lunes, 25 de marzo de 2019

COMO SE COMENTA UN TEXTO LITERARIO O NO

COMO SE COMENTA UN TEXTO LITERARIO O NO

En los años en que yo estudié Bachillerato y, más tarde, Historia Contemporánea (dos institutos, una academia y la facultad de Filosofía y Letras), tuve la suerte de contar en cada curso con mi asignatura preferida: Literatura. A los manuales preceptivos no les hice el menor caso, ni los frecuenté ni me sirvieron de nada. Tal era ya entonces mi soberbia y mi desprecio, puesto que esos libros oficiales, elegidos quizá por los Ministerios de Educación en oscura complicidad con las Editoriales, siempre me parecieron demasiado esquemáticos, simplistas, arbitrarios y tendenciosos. Además, llegaban a destiempo, llegaban tarde. Cuando, por ejemplo, le tocó el turno a la Literatura Española del siglo XX, yo ya era un perito en lunas, a la manera de Hernández; y más aún, conocía su vida y su muerte.

Quiero decir con esto que mis lecturas anticipadas, mis fuentes, sobrepasaban sin duda las expectativas de cualquier rígido profesor. De aquellos profesores sin libertad, sin criterio propio y sin osadía, no guardo malos recuerdos. Representaban el papel por el que habían sido contratados y debían sujetarse a un plan de estudios que primaba lo memorístico sobre la imaginación y la crítica personal. De manera que la opinión libre era sistemáticamente negada. O pretendía, con más o menos éxito, ser negada. A pesar de todo, existía una especie de asignatura dentro de la asignatura, el así llamado Comentario de Textos, que ofrecía la posibilidad de cierta improvisación.

De repente un día, el profesor o la profesora de Literatura citaban un poema, un cuento, una novela o, en raras ocasiones, un fragmento de ensayo, un artículo de prensa, y pedían a los alumnos, bajo estrictas reglas, una disección, un análisis en extensión y profundidad, aunque ignorando desde luego cualquier tentación de subjetividad. El estudio de ese texto tenía que ser objetivamente frío, minucioso, ajustado a un esquema previo, es decir científico. Presentación del autor, sinopsis o resumen de la obra, contexto temporal y cultural, género, persona que narra (primera, segunda o tercera), versificación, adjetivación, figuras literarias, tropos, metáforas, significación, influencias recibidas e influencias producidas, impacto social, recorrido histórico, etcétera. Y a pesar de semejante reglamentación, o tal vez por ella misma, para sorpresa, disgusto o alegría del profesor, no resultaba difícil colar entre líneas otras líneas, enhebrar con el comentario esperado ciertas conexiones inesperadas, mezclar a Juan Ramón con Esopo o a Machado con Heráclito.

La gran fiesta aconteció con los estudios superiores, cuando en las clases de mi segunda (o a estas alturas ya primera) asignatura favorita, Filosofía, tuve que comentar textos más herméticos: a un fragmento sobre el superhombre de Nietzsche lo mezcle no sólo con Stirner sino también con Superman, el héroe de Action Comics creado por Siegel y Shuster. Confesaré que nunca he leído El Único y su propiedad; sin embargo, a comienzos de 1975, ya había subrayado el ensayo de Carlos Diaz de portada blanca y amarilla, Por y contra Stirner. Y de Nietzsche sabía lo suficiente para tomarme a broma la petición.

De un breve poema, por ejemplo de Un aviador prevé su muerte de Yeats, se obtuvo de mí un extenso comentario. De una larga novela, Los desnudos y los muertos de Mailer, apenas unas páginas. Lo descriptivo me interesa menos que lo sugerido. Si hoy tuviera que comentar alguno de los geniales aforismos de Canetti (no todos lo fueron) me perdería, sin duda y según mi costumbre, en infinitas divagaciones. Y por ese equilibrio y esa ley, según mis principios y mi arrogancia, me niego a comentar tantos textos mediocres que la actualidad multiplica en discursos vacíos que, por otra parte, nada tienen que ver con El discurso vacío de Levrero.

Como avezado comentador de textos, diré que las frases escritas por -o para- la mayoría de los personajes públicos que pretenden e insisten en decir "algo" por medio de la fácil inmediatez de un teclado táctil (ni papel en blanco ni tinta en el tintero), son ladrillos de estupidez, que se colocan uno sobre otro para intentar levantar la casa del tercer cerdito, aquella casa que el soplido del lobo no pueda tumbar. Ingenuos en el mejor de los casos y, por desgracia para ellos, idiotas sin solución, ignoran que cualquier tanque físico o ideológico puede pasarles por encima, que cualquier caza puede sumirles en un cráter, que cualquier bala perdida les puede reventar la mano, que el verdadero poder no se contiene en un tuit ni es contenido ni se contenta en esa invención limitada a 140? caracteres, esos trinos sin ritmo y sin melodía.

Zarandeados por un oleaje que produce, cuanto menos, un mareo para el que no se han preparado, un pánico esencial y vergonzante, un desequilibrio culpable, personajes principales tratan inútilmente de emular la belleza del canto de las aves. Yo he tenido sobre mi mano abierta pajaritos asustados que vencían su miedo ante una miga de pan, que vencían ese miedo mediante prevención, alerta sus seis sentidos sumados a una confianza calculada. En el acto de vencer sus temores se olvidaban de piar, se concentraban en su acción y en el reclamo, esa superficie a medio camino entre el suelo y el cielo.

Un tuit no es una greguería. Goméz de la Serna murió antes de la invención. Si Voltaire o Napoleón hubieran tenido acceso a Internet, ¿qué hubieran dicho? Sé, o creo saber, lo que dijo Max Stirner, una lectura pendiente, una deuda que saldar. Mis profesores de literatura y filosofía deberían agradecer los Comentarios, por introducir en sus postales en blanco y negro águilas capaces de sobrevolar sus miserias. Celia y Navarro se salvan de esta consideración, por su belleza, por su carisma, por su claridad y su confusión, por su perfume, por su alcoholismo, por su magisterio. No todos los que pretendieron hacer valer sus enseñanzas fueron monigotes al servicio de un sistema huero. Celia enseñaba (y aprendía) literatura en francés; y enseñaba francés mediante audiciones de Brassens, Brel, Hardy y Ferré. Navarro hablaba de Kant como de un amigo, y fue el primero -entre güisquis y ducados- que se atrevió a citar a Artaud, a Bataille y a Michaux. Sin tuits y sin ambigüedades. Bajo el humo de interminables cigarrillos, Artaud el loco, Bataille el erotómano y Michaux el iluminado.

Un 20 de noviembre de 1975, cuando acudí a la Academia sin haber pegado ojo, entretenido con mi cuaderno de escritura y un disco de vinilo de Paco Ibañez, nada más aparcar la motocicleta, Tatiana me invitó a un café. Poco después, Tatiana murió, ardió sola sobre un colchón tras una fatídica noche a la que no fui invitado. Celia dijo que el dictador había muerto. A esas horas y tras la noticia, Navarro estaba tan borracho que regalaba aforismos en voz alta. Literatura y Filosofía.

Trato de imaginar, y no lo consigo, qué hubiera dicho Bernhard si antes de cumplir los 20 años supiera que una tumba insondable, bajo una cruz gamada de 150 metros de altura, albergaría en Berlín la momia del Führer. El mismo Bernhard que, presintiendo la muerte en Mallorca, anticipaba el asesinato selectivo de alemanes de la tercera edad, mientras sujetaba por la base su copa de vino y se retiraba a su habitación en un hotel del Paseo Marítimo, o visitaba el cementerio de Palma, o se abismaba en el abismo de Formentor. Y en una de sus tardes perdidas olvidaba esta servilleta manuscrita que yo encontré. El apunte (jamás un tuit) no puede ser más claro: "el muerto al hoyo y el vivo al bollo".

Cualquier comentario de texto que no incluya y comprenda la ironía es un comentario fallido. No lo son los fragmentos del Arte de la prudencia, pues al menos Schopenhauer tradujo a Gracián. De todos los citados me abstendré de comentar otra cosa que la meritoria hazaña de ser leídos. Lecturas diversas sirven para condenar o reverenciar. Y sobre la lectura y la condena, incluso sobre la adoración fanática, un análisis pormenorizado llegaría siempre a la misma conclusión: ¿dónde y cuándo y por qué?


Salvador Alís.













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