LA ÚLTIMA POSADA
Recuerdo una escena doblemente terrible: a mi anciana madre, cuando aún era dueña y señora de su vieja casa, quemando papeles (libretas, hojas sueltas, cartas, fotografías) en una ennegrecida y oxidada olla de hierro (preferida antes que la chimenea) en la planta superior abierta a la vista de las montañas y el castillo; y doblemente terrible porque, por un lado, significaba renuncia y pérdida y, por otro, liberación. Antes de que su vida fuera controlada por otros (los hijos, fundamentalmente, y las cuidadoras), decidió desprenderse de partes de su pasado o de su historia que, en letras y en imágenes, podían sobrevivirla. Que yo sepa no quemó libros ni láminas ni cuadros, pero todo lo demás, lo que ella poseía y hablaba de sí, fue echado sistemáticamente a la hoguera. Respetó sin embargo aquellos documentos que afectaban a miembros de su familia o de cuya autoría no era responsable. Y, naturalmente, se salvaron de la quema todos aquellos que por alguna razón ya no estaba en sus manos.
De repente me doy cuenta de que mis preferencias o hábitos de lector han cambiado. No ha ocurrido de un día para otro, pero lo percibo ahora y lo consigno aquí como novedad y descubrimiento. Si hasta hace poco me negaba (en realidad: no me apetecía) leer nada nuevo y prefería, en su lugar, complacerme en relecturas, hoy puedo afirmar que nuevamente me atrae la idea de abrir puertas por vez primera y hacia lo desconocido. Cuando me refiero a mi reciente falta de interés no señalo tan solo a los jóvenes autores, a lo que se publica en la actualidad, sino, en cierto sentido de amplitud, a todo lo que me era extraño, lo no leído, se tratase de quien se tratase (un Homero, un Dante, un Cervantes, un Proust, un Wallace o un Murakami cualquiera) y con independencia de su momento y su edad. No se puede leer todo (aunque se pueda leer mucho). Cuando uno es joven discrimina menos y la curiosidad es mayor, igual porque se dispone o se cree disponer de tiempos de lectura ilimitados, lo que supone un claro error de cálculo. Y a medida que uno envejece y se vuelve consciente de que el plazo se acorta, de que muchas vueltas alrededor de los mismos ejes marean y aburren, cuando la agudeza visual disminuye sin remedio, no le queda a uno otra opción que seleccionar y discriminar al máximo, para terminar (quizá) sus días o sus noches de lector con una escueta recopilación de poemas selectos, citas o fragmentos, ampliados a un tamaño tal que no permita que nuestros ojos se llenen de arena.
Hace unos días compré La última posada de Imre Kertész. Durante un par de noches leí hasta la página 27, pero ayer, antes de acostarme y retomar la lectura, la montura de mis gafas estalló sin motivo aparente. Mis queridas y necesarias gafas de cristales (¿o se trata de un material plástico?) de tres aumentos y falsa concha de tortuga se quebró con un breve ruido seco apenas las puse ante mis ojos. Eso no me impidió seguir leyendo con placer y con asombro, pues en una caja de zapatos guardo una docena de gafas usadas y, entre ellas, encontré unas de repuesto. Kertész murió el pasado 31 de marzo, mas no quiero hablar en particular de él, ni de sus obras ni de su biografía; de todo ello, desde su confinamiento en Auschwitz y Buchenwald hasta la obtención del premio Nobel de literatura, hallará quien lo desee abundantes referencias con solo teclear su nombre en un ordenador. Lo que me tienta es explicar por qué este libro en concreto, al parecer "la culminación de su obra" -como señala en una concisa nota introductoria-, acabado en 2014 y publicado (en la primera edición en castellano) en 2016, llamó mi atención y lo adquirí sin dudar pagando los 24 euros que costaba. Y el motivo se debe simplemente a que se trata de un libro mortuorio.
De un autor que nos gusta puede interesarnos toda su obra, parte de su obra e incluso un único libro (en relación a mis preferencias, los ejemplos serían abundantes y tal vez en otra ocasión se dieran fácilmente siendo núcleo del tema). El primero y el último de un autor querido suponen sin duda ocasiones especiales para acotar y definir su escritura. Quizá por ir cumpliendo años, por mi propia intuición del envejecimiento, por mi reflexión acerca de mis tareas como escritor, voy interesándome cada vez más en los últimos libros. Sobre ellos hay que establecer una partición o clasificación básica: último libro de un autor que ignora que ese, precisamente ese, será su último libro; y último libro de un autor que sabe que va a morir pronto, que ya se está muriendo. A esto vamos. Hace unos años, no muchos, se adueñó de mi biblioteca una de las obras más lúcidas y sobrecogedoras jamás leídas por mí considerando su aparente sencillez: los Diarios (1984-1989) de Sándor Márai, las sinceras, sentidas e interrogantes anotaciones (¡hasta qué punto!) de alguien a quien la muerte va cercando y que, finalmente, decide comprar una pistola, aprende a usarla y dispara contra sí mismo. Y hace menos de una semana, otro escritor húngaro se cuela en mi biblioteca y comienza a hablarme de la muerte y del sentido y significado de una última obra. Entre Márai y Kertész ha habido otros, que no vienen al caso. Creo que Kertész quiso dar lo mejor de sí, a sabiendas de sus dudas y limitaciones. Y su exposición de causa, su justificación, la manera en que describe lo que le impulsa a ese esfuerzo final, es tan brutal -en su simplicidad- que cuando se interrumpe no puede prolongarse sino mediante el silencio.
"Una depresión que dura ya semanas. Vivo fuera de mi novela (...) Gran parte de mi vida es una pérdida de tiempo sin sentido que percibo profundamente. No consigo escapar (...) Las humillaciones físicas de la vejez. La vejez -nunca lo había pensado- empieza de golpe. De un día para otro, casi de un instante a otro. De repente cambia tu postura corporal y no puedes evitarlo. De repente sientes unas ganas tremendas de orinar, como una suerte de ataque, y tienes que resolverlo en cuestión de minutos porque de lo contrario mojas de manera humillante la ropa interior. El golpe más grande es la impotencia, cuando todavía no has perdido, en absoluto, el interés por las mujeres. El otro golpe es el insomnio."
Y yo, que aspiro a ser un escritor radical, comparo la incontinencia urinaria con la incontinencia verbal; vuelvo a pensar en mi anciana madre y me planteo si deberé o no quemar todo rastro de mí. Pero se está haciendo tarde y mañana tengo que compartir mi tiempo con extraños. Como ejercicio terapéutico sustituyo el silencio por la música, el día por la noche, la trascendencia por la ironía. Según los análisis, estadísticas y encuestas, todavía no tengo lectores húngaros. Con todo mi respeto y admiración hacia el autor de referencia: lean a Imre Kertész, sean húngaros o no húngaros, aunque sólo sea un párrafo. De haberlo leído, comprendido y asimilado, muchos egoístas, demagogos y portavoces de la Gran Mentira, callarían avergonzados. Se intuyen tiempos sombríos, aunque brillantes por el deshielo de los polos y la falsa e hipnótica luz de las pantallas donde se refleja a diario nuestra sumisión y necedad. Y con su tolerancia y benevolencia -la de Kertész por supuesto- hago mía esa idea suya, esa genial y acogedora idea: vivir los últimos tiempos que me resten por vivir, no en la vida real, en una novela. Esa novela debería llamarse Días volando. Y no importa si algún día se publica o no se publica. Lo que cuenta es que no tenga un final artificiosamente urdido, que acabe de repente, que resulte inconclusa como, en definitiva, toda vida acaba.
Salvador Alís.
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