Maria Antònia Munar |
A esta hora en que escribo, la Señora Munar debe estar tendida en su cama de una celda de la cárcel de Palma, a oscuras, enfundada en un suave pijama de satén o, quién sabe, desnuda por las altas temperaturas. Quizá duerma, si el somnífero ha vencido la inquietud, o quizá permanezca despierta -a pesar de todo- agitada por la extrañeza y los remordimientos.
Una noche en una celda, eso sólo se tolera cuando uno quiere jugar al juego del asceta y, por ejemplo, reserva una habitación en un monasterio, previo pago y con derecho a una nutriente cena donde no falten perdices en escabeche, quesos de cabra, mieles exquisitas y vinos no filtrados. Pero a la fuerza, en contra de nuestra voluntad, eso es otra cosa.
Sé de lo que hablo. En las navidades de 1975, con veinte años recién cumplidos, fui condenado a un día de prisión. El delito no fue para sentir orgullo, con el Generalísimo aún caliente y yo robando en un supermercado un pequeño frasco de champú y un queso de bola. Me detuvieron policías vestidos de gris, permanecí horas en un sótano de la DGS, me tomaron huellas digitales, me fotografiaron de frente y de perfil. Un mes después se celebró la vista, sin abogado de oficio y sin posibilidad de defensa. Y me sentenciaron a: retirada del pasaporte (no lo tenía) y prohibición de viajar al extranjero (no pude hacerlo hasta diez años más tarde), imposibilidad de pedir prórrogas por estudios para cumplir el servicio militar, una multa de 2.000 pesetas y un día de arresto mayor en la cárcel de Valencia. El día señalado, antes de entrar en la celda, me hicieron vaciar los bolsillos y la mochila, me requisaron dos libros (uno de Miguel Hernández y otro de César Vallejo); me dejaron el tabaco y el mechero, un cuaderno y un bolígrafo. Me vacunaron. No pisé el patio. No conocí a los internos. No comí. No usé el retrete. Tampoco dormí ni soñé. Cumplido el día, muy temprano y con mucho frío, volví a mi casa en autobús con una clara sensación de carencia, como si me hubieran extraido una muela, tomé una ducha caliente, un café de verdad y luego -tuve esa suerte- hice el amor sobre un cálido lecho con una adorable mujer que cerró mis pequeñas heridas. Y la vida entonces siguió su curso como si nada. Las notas manuscritas de aquel día se han perdido, igual que la sentencia con la firma a pluma del juez y los espectaculares sellos de tinta roja.
Imagino a la Señora Munar esperando el amanecer, salir al patio, preguntándose ¿qué hice yo para acabar aquí? y sin posibilidad de fumar (no debe hacerlo) y de escribir (no sabe qué). E intentando comprender lo que le está diciendo, con lenguaje tan incomprensible, la toxicómana cuya celda comparte.
Esta mañana me han sorprendido en la prensa las declaraciones de un tal Choclán -abogado defensor de la Señora- que en su recurso de súplica ante la Audiencia de Palma pide que le sea colocada a su clienta una pulsera telemática (a ella, acostumbrada al oro, al platino y a las piedras preciosas), "una medida excepcional por su manifiesta estigmatización", con tal de sacarla de la cárcel. Y argumenta: "desde luego, si no hay más remedio para que la señora Munar pueda acceder a la libertad el uso de este recurso excepcional deberá asumirse, toda vez que no hay mayor menoscabo a la dignidad de la señora Munar que permanecer en prisión."
Que no se me olvide, si alguna vez soy condenado por los graves delitos previsibles, contratar al abogado Choclán.
De manera que la pulsera telemática puede estigmatizar a quien lució tantas joyas y con tanto pavoneo, sin importarle un ápice la burla a que sometía a la gente común. Y, a pesar de ello, estaría dispuesta a soportar esa carga si de tal modo evitase el encierro. ¿Y quién no? -nos preguntamos. ¿Quién no aceptaría la pulsera a cambio de la libertad?- Pero la Señora debe sentirse especial, ella que a la menor oportunidad viajaba a París enfundada en visones para aromatizarse con perfumes chanel y gaultier y adquirir las últimas creaciones de dior y saint laurent.
Con dos condenas que suman más de una decena de años, y varios juicios aún pendientes, lo de llevar una pulsera que la controle y señale es un mal menor frente a la privación de libertad. Durante toda su vida, hasta hace días, ha sido libre para ¿qué? No hay peor ladrón que el que roba sin necesidad, por su ambición desmedida, por el desprecio que siente por los demás.
Choclán nos habla de la dignidad de la Señora Munar. ¿De qué dignidad nos habla? ¿De la dignidad de una política que utilizó una reducida cantidad de votos para negociar con los dos grandes partidos a cuál daba el poder a cambio del poder? ¿De la dignidad de alguien que cobraba del erario público no por gobernar ni procurar el bien ni el bienestar de los ciudadanos sino para dedicar todo su tiempo a encontrar formas de delinquir con disimulo, ingeniería financiera para quedarse el dinero de los contribuyentes con total impunidad, y a tiempo completo, y mediando suculentas comidas y viajes y ocasiones y eventos y protocolos, conspirar sin tregua para evadir impuestos y blanquear dinero sucio (negro es poco), y pagar al contado con suficientes gestos de desprendimiento y prepotencia? ¿La dignidad de acumular fortuna y privilegios sin fin a costa de los pobres?
Lo siento, Señora Munar. Hace muchos años, usted no lo recordará, nos sentamos juntos en un cine de Palma para ver una simpática película infantil, su hijo a un lado, mi hija al otro. Entonces me pareció usted una mujer atractiva, una madre implicada que, aun siendo Alcaldesa de Costitx, se tomaba su tiempo para compartir con su hijo un rato de ocio. Lider de Unió Mallorquina, Presidenta del Consell Insular de Mallorca y Presidenta del Parlament de les Illes Balears, fue sumando cargos y poder, poder y cargos y su ambición no tuvo límites.
A la hora de la verdad, mi hija podrá acusarme de loco, de fracasado tal vez, de no haber sido capaz de ganar mucho dinero (lo acepto), pero a su hijo ¿cómo le explicará usted que hoy suplica por una pulsera telemática?
Bueno, bueno, bueno. Salvador, te detuvieron por robar champú? Y un queso de bola? Lo del queso lo entiendo, pero que hacias con el champú? Lavarte la cresta? Eso es ambición desmedida (solo te preocupaba el pelo). Puedo suponer que lo tenias sucio, o que te sedujo la suavidad y brillo de tan nuevo champú. Te acuerdas de la marca? Te gobernó en tu mente, las más artes seductivas de la publicidad y marketing que nos invaden hoy en día? Solo quiero decirte que si por lo menos pudistes incarle el diente a ese suculento queso, mereció la pena.
ResponderEliminarEn realidad el champú era para mi novia; yo nunca lo he usado, me lavo siempre con agua clara; tampoco uso colonia ni desodorante ni loción para después del afeitado. Y, siento decepcionarte, tampoco me gusta comer queso, salvo en contadas ocasiones; lo que me atrajo de aquella bola de color rojo fue su cubierta de parafina, que se puede amasar y trabajar (ya que es dúctil y suave y atercipelada al tacto) para fabricar con ella pequeñas figuras y hombrecitos pequeños. Un saludo.
EliminarLa señora munar dice estar dispuesta a llevar esa pulsera por muy vejatorio que le parezca con tal de ser libre. Después de analizar pros y contras habrá determinado que podrá soportar ese "peso" que conlleva, ese estigma por el que todo el mundo la mirara, despreciara y murmurara. Pero querida señora munar, no hace falta pulsera para que todos la señalemos, ya sabemos que pie calza. La justicia mirara como siempre para otro lado...pero el resto de nosotros la tendremos siempre en nuestro radar, siempre y cuando no salga a aguas internacionales con su yate para que la perdamos de vista.
ResponderEliminarOtra reflexión: Muchos de nosotros, para sentirnos libres -o ilusoriamente libres-, aceptamos llevar pesadas pulseras invisibles o metafóricas: incómodas máscaras, ásperos uniformes, trabajos alienantes, pudor, secretos, contención, etcétera. No creo que la Munar, y tampoco ninguna de las munares del mundo, hayan sido o puedan ser nunca verdaderamente libres: su pensamiento siempre ha sido cautivo del poderoso caballero.
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