LA OTRA GUERRA
Hace un par de semanas, después de
ver algunos capítulos de una serie de televisión sobre la Primera
Guerra Mundial, e impactado por las imágenes (originales) de los
abnegados y sufrientes caballos, pero no los que montaban al galope
jinetes rusos -si no recuerdo mal- en sus enardecidos ataques, sino
los que arrastrando y cargando pesadas cargas, hundiendo sus patas en
el barro, resoplando por el esfuerzo, consumiendo un aire contaminado
por el olor a pólvora y putrefacción, caballos que al caer rendidos
eran sacrificados y descuartizados, infestados de moscas y consumidos
como fuente de proteínas, pensé en escribir un cuento titulado “La
otra guerra” o “La guerra según los caballos”. En principio la
idea era simple y quedaría resuelta en una noche (o eso es lo que
imaginaba): reunir a un grupo de caballos próximos al frente y
hacerles hablar entre ellos. Sin embargo, la cosa se fue complicando.
Dos noches, tres noches...; y luego aparecieron el perro y el gato y,
con ellos, la posibilidad de otros animales que fueran tomando la
palabra. Para interrumpir el cuento y quedar éste como inacabado, el
azar quiso que encontrara y comprase en el viejo almacén de libros
un delgado volumen cuya lectura parcial se inmiscuyó en la trama: 14,
de Jean Echenoz. En el capítulo 12 de 14
(la breve novela de Echenoz sobre la Gran Guerra), el francés me
adelanta cuatro años (fue publicada en 2012) y expresa algunas de
las ideas que yo tenía en mente e incluso había anotado como
propias (ignorando, una vez más, que nadie escribe nada que otro no
haya pensado o escrito de antemano). Apenas seis páginas le bastan para describir la situación de una multitud de animales afectados por
la guerra, y la simple descripción que hace de ellos es digna de
destacarse: “granjas en llamas y campos sembrados de cráteres,
ganado y aves de corral”, “toros ingobernables por su carácter
vengativo”, “ovejas que vagabundeaban por los restos de
carreteras”, “cerdos a la deriva”, “patos, gallinas, pollos y
gallos en vías de marginalización”, “conejos sin domicilio
fijo”, “ocas desnortadas”, “perros y gatos privados de amos
tras el éxodo civil, sin collares ni comedero cotidiano garantizado,
camino de olvidar hasta los nombres que les habían puesto”, “aves
de esparcimiento como las tórtolas, incluso puramente de adorno como
los pavos reales”, “animales independientes, cuerpos comestibles,
liebres, corzos o jabalíes”, “ranas o aves que se podían acosar
y derribar”, “truchas, carpas, tencas o lucios que se pescaban a
golpe de granada”, “marginales tales como el zorro, el cuervo, la
comadreja, el topo”, “elementos incomestibles por su potencial
guerrero, reclutados a la fuerza por el hombre dada su aptitud para
prestar servicios, caballos, perros o colúmbidos militarizados”. Y
no olvida Echenoz incluir en la lista “otro tipo de animales,
innumerables, de menor tamaño y más temible naturaleza: toda suerte
de parásitos irreductibles que no sólo no ofrecían ningún aporte
nutricional, sino que, por el contrario, se alimentaban vorazmente de
la tropa”, como era el caso de los piojos. Y concluye con “el
perpetuo adversario, el otro enemigo mayúsculo”: la rata. A pesar
de Echenoz, cuyo libro leeré cuando termine con Mrozek, no renuncio
a editar mi cuento interrumpido o inacabado, consciente de que su
argumento requeriría mucho más tiempo del que puedo disponer y una
concentración y persistencia de las que no me siento capaz. Tampoco
es mala cosa un argumento así, que una vez planteado no avanza y no
termina, pues permitirá al lector que lo desee escribir su propio
cuento o, al menos, imaginar su propio final.
En un claro del bosque, donde
podían hablar sin ser escuchados, se reunieron en una oscura y
húmeda noche de finales de agosto de 1918 Le Général y sus
Oficiales. Retaguardia del frente franco-alemán, zona francófona
(aunque eso a los caballos les trajera sin cuidado, pues caballos
franceses y caballos alemanes hablaban la misma lengua, su propia
lengua de caballos que no se basa en fonemas sino en relinchos).
Le Général, un viejo,
enérgico y sabio percherón de 1,90 metros de alzada y 1.300 kilos
de peso, debía su nombre a una perfecta mancha blanca en forma de
estrella sobre su frente, la única interferencia en la totalidad de
su pelaje negro azabache. Sobre su lomo y, principalmente, sobre su
grupa y nalgas, cientos de cicatrices cruzadas contaban su historia.
Esa noche había deshecho con sus
dientes el desganado nudo de la cuerda que lo ataba a uno de tantos
árboles que cobijaban a caballos y a soldados, apenas distante
algunos kilómetros de las trincheras enfangadas por la lluvia de la
última tormenta y la sangre de los atrincherados, y con un vivo
aunque suave resoplido había convocado a otros destacados caballos,
que imitaron su gesto, a una importante reunión para reflexionar
sobre el curso de la guerra.
- Esto no puede seguir así -dijo
Le Général-, siempre hemos sabido que los hombres eran
crueles, que estaban locos, pero ahora su locura está llegando a
extremos insoportables y delirantes. Han convertido el mundo en un
infierno donde todos ellos son a la vez diablos y condenados.
- Nos obligan a cargar con sus
pertrechos -añadió otro viejo y cansado caballo, con grado de
Coronel-, con sus armas, piezas de artillería desmontada, ruedas,
cañones, bombas, combustible, comida, agua, toneles de vino, fardos
de tabaco, medicamentos que no comparten con nosotros aunque también
los necesitemos.
- Y no olvide usted -alzó la voz
un joven Capitán- que debemos transportarles a ellos mismos,
colectiva o individualmente, lo mismo da que estén furiosos, que
ataquen, que se retiren, enfermos, heridos o muertos.
- Yo opino, si se me permite opinar
-dijo un pequeño pero impetuoso caballo Cabo-, con todo el respeto a
mis superiores, que se olvida lo esencial; que lo de menos son los
latigazos o las cargas que nos hacen soportar; pues lo más
importante, lo más vejatorio e injusto para un caballo que sirve a
su Patria, es que cuando caemos rendidos, habiendo entregado toda
nuestra fuerza y todo nuestro aliento, se nos sacrifique y
descuartice para servir de alimento a las tropas.
Y así, uno tras otro, los caballos
más comprometidos, los líderes de sus grupos y razas, fueron
expresando su descontento con una guerra que no era su guerra,
pero que padecían en igualdad de sufrimiento con los humanos.
Entonces Le Général hizo
una propuesta que todos los Oficiales escucharon con la máxima
atención.
- Antes de la guerra -dijo- mis
amos me llevaron desde las afueras de París, donde yo vivía, hasta
Berlín, para un acontecimiento ecuestre, una exhibición creo que la
llamaron, y en aquella competencia, enfrentados caballos alemanes y
caballos de otros varios países, conocí al gran Pferd, un
westfaliano noble y muy competitivo, de maneras educadas y basta
cultura dado que provenía de un castillo significado por una enorme
biblioteca. Por caballos desertores he sabido que el gran Pferd
está tan harto como nosotros de esta guerra sin sentido, y que
entre sus filas no cunde el desaliento sino la idea de la rebelión.
Propongo que hagamos llegar un mensaje secreto al gran Pferd,
para firmar con nuestros congéneres alemanes la ansiada paz, y nos
retiremos, cada bando en su dirección, a nuestras aldeas, granjas y
prados, donde podamos retomar nuestra vida soportable y feliz.
- Pero eso -alertó tímidamente un
Teniente temeroso- podría suponer que los hombres, al darse cuenta
de nuestra retirada, volvieran contra nosotros sus fusiles y
ametralladoras.
El más veterano de los caballos,
entregado a la guerra desde el verano de 1914, habiendo calmado su
sed con el rojo burdeos que rezumaba de las dos barricas que
durante días había transportado, dijo con buen criterio que tal
posibilidad era improbable, pues si los hombres fusilaran en masa a
sus caballos ¿quién cargaría entonces con sus armas, piezas de
artillería desmontada, ruedas, cañones, etcétera?
El Teniente, dándose por aludido y
no deseando quedar como cobarde, tuvo que sostener sus argumentos.
- Si todos estamos de acuerdo en
que esta guerra es una locura y los hombres que la han causado y la
prolongan no ven otro horizonte distinto al exterminio, ¿cómo
podemos confiar en que razonen y concluyan que abatir a los caballos,
a un lado y al otro del frente, no será en modo alguno una solución
y, a la inversa, les perjudicaría enormemente?
En un claro del bosque, donde
podían hablar sin ser escuchados, los caballos franceses imaginaban
que en otro claro del bosque, donde tampoco podían ser escuchados,
los caballos alemanes, quizá en esta misma noche, debatirían los
mismos asuntos cruciales para la supervivencia de su especie. Pero
¡qué difícil ponerse de acuerdo, unos y otros, y más aún, los
unos con los otros!
Casi a punto de amanecer, cuando la
luz de la mañana situaría cada cosa en su lugar, cuando el orden
establecido, es decir: la guerra, volviera a imponerse sobre el
desvarío nocturno de un grupo de caballos rebeldes o descontentos,
aparecieron en el claro del bosque, procedentes del entramado sombrío
de los árboles circundantes, un perro y un gato a los que la
adversidad había hecho amigos o, por lo menos, socios.
Los caballos conspiradores los
recibieron con recelo, sospechando que tal vez fueran espías. En
todo caso resultaba extraño ver acercarse unidos a dos sujetos de
tan distinta naturaleza.
El perro, un magnífico ejemplar de
Pastor Blanco Suizo al que algunos caballos confundieron con un
Pastor Alemán Albino, ladró de inmediato "¿Quién está al
mando?". Después de un largo silencio, según la medida del
tiempo del impaciente perro pero no según la medida del tiempo del
paciente gato, y como ningún caballo se atrevía a levantar una pata
por miedo al desequilibrio, Le Gènèral levantó, no una,
sino las dos patas delanteras, indicando con ese nervioso gesto que
él asumía la responsabilidad de la confabulación y que hablaría
en nombre de todos los caballos.
- De manera que el gran caballo
negro es aquí el jefe -dijo el perro con cierta sorna-. Y preguntó
¿Cómo debo llamarte?
- Me conocen como Le Gènèral.
- Pues bien Mon Gènèral
-continuó el perro luego de dar un salto y subirse a lomos de un
caballo despistado-, mi nombre es Hund y el de mi compañero
Katze, y llevamos horas escondidos en la maleza baja del
bosque, escuchando vuestros temores, hipótesis, planes y
contradicciones.
- Entonces ambos, perro y gato,
sois espías -replico Le Gènèral-, enviados por los Imperios
para averiguar a través nuestro la estrategia del ejército al que
servimos.
- Nada de eso -dijo Hund-
sino todo lo contrario.
El gato Katze, que debido a
su innata precaución se había mantenido, hasta ahora, en la justa
distancia de seguridad, se fue acercando parsimoniosamente, oscilando
su cola como saludo y advertencia e hipnotizando a todos con su
atrevimiento, y se situó frente a Le Gènèral, al alcance de
sus patas, sin mostrar el más mínimo atisbo de temor.
- Queridos, admirados y valerosos caballos franceses -maulló el gato modulando sus maullidos como el
gran orador que era-, como ya os ha dicho mi amigo Hund me
llamo Katze y, antes de seguir, debo deciros que ni él ni yo
ostentamos ningún grado, pues no pertenecemos a ejército alguno, no
somos espías, no trabajamos para un gobierno, no obedecemos órdenes
de una cúpula militar, no somos monárquicos, ni imperialistas, ni
zaristas, ni bolcheviques, ni republicanos, y tampoco estamos seguros
de ser, y si lo fuésemos no nos importaría, representantes de razas
puras, no hemos iniciado esta
guerra, no participamos en ella, no colaboramos con ninguno de los
bandos, pero sí que padecemos al igual que vosotros las nefastas
consecuencias de la guerra. No debéis sentiros solos en vuestro
padecimiento, pues también perros y gatos somos víctimas de
semejante atrocidad. Y es más, otros muchos animales comparten
nuestros pesares, aunque la mayoría han huido de esta y otras zonas
de guerra, pues es insoportable para ellos el tronar de los cañones
y el silbido de las balas.
- Tus palabras, aunque parecen
sinceras, me hacen dudar de tus palabras -saltó el Coronel- puesto
que como todo el mundo sabe el perro es absolutamente fiel a su amo,
y en este caso, tu amigo Hund, por su origen, pelaje y olfato,
no puede ser sino un enviado de la Triple Alianza.
- Supongo, Señor -corrigió el
Cabo al Coronel- que usted no ignora que algunas alianzas se han
deshecho y otras nuevas se han creado. Nada parece estable en este
mundo.
-
Con su permiso, mi Coronel -relinchó desafiante el joven Capitán-,
no me parece que importe tanto dilucidar ahora si los visitantes
trabajan para los alemanes, los austro-húngaros, búlgaros u
otomanos, o trabajan para sí mismos, en busca de su propia defensa,
libertad y felicidad. Debemos escucharles y aprender o interpretar lo
que nos digan, para después sacar nuestras conclusiones.
- Estoy de acuerdo, permitamos que hablen -dijo el caballo despistado-, pero que el perro vuelva a poner sus patas sobre el suelo y no tenga yo que soportar su peso.
- Ocupa tu lugar junto al gato y frente a mí -ordenó Le Gènèral girando la cabeza hacia Hund-, y daos prisa con las explicaciones porque pronto amanecerá y, entonces, mientras vosotros volvéis a la seguridad del bosque, nosotros deberemos acometer otra larga y agotadora jornada.
- Vosotros, caballos herbívoros -continuó Katze sin esperar a que su amigo obedeciera la orden-, no tenéis como nosotros el instinto de la sangre. Si participáis en cacerías o en ataques es sólo como medio de transporte, dotando de velocidad y altura al cazador o al guerrero. Alguna vez, aunque esporádicamente, sois presas y víctimas de depredadores, un oso hambriento, una jauría de lobos; pero en vuestra inocencia ignoráis que vuestro mayor depredador es el hombre, que os esclaviza al igual que hace con otras muchas especies. El hombre es egoísta y de todo quiere sacar provecho, es despiadado y carece de espíritu, por eso caza, mata, domina, se enfrenta a otros de su misma condición y hace enemigos allí donde posa su mirada. Sólo en casos excepcionales, de los que yo puedo dar ejemplo, tolera a otros seres a su lado sin verlos como siervos o alimento.
- Y sin embargo mi dueño -intervino Hund- corría a mi lado y me acariciaba. Creo que era un hombre bueno. Pero quedó sepultado en la casa después de un bombardeo. Yo podía olerlo, sentir su sangre bajo los escombros, su agonía, su muerte; no pude hacer nada. Creo que no todos los hombres son injustos, locos o asesinos, y también por esa razón debemos detener esta guerra: porque
Salvador Alís.
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