BALANCE / PRIMERA PARTE
Veo en un documental sobre el envejecimiento que no siempre la edad cronológica coincide con la biológica, y que esa diferencia en la contabilidad vital puede detectarse mediante un análisis de sangre específico. Me pregunto a cuánto tiempo de verdadera vida corresponderán mis 63 años y 5 meses, en más o en menos. El documental se centra en una investigación sobre gemelos; al constatar las variaciones entre ellos, se llega a la conclusión de que la genética no importa tanto como los hábitos de vida. La alimentación, la actividad física y el estrés son determinantes frente a la herencia. No tengo un gemelo, así que no puedo compararme con él, pero la visión del documental me sirve de excusa para pensar en mí mismo, en mi genética y en mis hábitos. Si vemos en primer lugar mi rostro se comprobará que apenas presenta arrugas; y si descartamos las ojeras, hasta se diría que se trata del rostro de una persona más joven que yo. Las ojeras, y tal vez el bigote que lentamente se va volviendo blanco, son los elementos principales que envejecen mi rostro. También la paulatina caída de los párpados. En apariencia, si descartamos la cabeza, mi cuerpo no tiene más de 50 años, lo que incumbe al esqueleto, los músculos y la piel. De los órganos internos es muy difícil saber su edad. No hay análisis que certifique que mi corazón, mis pulmones, mi hígado son mayores o más jóvenes que yo mismo. Y qué decir de la sangre, los nervios, las neuronas. Las ojeras se deben principalmente a las muchas lecturas y los pocos cuidados. Mi madre nunca me advirtió de este peligro, nunca me dijo que leer tanto me quemaría los ojos. Lo que me dijo fue que las lecturas a todas horas me volverían loco. Eso pasó antes de que la nueva psiquiatría cerrara los manicomios y pusiera en cuestión la locura tal como hasta entonces se concebía. No creo haber acabado loco, pero ahí están las ojeras.
Los gatos, en general, presentan un aspecto siempre más joven en relación a su edad. En su caso, el envejecimiento ocurre tarde, en los últimos momentos; y cuando se detecta es una sorpresa que nos halla desprevenidos. En los últimos meses, Lolita ha conseguido igualar su edad cronológica y su edad biológica. 15 años, para una gata blanca común, equivalen a toda una vida. Sombrita, siendo una excepción, tiene la edad que representa. La que parece menor y no lo es, la que por sus hábitos descuenta más tiempo a su cumpleaños, es Nube, y a esta percepción ayudan sus ojos azules, su blancura y su fragilidad. Decir de un gato que es frágil supone incurrir en una contradicción. Pero las discrepancias en torno a la edad se apoyan en contradicciones y paradojas; no solo por lo que respecta a los animales (los árboles, las casas, las obras de arte, los parajes naturales), sino también y sobre todo en relación a las personas que conviven con esos animales (que habitan esas casas, que escriben, que dibujan, que se pierden en el bosque). Pero yo jamás me he perdido, jamás he dudado de mi edad. Otros, para reconocerse, tienen que mirarse a un espejo; yo me veo en las líneas que van surgiendo, en las palabras y sus significados.
Mi estrés se asemeja a un caballo, ahora camina elegantemente al paso, ahora enloquece y corre como si le hubieran prendido fuego a la cola. No obstante, a horcajadas sobre él y sujetando las riendas, creo dominarlo por el momento. El paseo a caballo no es propiamente un ejercicio, es un sueño. Ando al menos diez kilómetros diarios -el día que menos ando- y hasta veinte en ocasiones, como si tal cosa. Otros deportes no practico ni he practicado. Peso 67,5 kilos, lo que no está mal en relación a mi estatura. Me alimento siguiendo un método imaginado por mí: una cafetera para cuatro; un plato único que combina 200 g de legumbres (o arroz o pasta), 200 de verduras variadas, 200 de carne blanca y a veces roja, y otros 200 en forma de ajos, guindillas, aceite de oliva, copos de avena, semillas de lino y frutos secos; un segundo café; una merienda dividida en tres partes (un bocadillo, una fruta, unas galletas de algas); un litro de agua complementado con leche de soja, yogur, kéfir, una sopa; una cena siempre a base de pescado, crudo o asado, pan y verduras. Alguna vez, una porción de chocolate. En mi cocina no faltan las especias ni los aditivos: el curry, el jengibre, el azafrán, el laurel, el romero, el tomillo, el orégano, la albahaca, la hierba buena, la canela, el comino, el enebro, el clavo, la menta, el cardamomo, el pimentón, la mostaza, la vainilla, el cilantro, el anís estrellado y la pimienta en todos sus colores. Las repeticiones y los olvidos forman parte de mis hábitos.
Si mi edad biológica depende pues de estos hábitos, estos paseos a pie o a caballo y estos sueños, la ganancia sobre la cronología está garantizada. Pero hay otros hábitos, otras costumbres que desequilibran el equilibrio: las botellas de vino, los cigarrillos, las horas que no duermo, los párrafos que escribo. Juro que sujeto las copas de vino como si no tuviera más de treinta, que aún fumo con la ansiedad de un adolescente, que cada noche (cuando la noche se acaba) pienso lo mismo: mejor dormir cinco horas que nada. Y escribo porque escribir es vivir; y esta música que acompaña a los textos es vida que comprende y adelanta a la vida. En cuanto a mi forma física, dejando a un lado las consabidas amenazas sobre mi edad, de ninguna manera tengo los años que indica el calendario.
Que nuestra edad biológica se resista a alcanzarnos no es motivo de orgullo, es una simple evidencia, lo mismo que al contrario. Pero se trata de evidencias temporales. Si nuestras dos edades no se encontraran jamás, sin duda seríamos inmortales. Lo cierto es que tanto la edad biológica como la cronológica tienen sus límites. Llegado su final, con independencia de su acuerdo o desacuerdo, la muerte aparece y toma el control.
Salvador Alís.
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