APUNTES ROMANOS (PRIMERA PARTE)
Seis de la mañana del seis de diciembre de este año. Hoy hace seis
meses que no enciendo un cigarrillo. Dejar de fumar ha significado sobre todo
dejar de escribir, ser otro.
Junto a la copa de viognier, una funda de plástico
contiene las postales romanas. De la Galleria Borghese: el San
Girolamo y Giuditta che taglia la testa a Oloferne de
Caravaggio. De la exposición Carthago. Il mito immortale en el
Colosseo: dos simples máscaras. De los Musei Vaticani: La Scuola di
Atene de Raffaello y el Angelo che suona il liuto de
Melozzo da Forlì. La botella de vino costó tres veces más que las postales.
Por si acaso apeteciera leer, uno se lleva a Roma -sin contar las
guías de viaje- Negro sobre negro de Leonardo Sciascia y Envejece
un perro tras los cristales de Horacio Castellanos Moya. Los apuntes
de Sciascia se quedan en el piso de Roma, como presente a otros futuros
viajeros. El libro del salvadoreño, tan decepcionante en su primera lectura,
regresa a la isla en virtud de un solo párrafo que requiere otro pensamiento y
una más imparcial reflexión: "Ponerse uno mismo la pistola en la sien para
obligarse a cambiar de rumbo."
En un anochecer prematuro, bajo la lluvia de noviembre, la
jorobada de la Plaza de San Pedro -negro sobre negro- se inclina y tiembla
apoyada en su bastón, bajo su capucha y su falsa nariz, alumna aventajada de
Valle Inclán, murmurando divinas palabras, hasta conseguir conmover corazones
ciegos y elevar el arte del timo a su merecido lugar de triunfo y superación.
En la Ciudad-Estado llamada Vaticano, tanto en su profundo
interior como en sus inmediatos límites, proliferan las mendigas que se afanan
para accionar el sutil mecanismo de la culpa y la lástima, valiéndose de bebés
o niños (mejor niñas) de corta edad, con el cierto objetivo de engordar las
limosnas. Lo que en otros Estados es sin duda considerado un delito ha sido
normalizado aquí sin aspaviento alguno y sin vergüenza.
No sé por qué razón pienso lo que pienso: las italianas más
atractivas tienen la nariz grande.
En Roma es el ejército el que vigila los lugares de culto, las
ruinas, los mitos.
La Piazza Navona, al anochecer, es una trampa para ratones. Su
alambre rectangular y su queso, su fuente. La casa de antigüedades -donde
japoneses radioactivos tratan de conseguir el marfil que no debe venderse- exhibe
en su estrecho escaparate miniaturas alemanas de bronce de gatos músicos y
militares.
En la tienda superior de recuerdos del Coliseo pude comprar un
diminuto gato de latón. Pero esa compra tuvo consecuencias.
En el puro centro de Roma hay un restaurante regentado por monjas.
Las monjas -camareras, cocineras, jefas de sala- no trabajan por un salario, así
los precios de su carta son baratos y competitivos. Como es lógico, se aprovecha
tal ventaja para vender a Cristo.
En Roma nadie paga por desplazarse en autobús. Ni el metro ni el
tren son caros. Cuando llueve, los vendedores de paraguas e impermeables son
legión.
Ante la pesadilla arquitectónica del Castel Sant´Angelo, quizá se
prefiera no soñar, dormir sin sueños, despertar a un paseo a ninguna parte,
donde mande el azar y la meta sea inalcanzable.
A menos de cien metros de la casa, la puerta acristalada que
guardan dos toneles se abre para permitir el paso del viajero a un mundo
alternativo. Miles de botellas, la mayoría en pie y unas pocas tumbadas, nos
dan la bienvenida.
En las afueras de la Borghese, fuente que fluye y bosquecillo que
se dibuja, un perro triste anticipa nuestro destino cuando sus inútiles patas
traseras se apoyan en la artificiosa movilidad de ruedas sin nervio ni
motivación.
El viajero -uno mismo o el otro-, el que piensa, recuerda, sueña o
escribe, recostado en la medianoche, apurando la última copa de vermentino,
puede llorar y reír, abrir los brazos, odiar, desengañarse.
La Fontana di Trevi y la Piazza di Spagna son lugares de culto
fanático. Las puertas donde los viajeros se convierten en turistas. ¿Cómo no
abrazar la turismofobia? ¿Cómo no aborrecer a las multitudes?
Lo cierto es que en Roma llueve un día sí y otro no, llueve en la
mañana y sale el sol en la tarde, la noche es apacible y amanece lloviendo. Las
puntuales lágrimas nada significan ante el persistente dolor que se ceba en la
nuca, en el cuello y en el hombro derecho.
Los muros que rodean el Vaticano, sus agujeros para drenar la
lluvia. Tras los muros, la preceptiva violencia que vigila posibles asaltos.
Tanto miedo. Tal fanatismo. Tanta fe.
En la pequeña y acogedora vinoteca, a menos de cien metros de la
casa, vinos blancos de Cerdeña, Sicilia, Isquia...Vino de las islas. Después de
Roma y ante la proximidad de un 64 cumpleaños, tal vez se prefiera una botella
de malvasía volcánica.
Las velas que se apagan tras de mí, las que se encienden a mi
paso, las luces en mi horizonte.
Después de ver lo visible, uno acaba pensando, convencido, que
tales edificios, esculturas y pinturas, no son obras de la imaginación, el
proyecto y la ejecución de humanos, que entrañan un enigma, que se resisten a
ser descifradas.
Cabezas y manos gigantes, antorchas encendidas y cráneos por todas
partes. La muerte prefiere el mármol para mostrarse.
En la parte trasera del Pantheon, un mendigo alcohólico se
hace acompañar por un precioso y raro gato. No hay otro como él. En realidad es
el único gato romano.
En la Piazza Campo de Fiori, los quesos y las flores (pétalos que
arden), y ese perro que sustenta una vida truncada, una vida que revierte sus
acciones en otra vida.
Un solo gato en Roma en una semana, un siberiano adulto y
ensimismado.
Esa botella de uvas de vendimia tardía. El sobreprecio que tal
gesto exige. Cumplirás 64 en pocos días y aún no quieres morir ni hacer
equilibrios sobre el puente.
Tu sonrisa vale una vida, pero el viaje no está escrito.
En realidad, los apuntes romanos se reducen a un solo apunte,
fechado el 10 de noviembre de 2019: “Llueve
durante toda la noche, tanto afuera, en la calle, como adentro, en mi cabeza.”
Salvador Alís.
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