RELAJARSE ES POSIBLE
Respecto a la cuestión de la maestría intelectual, no tanto en el sentido de habilidad como de magisterio, pueden considerarse dos teorías. La primera sostiene que el autor más extraño al lector, el otro, el que nos habla de temas desconocidos, el que se vale de un lenguaje hermético u oscuro, el que nos sorprende y nos formula preguntas que difícilmente podemos responder por ininteligibles, ese autor acabará por ser maestro. La segunda, por el contrario, dice que el verdadero maestro está en el lector cuando reconoce en el autor su propia voz, cuando el autor enuncia claramente las respuestas que el lector ya se ha dado previamente aunque confusas. Para ilustrar lo anterior, citaré como ejemplo práctico mi relación con dos filósofos diferentes: Wittgenstein y Schopenhauer, de cuya maestría y magisterio pocos se atreverán a dudar. De las lecturas del primero, sobre todo después del contacto inicial con las precisas argumentaciones del Tractatus, deduje un nuevo orden de pensamiento, un sistema reflexivo que no se parecía a otros que yo conociera. A Wittgenstein llegué cumplidos los cuarenta. Sus palabras pasaron ante mis ojos al tiempo que pasaba y transcurría un paisaje cambiante contemplado a través de la ventanilla de un tren. La sorpresa de un viaje lento y real, espacial y temporal, lógico e ilógico a la vez. El rigor y el deslumbramiento de los árboles semánticos de este filósofo "joven", de semblante de pájaro, conjuntados con los árboles que de un lado del trayecto aparecían y desaparecían. Al segundo lo comencé a frecuentar antes de los veinte, pero el conocimiento profundo llego más tarde, tres décadas después, para culminar ahora, según creo, con la placentera e intensa lectura de El arte de sobrevivir. No negaré que Schopenhauer es, entre todos, mi filósofo preferido, el más cercano, el pesimista, el iluminador. Como norma general diré que ante todo prefiero la obra y, quizá, más tarde suele interesarme la biografía. A menudo resulta decepcionante poner en relación obra y vida. Otras veces se hace necesario. Otras veces, como ahora, tiene como resultado un aumento considerable de la autoestima. Saber que Schopenhauer heredó su buena fortuna, al cambio algo así como un millón y medio de euros, y que se vanagloriaba de esa suerte predicando que al sustraerse de la necesidad de trabajar para ganarse la vida pudo ser libre e independiente y concentrar todas sus fuerzas en su trabajo espiritual, escribir tres horas al día, y pensar mucho mientras paseaba por los límites de Frankfurt, y observar sin complejos a los que de él se burlaban, a los que él precisamente consideraba inferiores, mientras compartía mesa y comida, agua y vino, saber esto y situarme en comparación, cuando yo no soy libre en los mismos términos, pues tengo que dedicar horas y esfuerzos para mantenerme a flote, mientras él se deslizaba por el Meno plácidamente en su barca pagada, y a pesar de ello reconocer en la declamación de sus palabras a un actor que porta mi máscara, y haber sido capaz de pensar por mí mismo, reconociéndome sin artificio en estos fragmentos, habiendo logrado al menos un poema verdadero, un silogismo sin fracturas, la suma de lo que soy, de lo que pienso y siento, todo ello me reconforta en superación y mérito sin que nadie, ni siquiera Ludwig en su arte o Bach en el suyo, me incomode. Si al final, como Márai, debo enfrentarme a las últimas lecturas lidiando con una progresiva ceguera, la placidez ocupará mis pensamientos y mis sueños -con maestría- al mezclar con los suyos mis aforismos. Maestros no buscados y encontrados, los que hablan desde fuera y desde dentro. En esos libros que evitará la muerte, estarán Wittgenstein y Schopenhauer, pero también otros varios. Músicas de la vida contemplada, cuadros de una caligrafía sin fin. Estarán, ya muertos o dormidos pero lúcidos en mi lucidez, pintores incomprensibles, pianistas con los dedos torcidos, autores que en sus escritos aúnan proximidad y lejanía, belleza y distancia, comprensión, piedad y fuga. Estará el incomprensible Benjamin con sus obras completas en alemán y el nítido suicida de la Calle de dirección única, el atento paseante en esa calle de múltiples estímulos que, sin embargo, sabe a qué le conduce y dónde desemboca. Ayer algunos nostálgicos recordaron que hace ochenta años murió Machado. Sus poemas fueron siempre, en lo que atañe a este lector, sensibles y comprensibles. Un año después desaparecería Benjamin. Y once más tarde Wittgenstein. Schopenhauer murió 63 años antes, los que yo tengo ahora. Con todo, y en cuanto se refiere a la enrevesada cuestión del magisterio, prefiero acabar con la cita de este sublime poema breve, pues no se puede decir más con menos. Previendo su muerte, escribió Machado una línea incomparable: "Estos días azules y este sol de la infancia". Si yo fuera capaz de escribir algo así... Todo se resume en una afirmación que, para nuestra sorpresa, no afirma pero tampoco niega.
Salvador Alís.
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