Si tengo un bigote bajo la nariz, eso se debe fundamentalmente a mi empeño por disimular la longitud de mi nariz. Qué duda cabe que, teniendo ésta cierta largura, si la mostrara tal cual es, pudieran considerarme un mentiroso. No niego que lo sea, es más, lo afirmo; pero no me gusta alardear de mis cualidades.
En la fotografía que antecede a este texto, se puede ver a una joven empuñando unas minúsculas tijeras que recortan mi bigote. Toda una profesional, después de maquillar y peinar (?) a mi hija en la tarde de su boda, a la madre de la novia, a las madrinas y las damas acompañantes, cuando se suponía que su tarea había finalizado y las dos botellas de cava estaban vacías, se ofreció a ocuparse de mí. Me cubrió el pecho con una tela blanca, me dijo que cerrara los labios, e hizo su trabajo. Y yo me dejé hacer.
Nunca he lucido bigote tan recto y simétrico como aquel día. Pues en general, y hasta donde alcanzan mis recuerdos, mi bigote siempre ha sido salvaje y descuidado, más bien abundante que escaso, con muchos pelos rebeldes que crecían a su antojo.
La fotografía en cuestión, en un blanco y negro luminoso, la hizo otro profesional, un fotógrafo cuyo nombre es Víctor (he olvidado su apellido), responsable de las 700 fotos oficiales de la boda. Lo admirable en este caso es que yo no fui consciente de ser fotografiado, no fui prevenido, no adopté ninguna pose o actitud determinada. Y ese instante congelado en el tiempo, esa cabeza mía de perfil, con mi gran oreja derecha, venas y arrugas, ojo mirando a la altura, fue robada. Y en buena hora.
Jamás hasta hoy (o hasta ayer), hasta ver esta fotografía robada, me había preguntado por qué desde hace tantos años luzco bigote. Fácil sería decir, como al parecer dijo Nietzsche: "Nunca más me recortaré el bigote. Es demasiado esfuerzo". Desde luego es un problema de estética. La piel bajo el bigote esta dañada. Pero también incumbe a la ética. Me lo debo a mí mismo.
Yo no sería yo sin bigote. Sería un imbécil sin bigote y no impondría ningún respeto. De esta manera soy un imbécil con bigote y de alguna manera se me respeta. No siempre y no todos, pero algunos, de vez en cuando, se callan ante un bigote, sobre todo cuando ese bigote expresa años y experiencias.
Un hermano de mi madre, bautizado antes que yo con mi mismo nombre, mostró hasta su muerte un bigote negro y luego un bigote blanco, sutil y elegante, perfectamente recortado. Hizo dibujos, pintó algunos cuadros, aproximadamente igual que yo (en apariencia), solo que sus flores no pueden compararse a mis calaveras, y sus delicados trazos de lapicero en nada se asemejan a mi violencia.
Mi bigote actual -lo contemplo ahora en un espejo con gafas de aumento y una lupa- es de muchos colores: blanco sobre todo, pero mezclado con castaño, amarillo, rojo pálido y rojo oscuro, y negro en menor medida.
El bigote es la ceja de la boca, la ceja sobre un labio superior que siempre importa menos que el labio inferior. Puesto que si el labio inferior siempre dice la verdad, el superior la oculta.
Si alguien se pregunta por qué las mujeres (salvo excepciones) no tienen bigote, se debería preguntar también por qué los hombres no tienen pelos en la frente. La evolución tiene sus leyes, a veces incomprensibles, rara vez cuestionables.
¿Y que decir de los bigotes de un gato? Son antenas sensibles, detectan el menor soplo de aire, la agitación más pequeña, cualquier amenaza.
Para mí los quisiera yo, unos bigotes así, que hicieran sonar la alarma cuando alguien se me acerca. Un labio inferior no necesita defensa. Existe para ser besado y sorprendido. Pero que nadie te toque las narices, y menos por sorpresa.
Bigotes famosos fueron los de Marx (Groucho), pintado y luego real y siempre risible, Gandhi y Pancho Villa, Dalí y Fu Manchú (personajes imaginarios), Stalin y Genghis Khan, Vlad Tepes el Empalador y Elias Canetti.
El bigote no hace al hombre, tampoco la raza ni el pensamiento. En realidad el bigote sólo sirve para disimular la nariz. Pero al monigote de madera nadie le dio la oportunidad de disimularla bajo un bigote. Los cuentos son más crueles que la propia realidad.
A la menor oportunidad que se presente, pienso comprar y leer El bigote de Emmanuel Carrère. Entenderé que ustedes no se tomen la molestia. Pero no me afeitaré el bigote. Quizá algún día lo blanqueé la nieve. No hay problema. El sol y los días ya lo han decolorado.
Dicen que uno mengua con la edad mientras siguen creciendo las uñas, las orejas y la nariz. Con las uñas no hay problema, las corto o las muerdo, según el momento. Tendré que medir lo que escucho y lo que huelo.
El día menos pensado empuño la navaja de afeitar.
De un lado y del otro, algunos se despiertan para afeitarse o ser afeitados. Por desconocimiento o por simple miedo ignoran al toro de cuernos intactos y al ciervo de quince puntas.
Los bigotes de mis gatas no se quiebran por más que se doblen. Detectan el más ligero soplo, la caricia más sincera, el gesto imprescindible.
Todo lo anterior, como mi propio bigote, es un capricho sin importancia.
Salvador Alís.
Yo no sería yo sin bigote. Sería un imbécil sin bigote y no impondría ningún respeto. De esta manera soy un imbécil con bigote y de alguna manera se me respeta. No siempre y no todos, pero algunos, de vez en cuando, se callan ante un bigote, sobre todo cuando ese bigote expresa años y experiencias.
Un hermano de mi madre, bautizado antes que yo con mi mismo nombre, mostró hasta su muerte un bigote negro y luego un bigote blanco, sutil y elegante, perfectamente recortado. Hizo dibujos, pintó algunos cuadros, aproximadamente igual que yo (en apariencia), solo que sus flores no pueden compararse a mis calaveras, y sus delicados trazos de lapicero en nada se asemejan a mi violencia.
Mi bigote actual -lo contemplo ahora en un espejo con gafas de aumento y una lupa- es de muchos colores: blanco sobre todo, pero mezclado con castaño, amarillo, rojo pálido y rojo oscuro, y negro en menor medida.
El bigote es la ceja de la boca, la ceja sobre un labio superior que siempre importa menos que el labio inferior. Puesto que si el labio inferior siempre dice la verdad, el superior la oculta.
Si alguien se pregunta por qué las mujeres (salvo excepciones) no tienen bigote, se debería preguntar también por qué los hombres no tienen pelos en la frente. La evolución tiene sus leyes, a veces incomprensibles, rara vez cuestionables.
¿Y que decir de los bigotes de un gato? Son antenas sensibles, detectan el menor soplo de aire, la agitación más pequeña, cualquier amenaza.
Para mí los quisiera yo, unos bigotes así, que hicieran sonar la alarma cuando alguien se me acerca. Un labio inferior no necesita defensa. Existe para ser besado y sorprendido. Pero que nadie te toque las narices, y menos por sorpresa.
Bigotes famosos fueron los de Marx (Groucho), pintado y luego real y siempre risible, Gandhi y Pancho Villa, Dalí y Fu Manchú (personajes imaginarios), Stalin y Genghis Khan, Vlad Tepes el Empalador y Elias Canetti.
El bigote no hace al hombre, tampoco la raza ni el pensamiento. En realidad el bigote sólo sirve para disimular la nariz. Pero al monigote de madera nadie le dio la oportunidad de disimularla bajo un bigote. Los cuentos son más crueles que la propia realidad.
A la menor oportunidad que se presente, pienso comprar y leer El bigote de Emmanuel Carrère. Entenderé que ustedes no se tomen la molestia. Pero no me afeitaré el bigote. Quizá algún día lo blanqueé la nieve. No hay problema. El sol y los días ya lo han decolorado.
Dicen que uno mengua con la edad mientras siguen creciendo las uñas, las orejas y la nariz. Con las uñas no hay problema, las corto o las muerdo, según el momento. Tendré que medir lo que escucho y lo que huelo.
El día menos pensado empuño la navaja de afeitar.
De un lado y del otro, algunos se despiertan para afeitarse o ser afeitados. Por desconocimiento o por simple miedo ignoran al toro de cuernos intactos y al ciervo de quince puntas.
Los bigotes de mis gatas no se quiebran por más que se doblen. Detectan el más ligero soplo, la caricia más sincera, el gesto imprescindible.
Todo lo anterior, como mi propio bigote, es un capricho sin importancia.
Salvador Alís.
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