Louise Bourgeois |
Apenas llevo leídas 74 de las 296 páginas de La última posada y ya he comprado otra obra de Kertész: Diario de la galera. Me he preguntado por qué compro libros. ¿Por amor, por amistad, por soledad, por placer, por manía, por búsqueda de respuestas...? Creo que el libro me estaba esperando, como por casualidad, igual que por casualidad he vuelto a ver a la inglesa que fumaba en Es Baluard, una mujer madura (tal vez sobre los cuarenta años) y de una belleza extraordinaria. Ambas cosas, madurez y belleza, me interesan especialmente; el sexo (o la posibilidad del sexo) ya no.
Lo mejor del museo, sin embargo, era la terraza de su bar, con una barra en forma de U que parecía la barra de un chiringuito de playa acumulando copas usadas, huellas de copas, ceniceros llenos, servilletas de papel húmedas y arrugadas, espuma de cerveza, rodajas de limón mordisqueadas. Mucha gente en la terraza, parejas, grupos, personas solas (como yo mismo), cubriendo con sus voces una lenta canción de Chantal Chamberland. Sostenidas por la muralla, una veintena de mesillas circulares y alguna sombrilla que el viento obligaba a cerrar. He pedido un copa de vino blanco y he ocupado una de las pocas mesas libres que, casualmente, tenía la superficie pegajosa. No importa -me he dicho-, no importa, mirando las nubes y tras ellas el azul del cielo, las palmeras y tras ellas el azul del mar.
Por un instante, lo mismo que me sucede cuando leo a Kertész, me he sentido otro, alguien diferente a mi yo cotidiano, alguien que imaginé ser o que fui hace ya mucho tiempo..., y no este trabajador de aeropuerto al borde de la jubilación, atacado en consecuencia por un desdoblamiento de personalidad. Por un instante me he sentido libre, a salvo de los aviones, contemplador de pájaros.
He pensado: tengo 60 años 5 meses y 5 días; mido 173 centímetros; peso 66 kilos; camino una media de12 kilómetros por jornada; bebo entre una y dos botellas de vino al día. Soy consciente de que he bajado de peso, de que ando con una herida en el tobillo de lenta curación, de que una sensación molesta en el costado me está advirtiendo algo. No debería... Pero, puestos a pensar, hay tantos "no debería".
A mi derecha, en la terraza del bar de Es Baluard, a unos tres o cuatro metros de distancia, una mujer madura y de una belleza destacable a la que llamaré la inglesa (pues en esa lengua se ha dirigido a las camareras). Sandalias planas de cuero; las uñas de los dedos de los pies pintadas de rojo; largas y bronceadas piernas desnudas y cruzadas; un pantaloncito blanco y muy corto; una camisa azul claro con botones abiertos hasta más abajo de sus pechos; en la muñeca izquierda, una pulsera de hilos trenzados de color a juego con las uñas; en la derecha, un reloj diminuto; sobre la frente, y sujetando y echando atrás su larga cabellera rubia, unas gafas de sol. En el tiempo en que yo tomaba mi copa de vino, ella ha tomado tres, fumando sin cesar y ajena a casi todo lo que no fuese su teléfono móvil, mediante el cual leía y escribía mensajes que afectaban a su expresión, ahora sonriendo, ahora mostrando preocupación, asombro, interés.
He visto pájaros volando en grupo, dirigiéndose hacia algún lugar, con un destino, con un propósito. Y he visto pájaros solitarios y locos que, en lugar de sobrevolar el mundo, se alejaban del mundo, volando hacia las enrarecidas alturas con una obstinación inexplicable. ¿Saben ellos que al elegir esa modalidad de vuelo les espera una muerte cierta?
Parejas, grupos y personas solas; también algunos perros grises y algunos perros blancos. Y muchas voces incomprensibles negando la música. Una decena de alemanes borrachos, alegres y sentimentales, con sus gritos, cantos, movimientos deslavazados, grandes copas de balón en las manos (mojitos, gin-tonics), han ido aproximándose a la inglesa, rodeándola, mirando descaradamente su escote, enamorándose de ella. Miradas directas y primitivas, de los ojos de los machos al cuerpo de la hembra; nada que ver con mi forma sesgada de mirar. Pero la inglesa, sin mostrar incomodidad alguna, ha seguido a lo suyo, vino blanco, cigarrillos, móvil; hasta que ha sentido frío y, sin descruzar las piernas, se ha puesto una chaqueta negra. Me he levantado antes que ella, aunque ella ha salido antes que yo; entonces me he dado cuento de lo alta que era; ha cruzado el puente de Sa Riera y nuestros caminos se han separado; la he perdido de vista.
He pensado: si compro libros es por amor, por amistad, por soledad, por placer, por manía, por búsqueda de respuestas; por todo eso y algo más que se me escapa. Amor por las palabras, por ejemplo ahora, en esta pausa en la escritura, cuando me sirvo otra copa de vino y abro al azar el Diario de la galera: "Un personaje creado por un escritor no es un ser vivo, sino siempre única y exclusivamente un muñeco: por tanto, es una estupidez tratarlo como un ser vivo." A la afirmación de Kertész, incuestionable, me atrevería a añadir: incluso si el personaje es el propio escritor que se recrea a sí mismo.
Después de atravesar el centro de la ciudad por las viejas y estrechas calles empedradas, cuando me disponía a subir la Cuesta del Teatro, la he vuelto a ver, a la inglesa. Su chaqueta negra apenas le cubría el tercio superior de los muslos. Con la evanescente luminosidad de la tarde-noche he creído ver que de su cara se desprendía otra cara, más bella incluso, felina. De nuevo la he vuelto a perder. Entonces he entrado en Babel y, en cuestión de minutos, he tenido en mis manos el libro.
¿Será porque echo de menos la amistad, o al menos una amistad verdadera, por lo que compro libros de autores a los que sí pueda considerar mis amigos? Con ellos establezco intensas relaciones, un diálogo al que nunca afectan la traición ni las expectativas de ganancia. Ninguno de los elegidos me ha decepcionado. Una soledad también elegida necesita de los libros para prescindir de los personajes. El placer de la lectura y el anti-placer del trabajo; la noche y el día. Lo curioso de algunos libros es que avanzan las respuestas antes de que el lector formule las preguntas.
Dije que el sexo ya no me importa y no es del todo cierto, tendría que explicarlo. Lo que los alemanes borrachos veían en el escote de la inglesa no es lo mismo que yo veía. No me importa la sexualidad real, pero sí alguna forma de sexualidad virtual, imaginada, soñada, tal vez poética. En el grabado (o dibujo) de Dalí, una mujer y un hombre desnudos; ella saca la lengua y el la mira con un solo ojo. Así la miraba yo, con un solo ojo, mientras el otro seguía el vuelo de los pájaros. La serenidad de la madurez, de la belleza, de la lectura. La desazón y la intranquilidad de las puertas abiertas.
Salvador Alís.
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