CUENTO DE NOCHEBUENA DEL AÑO 2019
(revisado y ampliado)
"Has de morir, y en la hora que menos
pienses. Tanto si lo piensas como si no lo piensas, tanto si lo crees como si
no lo crees, morirás y seras juzgado, y te salvarás ó te condenarás, según el
bien ó el mal que hayas obrado; y de eso no te escaparás por más que digas ó
hagas. ¿Y qué te aprovechará el adquirir todas las riquezas y alcanzar todos
los honores, y dar al cuerpo todos los gustos, si pierdes tu alma? Las riquezas
y los honores se quedarán en el mundo; y el cuerpo en la sepultura para ser
comido de gusanos."
Antonio Claret. Camino recto y
seguro para llegar al cielo. Pág. 355.
(Hace un par de noches publiqué este Cuento de Nochebuena. A la mañana siguiente volví a leerlo y lo saqué de diasvolando. Me sucede a menudo, que me dejo llevar por la euforia del momento y publico en caliente, y luego encuentro inevitablemente que algo sobra y algo falta, que algo no es adecuado, sea el tono, la redacción o el mensaje, y me arrepiento y suprimo la entrada. Ahora, en frío, lo volveré a publicar con las correcciones pertinentes, y no habrá segunda revisión, pues de hacerlo seguro que vuelvo a encontrar algo que sobra y algo que falta, y así no acabaríamos nunca.)
Supongo que la cita inicial, para aquellas personas que carezcan de cierto espíritu místico, resultará violenta o incluso de mal gusto. ¿A cuento de qué (nunca mejor dicho) se nos habla con semejante franqueza del hecho de morir? -se preguntarán algunos. Es obvio que el tema de la muerte es para muchos un tabú importante, parejo al tabú del sexo o el tabú del dinero cuando se tratan como cuestiones personales y no generales. En mi revisión dudé si incluir de nuevo la cita o borrarla; pero como se ve, he decidido que permanezca en su lugar.
Los dos acontecimientos fundamentales de una existencia humana son el nacimiento y la muerte. Una vez nacidos, se nos prepara a conciencia para la aventura de la vida; se nos enseña a hablar, a leer y a escribir; la Familia, la Escuela, la Iglesia y el Estado nos aleccionan debidamente; nuestro programa educativo comprende asignaturas tan variadas como Historia y Geografía, Física, Matemática, Lengua, Idiomas, Deportes, Bellas Artes...; se nos enseñan oficios, se nos inculcan creencias. Quien más y quien menos llega a la edad adulta creyéndose preparado para vivir. Es verdad que es este vasto territorio hay lagunas significativas y que, al menos en cuanto a lo que debería ser básico, se echan de menos otras pedagogías: la Sexualidad y la Pornografía, la Economía Financiera, los Mecanismos del Crimen, las Drogas..., y que otras materias, tales como la Música, la Poesía, la Filosofía o los Sueños serán rozadas levemente y sin la profundidad necesaria. También es verdad que una vez completado el ciclo educativo primero, si uno lo desea o tiene la oportunidad, puede especializarse, indagar por su cuenta y convertirse en experto en Ciencias Ocultas, Sectas Diabólicas, Astronomía Hipnotismo o Budismo Zen. No es el caso, porque lo que se quiere señalar aquí es otra cosa: que se nos intenta educar para una vida simple y reglada, pero que jamás, de ninguna forma, se nos educa para morir.
Imagino una Escuela Superior que contemplara asignaturas tales como: la Enfermedad, el Sufrimiento, el Dolor, la Soledad, la Vejez y la Muerte. ¿Por qué no estudiar, en centros homologados, cursos complementarios que versaran sobre Patologías Mentales, la Guerra, la Esclavitud, la Traición, la Eutanasia, el Suicidio -por citar sólo algunos ejemplos?
Imagino esa Escuela Superior, no sé si obligatoria o de libre acceso, para todos aquellos que tuvieran la suerte de haber cumplido una edad suficiente y dispusieran de tiempo libre y condiciones de comprensión. Y estoy convencido de que, por lo general, nos falta preparación para la muerte. Y que sólo algunas mentes más lúcidas son conscientes de ello y utilizan sus propios recursos para, llegado el momento, experimentar el final y el tránsito (hacia no se sabe dónde) con objetiva subjetividad y sin angustia.
La primera versión del Cuento de Nochebuena comenzaba así:
Juro que antes de anteayer yo era claramente un ateo. Pero sucedió
que, andando perdido por las viejas calles de esta ciudad, sucumbí al impulso
de entrar en una iglesia. Lo hice por una estrecha puerta lateral que a pesar
de su edad se abrió sin gemir, y luego aparté una pesada cortina y entonces una
inmensa nave cruciforme, de techos muy altos, apenas iluminada y vacía de
creyentes, apareció ante mí como sorprendente lugar oculto que, de pronto, se
mostrara. La humilde luz de varios grupos de velas me deslumbró sin duda, eso
es lo que pienso, pues enseguida experimente una placidez muy grata, la
sensación de hallarme en un lugar de bienestar que deseaba acogerme en su seno
y aceptarme tal cual soy, sin juzgar, sin reprochar, sin condenar nada de lo
que yo pudiera significar o llevar conmigo como pesada carga. No sentía frío ni
calor. Ni el profundo aroma de la cera caliente me incomodaba. Columnas
retorcidas de mármol blanquecino me resultaban bellas, igual que los marcos
dorados y las pinturas oscurecidas tanto por sus temas como por el paso del
tiempo. Me aproximé al altar y me senté en un banco de madera muy barnizada. El
silencio era absoluto. Ni un pájaro, ni una campana, ni un insecto, ni el más ligero rumor en el aire.
Hace un par de semanas me gasté una pequeña fortuna en una
librería anticuaria. Entre otras obras, compré un tratado de agricultura
publicado en 1857 y un volumen de pequeño formato (13 x 8,5 x 3,5 cm) de
naturaleza religiosa. El primer libro lo adquirí pensando en convertirlo en
regalo. El segundo lo guardaré para mí. Se titula Camino recto y seguro
para llegar al cielo. El autor es el Excmo. É Ilmo D. Antonio Claret,
Arzobispo de Trajanópolis. Se editó en Barcelona por la Librería Religiosa sita
en la Calle de Aviñó número 20, y en el año 1884. A pesar de sus reducidas
dimensiones, contiene 580 páginas. Está encuadernado en cuero marrón con bellos
ornamentos grabados, y en la parte superior del lomo se ve el título en pan de
oro con una leve distorsión horizontal.
Mi ateísmo no me ha impedido nunca visitar templos, iglesias,
sinagogas o mezquitas. De hecho he frecuentado estos lugares por curiosidad
cultural y estética, en Egipto, en Praga y en Marienbad, en Lisboa y en Sintra,
en Santorini, en Rodas, en Madeira, en París, en Berlín, en Amalfi, en Roma, en
Cagliari, en la isla de la Reunión, en Estambul y en Túnez, en Atenas... y en
otras ciudades cuyo completo recuento quizá resultara tedioso. (Aquí el que cuenta debería contar que dudó acerca de la exposición de estas ciudades y países, motivo de supresión por no aparentar hazañas personales, aunque al final optó por respetar la enumeración, cosa que le define aun a su pesar.) La novedad es
que ahora comienza a interesarme, más que el arte, la espiritualidad de sus
contenidos. Ante las pirámides, uno se arrodilla mentalmente y siente pavor,
ante Santa Sofía o la Mezquita Azul, ante San Pedro, ante el Partenón, un gran
respeto e incredulidad.
Pero los viajes, en su dimensión más verdadera, producen desazón.
Nada que ver con el jolgorio vacacional de los turistas. Y cuando se ha vivido
una vida compleja, finalmente, tal vez se necesite un espacio de reposo.
Adentrarse en un templo vacío y orar y contemplar o contemplarse. Salir de uno
mismo para verse desde fuera de sí. Y hablar con el destello que no escucha, y
usar las potencias del alma para comprender y serenarse.
Jamás mis ojos han leído la Biblia. Y aun así me la sé de memoria.
Conozco muchas opiniones de reputados autores que la leyeron y han escrito
sobre ella, y han establecido que es un texto bellísimo y extremadamente
metafórico y sugerente. El Corán sí lo he leído, y los Vedas y el Libro de los
Muertos. Mi biblioteca contiene cientos de libros de temática religiosa,
fundamentalmente orientales, y tantos otros filosóficos. Algunos se ocupan de
los mitos, de creencias originales, de los estados de conciencia alterados, de
los sueños en general y de diversas patologías mentales.
No descarto, en mi próximo paseo, reingresar en esa iglesia o
templo o en otra diferente, buscar el silencio, la luz tenue, el olor de la
mecha que arde, el suelo que guarda tumbas, el rosetón de complicadas luces.
Tal vez en estos sitios pueda meditar verdaderamente y llegar a la conclusión
de que, en el momento oportuno, no temblará mi mano.
La banda sonora de este Cuento de Nochebuena es un fragmento de la
ópera Norma de Vincenzo Bellini: "Casta Diva". Norma
es la gran sacerdotisa de una religión ancestral. Según mi costumbre, copiaré
aquí sin permiso explícito del redactor, una introducción que me parece
inmejorable:
"Estamos en la Galia ocupada por Roma, en el siglo I antes de
Cristo. Es de noche, la luna ilumina el bosque sagrado de los druidas, los
galos se reúnen esperando a la sacerdotisa y decididos a entablar una guerra
con Roma. Aparece Norma y calma sus ánimos pidiendo la paz y presagiando la
caída de los romanos pero no por la guerra sino por sus vicios, corta una rama
de muérdago sagrado y la ofrece al dios Irminsul, alzando sus brazos al cielo,
todos se postran, y empieza una oración invocando a la luna." (De la
página iopera.es)
Según el redactor anónimo, la mejor interpretación de "Casta
Diva" es la de María Callas. Pero mi elección es otra: Aida Garifullina
(por su vestido rojo).
Una vez revisado y ampliado, el Cuento de Nochebuena tiene este final:
Entre la nochebuena y la nochevieja no faltarán, como es lógico, las nochesmalas. Y sin embargo, una de ellas -la del 27 de diciembre- es especial porque descubre una íntima relación entre la poesía y la muerte. Si tuviera que elegir, de entre los miles de poemas leídos, mi favorito, posiblemente fuera El camino no elegido de Robert Frost. Pues bien, de Robert Frost he hallado esta tarde en un viejo almacén de libros una exquisita edición de Stopping by Woods on a Snowy Evening, ilustrado por Susan Jeffers y editado por Dutton Childrens Books. Ninguna de las traducciones que he leído hasta ahora me han convencido, por lo que deberé procurar mi propia traducción. Espero que tal empeño me facilite el ingreso en el nuevo año que llama a la puerta con su compleja llamada.
Una vez revisado y ampliado, el Cuento de Nochebuena tiene este final:
Entre la nochebuena y la nochevieja no faltarán, como es lógico, las nochesmalas. Y sin embargo, una de ellas -la del 27 de diciembre- es especial porque descubre una íntima relación entre la poesía y la muerte. Si tuviera que elegir, de entre los miles de poemas leídos, mi favorito, posiblemente fuera El camino no elegido de Robert Frost. Pues bien, de Robert Frost he hallado esta tarde en un viejo almacén de libros una exquisita edición de Stopping by Woods on a Snowy Evening, ilustrado por Susan Jeffers y editado por Dutton Childrens Books. Ninguna de las traducciones que he leído hasta ahora me han convencido, por lo que deberé procurar mi propia traducción. Espero que tal empeño me facilite el ingreso en el nuevo año que llama a la puerta con su compleja llamada.
Salvador Alís.
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