domingo, 17 de marzo de 2019

EFECTOS DEL CAMBIO CLIMÁTICO EN LA MENTE HUMANA

EFECTOS DEL CAMBIO CLIMÁTICO EN LA MENTE HUMANA 

Para J. C.


     Cito de memoria, pero alguna vez escribí algo parecido a lo que sigue: "Tensar el arco y disparar la flecha. Y tener tiempo aún de ser la diana." Las imágenes que esas palabras pretendían iluminar tienen que ver con las ideas de velocidad y fatalidad. Un arquero capaz de adelantarse a su propia flecha y colocarse ante ella al final de su trayecto. Ambos conceptos, además, son condición y consecuencia de la aparente legitimidad de la aspiración humana hacia el progreso. Todo lo deseable se ha de conseguir cuanto antes, por más que esa consecución nos resulte dañina. 

     Según el poeta persa Jalal-Uddin Ru-mi, citado por Borges y maestro, tal vez, de Schopenhauer, el hombre es al mismo tiempo "el que tiende la red" y "el pájaro", "la imagen" y "el espejo", "el grito y el eco". Otra forma de decir que cada uno es responsable de sus actos. Y que los actos de cada uno revierten siempre sobre el actor. 

     Schopenhauer, según Borges, va un paso más allá al sustentar que esa ley recíproca se cumple inexorablemente: "Uno son el torturador y el torturado. El torturador se equivoca, porque cree no participar en el sufrimiento; el torturado se equivoca, porque cree no participar en la culpa". 

     Incurre en un grave error quien desprecia, por carencia de responsabilidad, una cierta visión de futuro, cuando su pensamiento reducido reduce lo general a lo particular, el amplio mundo a su ámbito privado, y todos los bosques y las selvas a su pequeño jardín. 

     Este minuto tuyo no es el Tiempo. Este lugar concreto cuya posesión reclamas no es el Mundo. Sólo un loco encendería un fuego incontrolable en su casa; sólo un loco se atrevería a envenenar su depósito de agua; sólo un loco acumularía en su vivienda basuras hasta la putrefacción. 

     Se pretende un espacio personal inmaculado, pasando por alto que todo espacio personal forma parte y depende de un conjunto de espacios, de una totalidad condicionada por leyes matemáticas, físicas, biológicas, históricas y temporales. 

     Sólo alguien desquiciado colocaría bombas de relojería en los pilares y cimientos de su casa. Pero esto es lo que tan a menudo se hace con la casa de todos, la Casa-Tierra que nadie ha comprado ni pagado, que nos ha sido cedida, aunque no gratuitamente, a cambio de su mantenimiento, de su cuidado. Con tal de prosperar en sótanos blindados, muchos olvidan lo que sucede en la superficie, al aire libre, a cielo abierto. 

     Los pájaros enloquecen o son enloquecidos; los delfines se suicidan; desaparecen las abejas; una ballena se traga a un hombre y luego lo escupe; los rinocerontes son aniquilados por sus cuernos y los tigres por sus penes; las mariposas diurnas vuelan en la noche por temor a quemarse las alas. 

     Los viejos idiotas que gobiernan el Mundo, sabedores de que su goce es limitado, se afanan en acabar sus tumbas piramidales y llenarlas de un oro inútil que para nada ha de servir. 

     Hace años, con los primeros atisbos de la tragedia, sabios y científicos de toda índole, iniciaron una alerta mundial que, hasta el momento, ha sido negada, aturdida, contraatacada con el interés de argumentos interesados. 

     Parece que anteayer, es decir ahora mismo, miles o millones de personas más jóvenes han comenzado a moverse, como si de repente todos hubieran leído El queso y los gusanos, o porque tal vez el laborioso y constante discurso de unos pocos, esa semilla laboriosamente plantada, ha comenzado a florecer. 

     Hace ya tantos años que imaginé el Mundo como una enorme naranja enmohecida por la humanidad. No me alegra el hecho de saber que yo profeticé tal cosa. Ninguna satisfacción por acertar en una apuesta perdida. 

     Como soy un maniático obsesivo y me entretengo con temas marginales y raros, hace una semana que llevo calculando el tiempo que me queda por vivir. Así he llegado a la conclusión de que, probablemente, moriré dentro de 6.387 días. Una minucia en el seno del tiempo cósmico e incluso el terrenal. Pero sucede que tengo una hija y una nieta, y amigos más jóvenes y amores que no deben morir todavía. 

     ¿Se les puede pedir a esos monigotes poderosos, merecedores de ser quemados en una falla, un ápice de conciencia, una mínima voluntad de implicación? ¿Se puede razonar con el presidente acomplejado bajo su peluca ardiente? ¿Se puede negociar con el caballero que, para masturbarse, necesita tanto su dosis de viagra como el recuerdo de una modelo muerta? ¿Se puede siquiera mencionar el tema ante el espía-emperador? ¿Pedir explicaciones bajo la pagoda? Y la grande y libre Europa ¿qué tiene que decir al respecto? 

     Paradójicamente, si tal como intuyó Jalal-Uddin Ru-mi, el piloto hubiera sido el avión, quizá los Boeing 737 Max no se hubieran estrellado causando tantas muertes gratuitas y, lo que es peor, la angustia insoportable de esos minutos de caída y de infierno mental. 

     Los pilotos, en su pánico, intentaron no ser los arqueros ni las dianas. Pero otros diseñaron el escenario y la guerra. El progreso y la técnica sin moral ni medida, cuando únicamente el beneficio importa, crean semejantes sistemas atroces. 

     ¿Cómo puede luchar un hombre común contra una inteligencia artificial? ¿Y qué actitud tomar ante una inteligencia planetaria? Posiblemente fuera Stanislav Lem el primero en imaginar un planeta vivo, representado en un océano esférico y enorme, bajo cuya influencia un astronauta sufría todas las alucinaciones del amor y de la muerte. 

     El protagonista de Solaris se pregunta en las páginas finales: "¿Resignarse entonces a la idea de ser un reloj que mide el transcurso del tiempo, ya descompuesto, ya reparado, y cuyo mecanismo tan pronto como el constructor lo pone en marcha, engendra desesperación y amor?" 

     Ninguna confianza me inspiran los que pertenecen a gremios y sociedades, los que siendo insectos maléficos (los que arrasan cosechas) o menos que insectos, células alteradas, bacterias y virus oportunistas y, en resumen, parásitos de toda índole, viven a expensas de la vida. 

     Si hoy tuviera la tercera parte de la edad que tengo, si mi futuro estuviera en juego sobre una mesa de apuestas con las cartas marcadas para siempre favorecer a quienes controlan la mesa, no hay duda que pondría sobre el tapete un argumento incuestionable. 

     Que todavía no habiendo transcurrido un siglo, después de la terrible alucinación colectiva y el paroxismo de la Segunda Guerra, tengamos que soportar no ya un genocidio sino una aniquilación que se pretende ingenua, casual, no programada, de la Tierra en su conjunto, debería disparar todas las emociones y todos los pensamientos. 

     Un pensamiento que se dispara debe llegar lejos, hasta las últimas consecuencias, hasta los máximos responsables. ¿Cuesta mucho imaginar el poder efectivo detentado por aquellos a quienes hoy se les niega un futuro? 

     Un mundo no gobernado por viejos preocupados tan sólo por satisfacer los caprichos de sus pollas viejas. Un mundo donde esos miles o millones de jóvenes que hoy o ayer se manifiestan, y ojalá que insistan mañana en sus pretensiones, tomen el control de sus vidas y sean capaces de diseñar un mapa distinto para llegar a otro lugar. 

     Mi cerebro está blindado por la experiencia. No me afectan las mentiras, no me conmueven las ilusiones programadas: ningún agujero negro nos lanzará como si nada a otro paraíso. La humanidad no encontrará su redención en otro mundo. 

     Si no somos capaces de salvar de una ruina previsible nuestra esencia, ¿cómo pretender salvarnos de un invierno que desaparece, de una lluvia que no fluye, de un diluvio que se presenta de forma inesperada, del desierto que no pide permiso, del ciclón enfurecido, del trastorno y las altas temperaturas que inciden en los cuerpos y las almas? 

     Se puede matar a un elefante a traición y con ventaja, disparando desde una distancia segura para el asesino. Si el disparo no acierta en el punto exacto, cosa que viene sucediendo por la torpeza sistemática de los cazadores, el elefante puede defenderse y contraatacar, según su naturaleza, con terribles consecuencias para quienes lo acosan. 

     Así la Tierra, como el sensible y sabio elefante, se ha de defender. Pero sobre ese enfrentamiento soy pesimista. El elefante morirá sin duda. Y no obstante me queda el consuelo de otras ideas: belleza y juventud, tiempo presente y futuro, semilla que se abre en condiciones adversas. 

     Sobre el cambio climático debemos pensar sin dilación. Y, a la vez, pensar cómo ese cambio nos afecta. Burt Lancaster nadaba de piscina en piscina, desde el sol a la tormenta. La película de Pollack planteaba un dilema de difícil resolución. 

     Cuando abro las ventanas y miro al cielo veo una luna duplicada. Y por más que me esfuerzo no consigo fijar la vista en mi objetivo. Quiero decir lo que digo, pero no sé si lo que digo es lo que quiero decir. Por suerte Séneca resuelve todas las dudas: "La Tierra tiene naturaleza esponjosa y está llena de huecos, por los cuales circula el aire, y cuando ha entrado más del que puede salir, este aire encerrado la agita." 

     A todo discurso incomprensible le corresponde una música tal. Que a una locura se oponga otra locura no debería sorprender. 


     Salvador Alís.

     


     



          

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