de los pies pintadas de rojo; largas y bronceadas piernas desnudas y cruzadas; un pantaloncito blanco y muy corto; una camisa azul claro con botones abiertos hasta más abajo de sus pechos; en la muñeca izquierda, una pulsera de hilos trenzados de color a juego con las uñas; en la derecha, un reloj diminuto; sobre la frente, y sujetando y echando atrás su larga cabellera rubia, unas gafas de sol. En el tiempo en que yo tomaba mi copa de vino, ella ha tomado tres, fumando sin cesar y ajena a casi todo lo que no fuese su teléfono móvil, mediante el cual leía y escribía mensajes que afectaban a su expresión, ahora sonriendo, ahora mostrando preocupación, asombro, interés.

He visto pájaros volando en grupo, dirigiéndose hacia algún lugar, con un destino, con un propósito. Y he visto pájaros solitarios y locos que, en lugar de sobrevolar el mundo, se alejaban del mundo, volando hacia las enrarecidas alturas con una obstinación inexplicable. ¿Saben ellos que al elegir esa modalidad de vuelo les espera una muerte cierta?

Parejas, grupos y personas solas; también algunos perros grises y algunos perros blancos. Y muchas voces incomprensibles negando la música. Una decena de alemanes borrachos, alegres y sentimentales, con sus gritos, cantos, movimientos deslavazados, grandes copas de balón en las manos (mojitos, gin-tonics), han ido aproximándose a la inglesa, rodeándola, mirando descaradamente su escote, enamorándose de ella. Miradas directas y primitivas, de los ojos de los machos al cuerpo de la hembra; nada que ver con mi forma sesgada de mirar. Pero la inglesa, sin mostrar incomodidad alguna, ha seguido a lo suyo, vino blanco, cigarrillos, móvil; hasta que ha sentido frío y, sin descruzar las piernas, se ha puesto una chaqueta negra. Me he levantado antes que ella, aunque ella ha salido antes que yo; entonces me he dado cuento de lo alta que era; ha cruzado el puente de Sa Riera  y nuestros caminos se han separado; la he perdido de vista.

He pensado: si compro libros es por amor, por amistad, por soledad, por placer, por manía, por búsqueda de respuestas; por todo eso y algo más que se me escapa. Amor por las palabras, por ejemplo ahora, en esta pausa en la escritura, cuando me sirvo otra copa de vino y abro al azar el Diario de la galera: "Un personaje creado por un escritor no es un ser vivo, sino siempre única y exclusivamente un muñeco: por tanto, es una estupidez tratarlo como un ser vivo." A la afirmación de Kertész, incuestionable, me atrevería a añadir: incluso si el personaje es el propio escritor que se recrea a sí mismo.

Después de atravesar el centro de la ciudad por las viejas y estrechas calles empedradas, cuando me disponía a subir la Cuesta del Teatro, la he vuelto a ver, a la inglesa. Su chaqueta negra apenas le cubría el tercio superior de los muslos. Con la evanescente luminosidad de la tarde-noche he creído ver que de su cara se desprendía otra cara, más bella incluso, felina. De nuevo la he vuelto a perder. Entonces he entrado en Babel y, en cuestión de minutos, he tenido en mis manos el libro.

¿Será porque echo de menos la amistad, o al menos una amistad verdadera, por lo que compro libros de autores a los que sí pueda considerar mis amigos? Con ellos establezco intensas relaciones, un diálogo al que nunca afectan la traición ni las expectativas de ganancia. Ninguno de los elegidos me ha decepcionado. Una soledad también elegida necesita de los libros para prescindir de los personajes. El placer de la lectura y el anti-placer del trabajo; la noche y el día. Lo curioso de algunos libros es que avanzan las respuestas antes de que el lector formule las preguntas.

Dije que el sexo ya no me importa y no es del todo cierto, tendría que explicarlo. Lo que los alemanes borrachos veían en el escote de la inglesa no es lo mismo que yo veía. No me importa la sexualidad real, pero sí alguna forma de sexualidad virtual, imaginada, soñada, tal vez poética. En el grabado (o dibujo) de Dalí, una mujer y un hombre desnudos; ella saca la lengua y el la mira con un solo ojo. Así la miraba yo, con un solo ojo, mientras el otro seguía el vuelo de los pájaros. La serenidad de la madurez, de la belleza, de la lectura. La desazón y la intranquilidad de las puertas abiertas.

Salvador Alís. 



 

  



 

ORDEN Y CAOS

ORDEN Y CAOS

Muchos no lo saben, pero una gran mayoría de medios de comunicación -principalmente prensa escrita y televisión- se anticipan a la muerte encargando a sus mejores especialistas la redacción de obituarios de personajes famosos de cierta edad o en riesgo de morir, mientras estos aún están vivos. De tal previsión podemos decir que se atiene a las reglas de un pensamiento y un comportamiento ordenados. Nada se deja pues al azar ni a la improvisación. La semblanza posterior se define de antemano, se prepara fríamente. Cuando el acontecimiento sorprende y el sentimiento guía las palabras, el caos puede hacer acto de presencia y desbaratar la moderación deseada al servicio del interés que se persigue.

Imre Kertész: "El caos también es orden, pero el orden de otros." Desde hace algunas noches vivo sumido en su caos, en su última posada. Y más de una vez me he preguntado dónde estaba yo y dónde estaba él, por qué no he conocido antes su obra, por ejemplo hace una treintena de años, cuando Kertész se aproximaba a mi edad y yo tenía la mitad de sus años, por qué nunca cayó en mis manos su Sin destino, por qué hasta ahora (¿demasiado tarde?) nuestros caminos no se han cruzado. Traductor de Canetti, Nietzsche y Wittgenstein, y admirador -como yo mismo- de Kafka...; situaciones que lo convierten en alguien cercano, pero accesorias sin embargo puesto que bastan sus palabras para deslumbar y enfatizar el caos luminoso con que superar los colores apagados y sin vida del ordenamiento odiado y aborrecido frente al que uno se levanta y se entrega y se vuelve a levantar.

La siguiente anotación trata del orden y el caos en las costumbres de los gatos. Y la escribo -como la mayor parte de estas anotaciones- sólo para mí, de manera que el lector ocasional puede saltarla sin perjuicio, puesto que en nada atañe a quien no se da por aludido ni sucumbe a curiosidad exacerbada u obsesión -como es mi caso- por el mundo de los felinos. Cada noche, inexcusablemente, poco antes de irme a dormir preparo para mis tres gatas tres cuencos con gelatina de carne o pescado con verduras, marca "Felix", sello "Purina" y propiedad de "Nestlé Suisse". ¡Quién sabe qué aditivos venenos se mezclarán con estas variedades de alimento húmedo (buey con zanahorias, pollo con tomates, salmón con calabacín y trucha con judías verdes)! El caso es que ellas enloquecen antes y después de comer y, después de un tiempo, se relajan y duermen, permitiéndome así poder escribir sin interrupciones. Nube permanece en el suelo, a la expectativa, mientras Lolita y Sombra suben al acero inoxidable del fregadero interfiriendo en la preparación y el reparto, más o menos equitativo, del contenido del sobre sellado que, al ser abierto, expande aromas que trastornan. El privilegio de lamer el borde del sobre pertenece a Sombra. Luego, durante breves minutos y una vez colocados los cuencos en sus respectivos lugares, las tres devoran sus raciones. Pero Lolita (la más vieja, experta e inteligente de las tres) acaba la primera y echa de su cuenco a Sombra (la más joven y las más grande, fuerte y pesada) que, a su vez, echa de su cuenco a Nube (la más frágil y sensible, la de menor tamaño) que, a su vez, busca el cuenco vacío de Lolita. Cada una entonces, luego de haber comido, lame el cuenco de otra pensando, quizá, que allí esté lo mejor, dándose o no dándose cuenta de que todos los cuencos saben igual. Este proceso se repite noche tras noche, en una propensión imperativa que hace caso omiso a las variaciones que yo pueda introducir cuando aparto a una u otra gata con mi pie del cuenco que no le corresponde, porque en la noche posterior y en las que siguen todo tiende a seguir igual. Compartir la vida con gatos puede resultar caótico, pero seguro que en ese caos hay un orden que les pertenece y que, por molesto que pueda parecer, finalmente nos alivia de la carga de tener que soportar nuestras propias leyes (in)humanas.

Si cualquier lector irrefrenable, saltándose o no el párrafo anterior, ha llegado hasta aquí, tal vez se asombre ante el apunte que sigue. Hasta no hace mucho, yo también me interesaba por la cuestión de la eutanasia, la muerte digna, las últimas voluntades (e incluso pretendía pedir consejo, meditar seriamente y redactar algunos documentos), pero después de leer a Kertész he llegado a la conclusión de que el gran problema a resolver es el cuándo, pues el cómo y el por qué ya están resueltos. Kertész va un paso más allá que Márai, mas únicamente en la redacción del propósito, en el diseño de la idea. Márai convirtió el diseño en acto. Kertész no derribó la puerta, esperó a que la puerta fuese abierta desde el otro lado. Pero oigamos a Kertész: "No existe nada más estúpido que  preguntarse por qué nos ha tocado este destino, aunque no entendamos por qué nos ha tocado. Pero el destino es precisamente eso, y todo el mundo paga por haber osado nacer. Esta noche he calculado la distancia que separa el balcón del asfalto y me he echado atrás. Pero tarde o temprano habré de actuar." Pero no actuó; tenía 74 años cuando redactaba estas notas de La última posada; vivió hasta los 86. Con tres años más, Márai se pego un tiro con un revolver. Kertész difiere respecto al método: "No es preciso comprar una pistola ni conseguir morfina. Uno puede tirarse también por la ventana. Es lo más barato."

Respeto y considero dignos de interés a quienes tienen dudas, y a la contra no soporto a los que mienten categóricamente. No soporto a los egoístas e idólatras del orden, a los que pretenden hacer suyo el orden general haciéndolo particular, a los que se creen capaces de ordenar el caos, de someterlo, procesarlo o evitarlo mediante reglas fijas. Nada es seguro, ni la fecha ni el momento de la muerte. Y no obstante, se guardan en los cajones esquelas anticipatorias.

Mi veneno, mi orden, mi caos, mi escritura y mi destino son más seguros y a la vez más inestables, variando de noche en noche, entre las diferentes formas de mi voluntad y mi capricho, según la calidad de las uvas, su variedad y cosecha (en este momento concreto, veneno, orden, caos, escritura y destino confinados en una botella de gewürztraminer del Pago El Enebro).

Al igual que mis gatas, yo también voy lamiendo los cuencos ajenos. Y aunque nada es seguro, dejaré para más tarde mi última nota. Quedan pendientes (siendo razones de consistencia): una carta y una pintura; la presencia y el abrazo siempre dispuesto; el cuidado y la ternura; el oído y la palabra; un penúltimo viaje; un poema posible o imposible que supere a todos los anteriores y que ponga por sí mismo punto y final a esta obra donde tragedia y comedia, orden y caos, son huéspedes principales. Y hay también razones vulnerables, más delicadas, más sutiles: cuando la noche se agota, renuncia, se evade, cuando el día comienza a lamer su cuenco oscuro y entonces son convocados los pequeños pájaros invisibles del amanecer y sus cantos. Entonces, a pesar de todos los pesares, la vida no ordenada y el caos concebido como juego valen la pena, ocupan su lugar -vida y caos- en el pequeño jardín que se abre bajo las ventanas abiertas de mayo, y se iluminan.

Imre Kertész: "La vida es un error que la muerte tampoco arregla. Vida y muerte: todo error."

Los grandes, redondos, negros y profundos ojos de Sombra, ante el sol que apenas se intuye, tratando de adivinar de dónde procede el canto de los pájaros. Nunca lo adivinarán; pero esa mirada fija y obstinada se empeña con absoluta determinación en indagar lo que está pasando en el jardín. Y con eso basta.

Salvador Alís.






 


   

PODEMOS REALMENTE CAMBIAR EL MUNDO?

PODEMOS REALMENTE CAMBIAR EL MUNDO?

En el océano Pacífico, entre las mil y una islas que conforman
el archipiélago Salomón, cinco de ellas han sido tragadas por el mar.
Se discutirá (todavía) si la responsabilidad de la desaparición
corresponde al cambio climático o a los vientos alisios.

Cada cual vive a su manera, según donde viva, cómo viva
y con quién comparta su vida; y así, de esta manera, interpreta el mundo.
El que ha nacido en una ciudad, y no quiso o no pudo jamás
salir de esa ciudad, pensará que el mundo es su ciudad,
ignorando los bosques, los campos donde giran al sol los girasoles,
las montañas inaccesibles, las aldeas perdidas, las orillas,
los acantilados, los desiertos.

Se envían sondas al espacio, dotadas de muchos ojos perspicaces.
Llamadas de auxilio, proyecciones nerviosas de una civilización
atacada por su propia lógica en progreso.
Se busca una vivienda más amplia pues la actual es insuficiente
para acoger a nuestra crecida y desigual familia.
Tantos nacimientos que empequeñecen a la muerte,
tantos invitados acabando con las reservas de alcohol,
tanta gente hablando al mismo tiempo y tanta confusión en las palabras.

El banquero piensa que todo el mundo envuelve
sus bocadillos en papel moneda; el obrero no cualificado,
que la aspereza de sus manos es una constante; el actor,
que todos interpretan a un personaje de ficción; el filósofo,
que todos viven en su pensamiento y sus devaneos.

Que el mundo va de mal en peor no es una opinión ni una teoría.
La historia lo demuestra, la convicción, la fe, la experiencia.
El científico que ha dedicado su vida a la ciencia
cree que todos comprenden o deberían comprender sus leyes.
El creyente sostiene que los designios divinos son inescrutables.
Pero hace apenas cincuenta años llovía en septiembre
y amanecía más temprano.

La universidades son un mundo; las fábricas son un mundo;
las redes y los anzuelos son un mundo; los rebaños
y el perro que los vigila son un mundo; los libros, la música, el arte,
la velocidad y la crueldad son un mundo. Y los gatos y los pájaros
y los pequeños tiburones que se adentran en los puertos
y son alejados y tozudamente regresan.

Simples personas que identifican al mundo con un ritual, una idea fija,
una carretera que abruptamente se interrumpe, un escenario,
un campo tapizado con césped artificial, un cuadrilátero,
una exploración carente de objetivo. Y lo peor de lo peor:
políticos y politólogos empeñándose en controlar la interpretación
general que parte del caos y deriva en el caos.

Tardíamente llegué a multiplicar mis relaciones,
superado el medio siglo, a pesar de lo vivido, visto, gozado y sufrido
hasta la saciedad, a salvo de la ignorancia y hastiado de antemano,
consciente o demasiado consciente del absurdo y del sinsentido,
y víctima del engaño infinito de la enfermedad sin causa.

Descubrir que los pobres del mundo no heredarán el mundo,
eso no fue ninguna novedad. Lo sorprendente es la razón principal:
¡qué pocos se esfuerzan por ampliar su mundo, salir del mundo,
cambiar el mundo desde el lugar privilegiado donde viven!
Al menos una idea, una preocupación, una alternativa, una duda.
Ni siquiera eso. Mientras haya una apariencia de normalidad
y lo normal sea difícilmente cuestionable, mientras las apuestas
sigan abiertas, mientras el dinero fluya de mano en mano,
mientras la pornografía campe a sus anchas
y la corrupción sólo afecte a los cementerios y a la muerte.

¡Cómo ha cambiado este mundo, esta Europa raptada y violada!
Hoy se vende en Nueva York, por más de 15 millones de euros,
una replica de Hitler en cera y resina, arrodillado,
"perturbadora" obra de arte de Maurizio Cattelan; y al tiempo
pocos o muy pocos ven al verdadero enemigo.
Pero a mí no van a engañarme: yo he sido iluminado por la luz
reflejada en los azulejos de la Mezquita Azul, yo he surcado
las anchas aguas del Nilo,
he tocado con mis propias manos las Pirámides,
he dejado mi huella en cráteres de volcanes,
he conocido islas reales, imaginado islas, inventado lugares
donde todo es posible y, en realidad, todo es sueño.

Complejo dilema. Creo que podemos y creo que no podemos.
En cuestión la filosofía de la historia y la filosofía del lenguaje.
Los que hablan no saben lo que dicen;
los que dicen no saben de qué hablan.
Al final se acaba uno convenciendo de que la poesía
es el último reducto, el último hogar, la última posibilidad.

En mis paseos diarios de doce kilómetros, hoy como ayer,
encuentro una pequeña cápsula de perfume: Black Opium
de Yves Saint Laurent, tan publicitada como insultante.
En realidad, cuando uno está acostumbrado al olor de la miseria,
el olfato toma sus propias decisiones.

Mi gran decepción: después (o detrás) de un Nietzsche, un Beckett,
un Castaneda..., encontrarme sólo con esclavos
encadenados a su propia ignorancia.
Pudiera yo haber sido uno de ellos, sí, pero no lo fui.
Y la pregunta que me hago vale para otros:
¿puedes realmente cambiar el mundo o quizá el mundo
te importa tan poco como las cinco pequeñas islas Salomón
tragadas por el mar?  

Salvador Alís.

 


 







miércoles, 11 de mayo de 2016

LA ÚLTIMA POSADA

LA ÚLTIMA POSADA

Recuerdo una escena doblemente terrible: a mi anciana madre, cuando aún era dueña y señora de su vieja casa, quemando papeles (libretas, hojas sueltas, cartas, fotografías) en una ennegrecida y oxidada olla de hierro (preferida antes que la chimenea) en la planta superior abierta a la vista de las montañas y el castillo; y doblemente terrible porque, por un lado, significaba renuncia y pérdida y, por otro, liberación. Antes de que su vida fuera controlada por otros (los hijos, fundamentalmente, y las cuidadoras), decidió desprenderse de partes de su pasado o de su historia que, en letras y en imágenes, podían sobrevivirla. Que yo sepa no quemó libros ni láminas ni cuadros, pero todo lo demás, lo que ella poseía y hablaba de sí, fue echado sistemáticamente a la hoguera. Respetó sin embargo aquellos documentos que afectaban a miembros de su familia o de cuya autoría no era responsable. Y, naturalmente, se salvaron de la quema todos aquellos que por alguna razón ya no estaba en sus manos.

De repente me doy cuenta de que mis preferencias o hábitos de lector han cambiado. No ha ocurrido de un día para otro, pero lo percibo ahora y lo consigno aquí como novedad y descubrimiento. Si hasta hace poco me negaba (en realidad: no me apetecía) leer nada nuevo y prefería, en su lugar, complacerme en relecturas, hoy puedo afirmar que nuevamente me atrae la idea de abrir puertas por vez primera y hacia lo desconocido. Cuando me refiero a mi reciente falta de interés no señalo tan solo a los jóvenes autores, a lo que se publica en la actualidad, sino, en cierto sentido de amplitud, a todo lo que me era extraño, lo no leído, se tratase de quien se tratase (un Homero, un Dante, un Cervantes, un Proust, un Wallace o un Murakami cualquiera) y con independencia de su momento y su edad. No se puede leer todo (aunque se pueda leer mucho). Cuando uno es joven discrimina menos y la curiosidad es mayor, igual porque se dispone o se cree disponer de tiempos de lectura ilimitados, lo que supone un claro error de cálculo. Y a medida que uno envejece y se vuelve consciente de que el plazo se acorta, de que muchas vueltas alrededor de los mismos ejes marean y aburren, cuando la agudeza visual disminuye sin remedio, no le queda a uno otra opción que seleccionar y discriminar al máximo, para terminar (quizá) sus días o sus noches de lector con una escueta recopilación de poemas selectos, citas o fragmentos, ampliados a un tamaño tal que no permita que nuestros ojos se llenen de arena.

Hace unos días compré La última posada de Imre Kertész. Durante un par de noches leí hasta la página 27, pero ayer, antes de acostarme y retomar la lectura, la montura de mis gafas estalló sin motivo aparente. Mis queridas y necesarias gafas de cristales (¿o se trata de un material plástico?) de tres aumentos y falsa concha de tortuga se quebró con un breve ruido seco apenas las puse ante mis ojos. Eso no me impidió seguir leyendo con placer y con asombro, pues en una caja de zapatos guardo una docena de gafas usadas y, entre ellas, encontré unas de repuesto. Kertész murió el pasado 31 de marzo, mas no quiero hablar en particular de él, ni de sus obras ni de su biografía; de todo ello, desde su confinamiento en Auschwitz y Buchenwald hasta la obtención del premio Nobel de literatura, hallará quien lo desee abundantes referencias con solo teclear su nombre en un ordenador. Lo que me tienta es explicar por qué este libro en concreto, al parecer "la culminación de su obra" -como señala en una concisa nota introductoria-, acabado en 2014 y publicado (en la primera edición en castellano) en 2016, llamó mi atención y lo adquirí sin dudar pagando los 24 euros que costaba. Y el motivo se debe simplemente a que se trata de un libro mortuorio.

De un autor que nos gusta puede interesarnos toda su obra, parte de su obra e incluso un único libro (en relación a mis preferencias, los ejemplos serían abundantes y tal vez en otra ocasión se dieran fácilmente siendo núcleo del tema). El primero y el último de un autor querido suponen sin duda ocasiones especiales para acotar y definir su escritura. Quizá por ir cumpliendo años, por mi propia intuición del envejecimiento, por mi reflexión acerca de mis tareas como escritor, voy interesándome cada vez más en los últimos libros. Sobre ellos hay que establecer una partición o clasificación básica: último libro de un autor que ignora que ese, precisamente ese, será su último libro; y último libro de un autor que sabe que va a morir pronto, que ya se está muriendo. A esto vamos. Hace unos años, no muchos, se adueñó de mi biblioteca una de las obras más lúcidas y sobrecogedoras jamás leídas por mí considerando su aparente sencillez: los Diarios (1984-1989) de Sándor Márai, las sinceras, sentidas e interrogantes anotaciones (¡hasta qué punto!) de alguien a quien la muerte va cercando y que, finalmente, decide comprar una pistola, aprende a usarla y dispara contra sí mismo. Y hace menos de una semana, otro escritor húngaro se cuela en mi biblioteca y comienza a hablarme de la muerte y del sentido y significado de una última obra. Entre Márai y Kertész ha habido otros, que no vienen al caso. Creo que Kertész quiso dar lo mejor de sí, a sabiendas de sus dudas y limitaciones. Y su exposición de causa, su justificación, la manera en que describe lo que le impulsa a ese esfuerzo final, es tan brutal -en su simplicidad- que cuando se interrumpe no puede prolongarse sino mediante el silencio.

"Una depresión que dura ya semanas. Vivo fuera de mi novela (...) Gran parte de mi vida es una pérdida de tiempo sin sentido que percibo profundamente. No consigo escapar (...) Las humillaciones físicas de la vejez. La vejez -nunca lo había pensado- empieza de golpe. De un día para otro, casi de un instante a otro. De repente cambia tu postura corporal y no puedes evitarlo. De repente sientes unas ganas tremendas de orinar, como una suerte de ataque, y tienes que resolverlo en cuestión de minutos porque de lo contrario mojas de manera humillante la ropa interior. El golpe más grande es la impotencia, cuando todavía no has perdido, en absoluto, el interés por las mujeres. El otro golpe es el insomnio."

Y yo, que aspiro a ser un escritor radical, comparo la incontinencia urinaria con la incontinencia verbal; vuelvo a pensar en mi anciana madre y me planteo si deberé o no quemar todo rastro de mí. Pero se está haciendo tarde y mañana tengo que compartir mi tiempo con extraños. Como ejercicio terapéutico sustituyo el silencio por la música, el día por la noche, la trascendencia por la ironía. Según los análisis, estadísticas y encuestas, todavía no tengo lectores húngaros. Con todo mi respeto y admiración hacia el autor de referencia: lean a Imre Kertész, sean húngaros o no húngaros, aunque sólo sea un párrafo. De haberlo leído, comprendido y asimilado, muchos egoístas, demagogos y portavoces de la Gran Mentira, callarían avergonzados. Se intuyen tiempos sombríos, aunque brillantes por el deshielo de los polos y la falsa e hipnótica luz de las pantallas donde se refleja a diario nuestra sumisión y necedad. Y con su tolerancia y benevolencia -la de Kertész por supuesto- hago mía esa idea suya, esa genial y acogedora idea: vivir los últimos tiempos que me resten por vivir, no en la vida real, en una novela. Esa novela debería llamarse Días volando. Y no importa si algún día se publica o no se publica. Lo que cuenta es que no tenga un final artificiosamente urdido, que acabe de repente, que resulte inconclusa como, en definitiva, toda vida acaba.

Salvador Alís. 



  

  

TRABAJOS DE AMOR PERDIDOS

TRABAJOS DE AMOR PERDIDOS

"Vosotros por ese camino, yo por éste."
Así acaba Sobre la voluntad en la naturaleza,
obra publicada por Arthur Schopenhauer en 1836,
cuando contaba cuarenta y ocho años de edad,
como ampliación y confirmación
de sus ideas filosóficas fundamentales
ya expuestas en El mundo como voluntad y representación.
El traductor de la obra de Schopenhauer,
y del verso de Shakespeare contenido en ella, a su final
-You, that way; we, this way.-,
fue Miguel de Unamuno, el mismo que contrario
a las traducciones al uso de la comedia de 1595
halló un diferente y acertado título para ella:
El perdido trabajo del amor.

Las damas y los caballeros, la princesa y el rey,
"los señores del crisol y la retorta", 
el mensajero, el paje, el mentiroso, el loco, la muerte..., 
y "hasta sesenta especies de monos", incluidos Berowne y Kant,
todos mezclados en este baile de máscaras
donde abundan las paronomasias, los equívocos,
los incumplimientos.

En la página 115 de la edición de Alianza de 1970,
dice Schopenhauer:
"En las Noticias, de Froriep, año de 1833, número 832,
hay un corto artículo acerca de la locomotividad de las plantas. 
Plantas colocadas en una tierra mala cercana a otra buena
envían a éstas una rama,
tras de lo cual se seca la planta originaria,
prendiendo la rama que se extiende y se hace planta completa."
No es el caso de este árbol de mil pasos, mil raíces,
puesto que las raíces pueden elegir
donde alimentarse sin que el árbol tenga que morir.

"Vosotros por ese camino, yo por éste."
Así acaba Uber die Wille in der Natur, al fin.

Salvador Alís.









 

LOS MAGOS


LOS MAGOS

Este mago, a diferencia del Hans Chans creado por César Aira -que sí era un mago verdadero-, es tan sólo un embaucador: saca de su sombrero a un conejo blanco llamado osama y a un conejo negro llamado obama, mientras el publico (ofendido o halagado según sus creencias y gustos personales) aplaude o patalea, y todo el teatro se viene arriba asegurando la continuidad de la función.

Este mago, pretendidamente perfeccionista en la ejecución de sus habilidades, hace aparecer sobre los espectadores enormes hidrometeoros en forma de estratos oscuros, enfría o congela el patio de butacas e insinúa que un sol todopoderoso podría caer sobre el escenario como un vulgar telón.

Este mago, lector de Homero y de Virgilio, antes de la despedida ordena a sus ayudantes que coloquen en un punto central un gran caballo hueco. Entonces las luces se aplacan, la insurgente música se atenúa, y todo queda supeditado al secreto escondido en el caballo.

Este mago, desde un lado del escenario contempla una torre en el lado contrario, erigida con base firme y sólidos ladrillos y duplicada por un espejo. Sin un soplo, sin que nada vibre, sin que parezca que se accione mecanismo alguno, por la simple fuerza de su voluntad ejercida desde la distancia, la torre cae y el espejo multiplica esa caída en los ojos atónitos de los que pagaron su entrada.

Este mago, admirador de Erik Weisz (también conocido como Houdini), sale por su propios medios de una caja fuerte, se libera en un instante de cadenas de hierro y esposas de acero, respira bajo el agua y produce la impresión de ser sobre-humano o, al menos, de no ser humano.

Este mago nos muestra un truco genial: se sabe de memoria todos los números abstractos y todas las cifras concretas que definen a sus rendidos espectadores: fechas de nacimiento, documentos de identidad, monedas en los bolsillos... Ningún dato escapa a su minuciosa prospección o invasivo escrutinio.

Este mago, que únicamente se vislumbra o intuye como sombra y no como figura real, posee una cualidad sobresaliente: infunde miedo y, más que miedo, pánico. Su truco favorito es conseguir que nadie puede levantarse de su asiento y huir de una situación que no entiende, de un espectáculo desasosegante, de un presagio de trágicos aconteceres.

Este mago corta a las mujeres por la mitad y utiliza sus cuerpos divididos de acuerdo a diferentes experimentos que suelen levantar ovaciones por su insólita osadía.

Este mago gusta de aparecer en escena con ropa de camuflaje, medallas, estrellas, una pistola en el cinto, como un general en primera línea. Despliega sus mapas y campos de batalla y surgen alambradas y trincheras de la nada, el fuego surge de la nada, las hormigas corren asustadas por los mapas, pero el mago tiene botas relucientes y, por cabeza -lo que causa asombro y desconcierto-, un avispero.

Este mago controla el sublime truco de la radioactividad, emite luz y, por momentos, se vuelve invisible, una ola que acelera los latidos del público desde la primera hasta la última fila, incluidos los acomodadores, los técnicos, los músicos, los que preparan cócteles y hasta los que se han vuelto de espaldas.

Este mago se crece ante los abucheos, se enreda en su propia cuerda, mata a las palomas, rompe los cristales y tropieza y pierde -a la vista de todos- las cartas escondidas, los pañuelos anudados, los aros discontinuos, los imanes, los huevos falsos.

Este mago, a diferencia de Rene Lavand -que ejercía con una sola mano-, tiene mil dedos ágiles y mil dedos atrofiados, garras útiles e inútiles pero siempre amenazadoras.

Este mago, pretendido hipnotizador, no tiene en cuenta que algunos ojos reflejan su mirada como escudos pulidos y encerados a conciencia.

Este mago rojo y este mago azul y esquivo, dibujando laberintos en la tarima que los sustenta para que esas líneas, después, se alcen convirtiéndose en muros.

Este mago solicita a un voluntario un billete que, a continuación, romperá en pedazos como hábil banquero depositario de sueños, o un reloj que envuelve con una servilleta de papel y destroza con un martillo, dueño del tiempo y otros valores intangibles.

Este mago que adivina el pensamiento de los que no piensan y creen pensar en algo que el mago adivina.

Este mago autómata, frío y calculador, que reducido a su mínimo tamaño se esconde en su apariencia de mago.

Este mago que impone las manos, que convoca demonios, que entra por una puerta y sale por otra, que se vale de un conjunto de sospechosas cajas -cada una dentro de otra hasta un final inesperado.

Este mago que levita sin que sus pies rocen el suelo, mago etéreo, volador, insustancial.

Este mago -proyección de otro mago detrás del decorado- al que no le afectan los cuchillos ni las balas.

Este mago que distrae del objetivo principal, de la dirección y la meta de su magia.

Este mago entre efusiones de falso humo, entre relámpagos imaginarios de efectiva electricidad y explosiones controladas.

Este mago que gira velozmente y se envuelve en banderas distintas a cada giro, como peonza que cambiara de color una y otra vez sin detenerse jamás.

Este mago sin cabeza que anda sobre las aguas, que logra hacer que un elefante se evapore, que encandila, que oscurece, que provoca.

Este mago solicitado en Siria y Somalia, en Marruecos y en Cuba, en Egipto y en Crimea..., en las capitales del mundo y en los desiertos del mundo.

Este mago real y virtual, filmado por sofisticadas cámaras, teledirigido, programado, sujeto a guiones que nadie comprende y a todos mantienen en vilo.

Este mago llamado cáncer o recaudador, llamado político o público, llamado juego o estrategia, llamado energía o muerte, llamado progreso o abismo, llamado pregunta o respuesta, llamado guerra o diamante, llamado sangre o palabra, llamado verdad o mentira.

Este mago llamado estado y alteración, llamado gobierno y desgobierno, llamado payaso y manipulador, llamado asesino y ofendido, llamado loco y dios, llamado buitre y carroñero, llamado ángel y exterminador.  

Este mago viejo y eterno, irónico y pesimista, fracasado, ajeno, orgulloso de sí, en su penúltima función.

Salvador Alís.