PRIMERA PARODIA (CORREGIDA Y AMPLIADA)
DE CÓMO FUI DERROTADO Y HUMILLADO POR UN NONAGENARIO JUGADOR DE
AJEDREZ.
Yo había dejado de fumar. Y me sentía cómodo y seguro en esa
situación. Pero un día fui convocado a una comida de trabajo (En realidad me
convoqué a mí mismo con la esperanza de oírme hablar.) Éramos cuatro y llevé
cuatro botellas de vino. Otro ofreció su casa. Otro encargó la paella. Y el
último se ocuparía del postre. La paella no estaba mal y era abundante; pudimos
repetir. El sol inundaba la terraza. En la piscina comunitaria, el agua
transparente se abría ante bellos cuerpos bronceados que avanzaban sin aparente
esfuerzo. Sobre el césped del diminuto jardín, un gato desconfiado daba cuenta
de su ración de paella en un platillo de plástico blanco. (Puesto que uno de
los cuatro se invitó sin oposición, fue imposible tratar los temas pendientes.)
Luego del café y la ginebra, el último dijo que cogería la moto e iría a buscar
los postres (pues dos de cuatro exigimos que fueran dos), que lo esperásemos
junto al acantilado. Pasó la tarde sin darnos cuenta, apurando las copas sin
aportar una idea original ni hallar una solución concreta al problema que nos
había reunido. Cuando el sol empezaba a caer sobre el horizonte azul, cuando
algunas gaviotas chillaban histéricas y el verdor de los pinos se oscurecía (o
mejor aún: la sombra de los pinos oscurecía el bosque), (aparcó el enviado su
bicicleta negra y nos mostró la dulce ensaimada de crema y el pastel de apetecibles
manzanas verdes) (y entonces) nos metimos los cuatro (lo cierto es que sólo
quedábamos tres) un par de rayas (cada uno) (de azúcar glas o glass) en el
Falcon gris en el aparcamiento junto al acantilado. Poco después, fuera del
coche, subidos al muro de piedra que separaba el mundo real del abismo del
atardecer, fumamos (es decir: saltamos y nos recostamos sobre la) hierba (sin
tabaco) (entre el muro y el abismo) contemplando un crepúsculo sobrecogedor que
teñía las abundantes nubes y la fragmentación de las nubes con intensos matices
rojos y naranjas sobre el aterciopelado magenta de la superficie del mar.
Después de un trayecto inconsciente (la carretera se deslizaba veloz a ambos
lados del coche) me vi ante la puerta del bar donde viejos jubilados se reúnen
para jugar al ajedrez. (Para entonces, como de costumbre) Yo estaba solo. El
que ofreció su casa se quedó en su casa (¿adónde podría ir?). El que trajo el
postre, protegiendo su cabeza con un casco negro (del que sobresalían dos
imponentes cuernos flácidos), se perdió en la curvas de su corto destino. Al
conductor del Falcon, que pretendía dejarme en lugar seguro, lo despedí con
nuestro exceso (habitual) de confianza. En un bolsillo, el móvil (¿a quién
llamar?); en otro, la cartera con billetes recién extraídos del cajero; los
otros dos vacíos. Pero en una mano, El día de la lechuza. Lo
acababa de comprar por un impulso. Entré en el bar sorteando las mesas y los
tableros donde los ancianos estrategas libraban sus batallas. En la barra pedí
un Ribera (o un Rueda) y abrí el libro por la página 119. Aquí Leonardo Sciascia
juega al juego de ponerle voz al fascismo y a la mafia (o quizá sea él mismo
quien habla): "...se nos llena la boca al decir humanidad, hermosa palabra
llena de viento, la divido en cinco categorías: los hombres, los mediohombres,
los hombrecillos, los, hablando con respeto, (hijosdeputa) y los cuacuacuá…
Hombres hay poquísimos; mediohombres, pocos, pues ya me daría yo por contento
si la humanidad se agotara con los mediohombres… Pero no, sigue descendiendo
hasta los hombrecillos, que son como los niños que se creen mayores, monos que
hacen los mismos gestos que los mayores… Y, todavía más abajo, los
(hijosdeputa), que se están convirtiendo en un ejército… Y por fin los
cuacuacuá, que deberían vivir como los patos en las charcas, pues su vida no
tiene mayor sentido ni mayor expresión que la de los patos..." En mi
trastorno, no pude evitar hacer mías estas afirmaciones. Pero claro, la
contradicción me estalló en la cara pues yo no era, no creía ser, ni un mafioso
ni un fascista. Cerré el libro (o tal vez el Diario abierto por las páginas de
contactos o sucesos o alta política; no lo recuerdo bien) y salí a la calle,
pero al atravesar (atravesar no es la palabra; quería decir: esquivar) las mesas,
un viejo nonagenario me desafió con la mirada. Me lo pensé dos veces. (¿Me
retaba por el juego o me retaba por su edad?) Le pedí a un fumador un
cigarrillo, inhalé con verdadera pasión el humo ausente de mis pulmones desde
hacía ya un año y medio (todo ese tiempo prendido en un instante), y volví a
entrar. Antes de sentarme ante el anciano, que ya colocaba con precisión
maniática las piezas en sus casillas, le indiqué con un gesto al camarero que
tomaría otra copa de vino. (Puesto que ya me conocía, trajo una botella medio
llena). Los demás jugadores, a los que había vencido en un sinfín de partidas,
se colocaron en círculo alrededor de nuestra mesa. Media docena de jubilados
corrientes: un policía, un inspector de hacienda, el propietario de una
mercería, un viudo discreto, un chino miope, un seductor venido a menos... (Y
otros espectadores que nada sabían del juego, mas intrigados por el juego). Mi
contrincante era sin duda el de mayor edad; su piel blanquecina y resquebrajada,
las manchas en su cráneo, las hinchadas venas en el dorso de sus manos así lo
manifestaban. Me dio jaque mate en la primera en apenas un cuarto de hora, y
jaque mate en la segunda en cinco minutos. (Entre partida y partida volví a
salir a la calle y le pedí otro cigarrillo a un barrendero que fumaba apoyado
en su escoba en una esquina, en una pausa de su noche, un alto en su camino.)
(Por darle tiempo al viejo para recolocar las piezas, me demoré junto al
barrendero y así pude escuchar la canción completa que tarareaba: “duerme el
sabio en cama de lana / duerme el vago en cama de pluma / el reumático duerme
en madera / y el más vivo en un pecho gentil / por la noche barremos las calles
/ los largos paseos manchados de día / las hojas muertas sucias por el hielo /
o la mala costumbre de un can / recogemos papeles y andrajos / colillas pisadas
por zapatos / antes de que por triste fatalidad / vayan de las cloacas al mar /
a veces encontramos un billete / caray ya no vale este dinero / en la hoguera
lo vamos a quemar / pero luego nos entra un gran pesar / y se lo damos a un
ciego pordiosero”). (Al despedirme del amable barrendero y darle las gracias
por su canción, me regaló otro cigarrillo para después, lo que me hizo muy
feliz). (De regreso junto al nonagenario, y sabiendo que la segunda también la
había de perder, le dije al camarero que trajese otra botella, ¿de Rueda, de
Ribera?, pero esta vez medio vacía). Aprendí de él (del anciano jugador) una
lección importante: hay que saber esperar el momento oportuno. Nunca antes me
había ganado, pues en nuestras confrontaciones anteriores yo fui más agresivo y
más frío, y supe controlar la situación (entonces no fumaba). Si alguna vez
llego a su edad, es decir: dentro de tres décadas, ya no podré jugar con él,
pero siempre me quedará la opción de aprovechar el momento más débil de un
adversario más joven a quien el vino (la paella, la ensaimada de crema), la
cocaína, la hierba (el pastel de manzana, la ginebra), las lecturas y el tabaco
hayan puesto a mi disposición, arrogante y confuso ante un tablero
minuciosamente preparado por (y para) la experiencia. Al ser tan claramente
derrotado, le di la mano al viejo en señal de respeto, pagué mis copas (es
decir: mis botellas), pedí cambio. (Inevitablemente) Saqué de la máquina
expendedora una cajetilla de Camel. Me demoré en la acera con el
celofán y le pedí fuego al ex policía que también fumaba en la calle. Después
me alejé sabiendo que nunca más volvería a aquel lugar pues no encajo bien la
victoria de otros, por mucho que me hayan demostrado ser hombres de verdad.
(Pero aquí no acaba todo y ahora viene lo bueno.) (Anduve no sé por cuánto
tiempo por callejuelas desiertas y mal iluminadas, hasta llegar a un amplio
paseo arbolado. Dos o tres bares y sus terrazas llenas, o quizá un solo bar y
una terraza muy extensa. Sentía mucha sed, de manera que entré en ese bar o
esos bares y pedí una botella de agua. Pero me la sirvieron en plástico y el
plástico no me gusta. Le pregunté a la camarera si no la tenía de cristal. “¿Cristal?”
preguntó a su vez la camarera. “Saliendo a la calle, la segunda mesa a la
izquierda.” Antes de salir quise ir al baño. En el lóbrego pasillo que conducía
hasta los lavabos y el almacén encontré el billete del barrendero, un billete gastado
y enrollado, sin duda un falso billete. Lo guardé en el único bolsillo vacío
que me quedaba; en los otros, el móvil -¿a quién llamar?-, la cartera donde
menguaba el dinero extraído del cajero y el paquete de Camel. Sobre la puerta del almacén, las puertas señaladas para
mujeres y hombres a ambos lados, un pequeño televisor en blanco y negro
mostraba el discurso de Pau Casals ante la ONU en 1971, cuando contaba 95 años
de edad, hablando de Catalonia y de
la paz. En la segunda mesa a la
izquierda, pagué con el billete alisado previamente sobre la taza del wáter por
el agua y el cristal. Y luego seguí mi camino. Puesto que cuando ando por las
calles tengo la manía de revisar constantemente mis bolsillos, en un momento
dado descubrí un quinto bolsillo olvidado, el más pequeño sobre el delantero derecho
de los vaqueros, y en él un pequeño bulto no más grande que un garbanzo. Pensé
en mis amigos, seguramente a esa hora durmiendo plácidamente en sus lechos de
lana, pluma y madera; el uno no se decide, pero su voz lo delata; el otro se
acuesta como un león marino; el tercero soporta lo insoportable. ¿Qué libros
pueden imaginarse junto a sus camas? Quizá no leen lo que debieran y yo leo lo
que no debería, y ahí radica el problema. El garbanzo contenido en plástico es
una reserva de energía. Al cruzar una calle por poco me atropella un Falcon
azul metalizado. El jolgorio de las terrazas queda atrás. Casi ya no recuerdo
la derrota ajedrecística, pero tengo muy presente al gato hambriento saltando
sobre la paella. Un portal iluminado con luz roja me detiene. Un garabato chino
a la derecha, junto a puerta exterior medio abierta. Entre esa puerta y la
otra, una cámara de seguridad. No es fantasía imaginar que en su interior juegan
interminables partidas esclavas sexuales. Me lo pienso dos veces. A nadie tengo
que pedirle nada pues tengo mis cigarrillos y voy servido de paella, vino, café,
ginebra, ensaimada, azúcar, coca, pastel de manzana, hierba, agua, cristal,
lecturas… Y sin embargo, ahora me doy cuenta, he perdido El día de la lechuza, y no encuentro en mis bolsillos ni un mechero
ni una humilde cerilla. El libro lo debí olvidar junto al tablero de ajedrez,
cuando fui humillado por aquel nonagenario ex fumador reconvertido al budismo
zen. Y el fuego, durante todo el día y la noche me ha sido prestado, ofrecido,
regalado. No se le da al fuego el valor que se merece. Sobre muchas cosas se
pasa por encima o por debajo, sin reconocer su importancia. Se pretende ignorar
-y alentar la ignorancia sobre el hecho verificado- que una máscara japonesa
oculta en realidad a una china esclava. Si el nonagenario me venció tan
apabullantemente fue porque disfrazó a su reina china de nipona, porque desde
primera hora de la tarde bebía a pequeños sorbos agua mineral con gas, porque
dejó el tabaco a mi edad, y porque viudo o casado no es él quien saca a su
perro a pasear. Una idea como relámpago en la tormenta me hizo entonces levantar el dedo del timbre: conozco perros que no se sacan a pasear a sí mismos. La conclusión de esta parodia se dará más tarde, pues hoy o ayer necesito dormir, más que dormir pensar, más que pensar, soñar... Junto a mi cama, una obra de imprescindible estudio: Teoría de los principios e imposibilidad de los finales.
Salvador Alís.
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