"omnia pontus erant: deerant quoque litora ponto"
Ovidio. Metamorfosis.
Cuando usted se disponga a salir de casa,
por el tiempo máximo de una hora
y a la distancia límite de un kilómetro,
no olvide ponerse el sombrero;
servirá también una gorra, mejor con orejeras;
así evitará -cabeza frente a cabeza-
infectarse o infectar a otros
con pensamientos banales y anómalos.
No olvide, porque igualmente dañan las miradas,
resguardar sus ojos bajo cristal oscuro;
los guantes, por supuesto; y las botas de agua,
de caña alta y gruesa goma, para pisar seguro.
Al ser necesario medir el tiempo y los pasos,
no olvide darle cuerda a su reloj;
las monedas, sin embargo, pueden dejarse apiladas
sobre la mesa o en el fondo de un cajón.
Si el paseo es circular,
bastarán un par de vueltas a la manzana;
si fuera en línea recta, acabará en el mercado
donde, por cierto, no hay nada que comprar
y todo está en venta;
en la tarde azul, durante una hora,
el deseo y el placer han quedado suspendidos.
Pero usted puede ir y volver
siempre que evite el cruce y el intercambio
y guarde para sí
los sentimientos, los saludos, las palabras.
Si usted piensa -o está pensando-
que este mundo es hostil, acertará de pleno.
Un puma pasea por calles poco frecuentadas
y un satélite llamado Nur orbita a 425 km
de altura. ¿Y cómo protegerse entonces:
con la máscara o el revólver,
con la bandera o el aislamiento?
Cuando usted se disponga a salir de casa,
no olvide hacerlo discretamente,
mejor por la puerta de atrás; las uñas cortadas,
las manos limpias; y no abrace, no pregunte,
reserve su arma.
En el camino -es posible-
verá cien perros dóciles y resignados,
con la cabeza gacha,
husmeando los excrementos de unos y otros;
y sobre un tejado, un gato negro vigilante
que no entiende -como usted mismo-
de dónde viene y adónde va.
Cuando en lugar de preferir los perros y las calles
usted pretenda emular al gato
y subir a la terraza al sol del mediodía,
no olvide -de nuevo- ponerse el sombrero;
recuerde que le sobrevuelan y le acechan
locas gaviotas blancas
y algunas palomas desorientadas.
Pues, finalmente, todo era cielo
y el cielo no tenía orillas.
Salvador Alís.
No hay comentarios:
Publicar un comentario