domingo, 28 de agosto de 2016

ZOONOSIS (SEGUNDA PARTE)

ZOONOSIS (SEGUNDA PARTE)

Mordido por la vida como un perro -no él como perro, sino la vida- un señor de mediana edad (considerando que tal señor pudiera vivir ciento veinte años), se encuentra de repente, llevado por los acontecimientos, ante la puerta del Hostal Cuba.

La noche es tremendamente húmeda y calurosa, sobre todo después de una larga jornada de agotador trabajo, después de andar y andar sin meta deseada, por el impasible designio de otros que no consideran ni se paran a consideran que su esfuerzo es su salario (el de ellos, pues el suyo, por más que merecido, está menguado).

La rabia del señor uniformado, sabedor de que esta noche humilla su uniforme, no se parece a nada de lo vivido hasta entonces. Se trata de una rabia nueva, más profunda que otras, más incuestionable, tan madura como una infrutescencia que, finalizando agosto, ya se cae de su árbol y se pudre en el camino.

¿Alguien ha visto, recientemente y en su círculo -se pregunta el señor-, los ojos de un perro afectado por un rhabdoviridae?

En el interior del Hostal Cuba (las mesas de la terraza que circunvalaban el edificio han sido recogidas a partir de cierta hora por decreto municipal y para no enrabiar a los vecinos) suena una música atronadora, martillos abstractos que golpean las sienes y, a pesar de ello -o por su causa-, entran más de los que salen. Imposible sacar una copa. Se bebe adentro, se fuma afuera.

Entran mujeres de dos en dos, de tres en tres, de cuatro en grupo, con ajustados vestidos estampados y cortos -como recién cortados, para la noche, con tijera.

El portero ¿argentino? hace bromas sobre las copas y los ladrones de copas según su nacionalidad. El polvo de color indefinido vuela en la noche de los dedos índices a la lengua, a los dientes, a la nariz; lo mismo que el humo, el ruido, las luces, la penumbra y la antepenumbra.

El señor de mediana edad es encuadrado en la fotografía, con su copa de vino y su rabia, mientras otros hacen alarde de sus pezones bajo la camiseta. En la pista de baile del Hostal Cuba, hombres altos y curiosamente feos intentan competir mediante sus movimientos deslavazados y asincrónicos con mujeres que hacen alarde de sus traseros mediantes espasmos causados por el furor y la música.

El comité que festeja la penúltima partida del que se va no puede ser más heterogéneo: el Mato, el Fili, el Lolo, el Jazmín, el Kete, el Blowing, el Pollo y el Erre. Merecería la pena, si la rabia no lo impidiese, detenerse en cada uno de los personajes de esta comedia. Pero el tiempo reclama lo que es del tiempo y la rabia lo que le pertenece.

Ayer se escapó un gato multicolor del piso tercero de esta finca (cuyos pilares heridos aún no han sido vendados). Se fue con la noche (se confundió con la noche) y la noche lo hizo suyo.

Cuando el señor de mediana edad detiene un taxi, al poco de arrancar, el taxista se vuelve hacia él y le pregunta- "¿Es usted policía?". Antes de responder recuerda que hace ya cuarenta años alguien le hizo una pregunta similar, en otras circunstancias, desde luego, tan distintas. Y siente ese cansancio de la repetición y lo ya vivido como rabia, mordido por la vida (un bocado a la derecha, sobre la cintura, bajo las costillas).

"¿Le parezco un policía? ¿Cree usted que soy un policía? ¿Por qué? ¿Por mi uniforme? ¿Por mi cara? ¿Por mi apariencia?"

"Más bien por su actitud."

"Me parece una frivolidad juzgar a la gente por su actitud, puesto que la actitud es cambiante según el momento de la representación y el público que uno tiene."

"No se ofenda. Me lo pareció."

"No me ofendo. Y como prueba de mi buena voluntad, y puesto que el trayecto es corto, ¿qué tal si nos tuteamos?"

"Sería lo suyo."

"Sea pues."

"¿Dónte te dejo?"

"En la puta plaza que te dije al subir a tu puto taxi, mamón de mierda."

Y entonces, cuando finalmente el taxi se detuvo, el señor de nuestra historia le dio un buen mordisco al taxista, desde atrás, en su flaco cuello, para transmitirle una parte de su rabia. Y a pesar del mordisco, le pagó la carrera con un billete azul esperando que el mordido le devolviese el cambio.

En el Gran Guiñol de los bajos del Hostal Cuba, más mujeres que hombres siguen bailando, ellas conscientes de su cuerpo y de su sexo y ellos escapando de la realidad (quizá por miedo a enfrentarse a su realidad) mediante técnicas químicas.

Le preocupa al homenajeado (al convocante) la pérdida de unas gafas de sol. Aquí se plantea un complejo asunto que incumbe al mirar y al ser mirado. En realidad teme perder el paraíso, pero una voz ajena, que se abre paso entre la música atronadora (y que de alguna forma ya está en su cabeza), le recuerda que "el paraíso se encuentra donde tú lo construyas". Así de simple es la cuestión. No temas perder el paraíso ni esperes encontrarlo en otro lugar. O lo llevas contigo o el paraíso no existe.

En el paraíso de Bruegel muchos animales conviven o se hallan en paz en el interior de una naturaleza opuesta al interior del Hostal Cuba (donde machos y hembras compiten unos con otras, unos con otros y unas con otras por la sublime y falsa idea de la reproductividad).

La rabia, a estas alturas, no permite pensar con claridad. La administración de inmunoglobulina no garantiza una completa curación. Se hace tarde para todo -piensa el señor de mediana edad presa de un ataque de rabia-, para todo, para pensar y para escribir. ¿Pero quién negaría que el 99 % de las mujeres que bailaban en el Hostal Cuba no estarán en este momento jodiéndose unas a otras y jodiendo a quienes las deseaban?

¿Quién negaría que en esta comedia intrascendente lo de menos son los personajes y lo que cuenta es el argumento?

Sí, ¿pero cuál es el argumento?


Salvador Alís.







  








sábado, 27 de agosto de 2016

ZOONOSIS (PRIMERA PARTE)

ZOONOSIS (PRIMERA PARTE)

Una plácida tarde de finales de agosto, un señor de mediana edad (considerando que tal señor pudiera vivir ciento veinte años), sintió un repentino ataque de rabia.

Ese ataque y esa rabia no venían a cuento, pues -como se ha dicho- era plácida la tarde; y el sol estaba cayendo tras las montañas y sonaba una dulce música que tranquilizaba los corazones.

Pero la rabia -eso es seguro- la sintió en todo su ser, cuerpo y alma, comenzando por su mano, que se agitó, y acabando en sus ojos, que se oscurecieron.

Se encontraba el señor sentado en una cómoda silla de plástico, frente a una baja mesa circular que contenía apenas cinco objetos: una copa de vino blanco (en realidad, amarillo pajizo), un cenicero de cerámica blanca conteniendo algo de agua, un encendedor barato y verde, un paquete de Camel y un móvil apagado en su funda de cuero negro.

En el Bloc de Notas de ese móvil, a las 20:41, había escrito: "A la izquierda, una maceta blanca con florecillas azul pálido y una cortina natural de finas cañas de bambú; a la derecha, senos gigantes de bronce sobre el suelo de tierra, como escultura; al frente, los mástiles de los barcos y, ente ellos, una inmensa grúa de hierro pintada de gris. Algunas luces se van encendiendo en el puerto. Y el conjunto de este paisaje lo sobrevuelan las gaviotas como expertas vigilantes."

En esa terraza sobre las murallas frente al mar, una veintena de mesas eran ocupadas, en su mayor parte, por turistas adinerados, buenos conversadores (aunque el señor no entendiera una palabra de lo que decían), educados, bien vestidos, elegantes con sus grandes copas de balón, sus copas aflautadas, sus cónicas copas, sus mecheros de oro, sus miradas perdidas.

El señor, conteniendo su rabia, pues un momento antes pensaba en otro señor -tan diferente a él- reflexionando sobre sus defensas desde su alta torre, clavó sus ojos en aquellos en que pudo clavar sus ojos: un calvo bronceado de ademanes suaves, pantalón rosa, camisa celeste de manga larga y un jersey amarillo cruzado sobre el cuello; una rubia por los destellos de su oro (colgante de sus orejas, pecho, muñecas, tobillos); una pareja de enamorados jugando con sus manos (veinte dedos) en un extremo de la terraza; una mamá devorando a su bebé -en apariencia- por la intensidad de sus besos; un par de adolescentes cuyas frases sueltas, escuchadas de paso, iniciaban un poema; un artista (o pretendido artista) inmóvil ante el Bou; una jovencita de dieciocho enfundada en los vaqueros cortos de su hermana de doce; un grupo de actores pornográficos exhibiendo su belleza.

La rabia, sin embargo, iba apoderándose del señor por más que contemplara (o por el hecho mismo de contemplar) aquella placidez.

La camarera vestida de ficha de dominó (una de tantas entre un ejército de camareros), la que le había servido una copa y otra copa, tan atenta y pendiente del bienestar de sus clientes, al notar su extrañeza, se vino frente a él y le preguntó: "¿Le ocurre algo? ¿Se encuentra bien?"

"Siento rabia." -le contestó el señor. "Una rabia inmensa de procedencia desconocida y que -intuyo- pronto no seré capaz de controlar."

"¿Le ha mordido un perro, un lobo, un zorro, acaso un murciélago?" -le interrogó la camarera.

"No." -dijo el señor. "Ningún animal me ha mordido."

"¿Entonces?" -insistió la camarera, protegida del señor con su ajustado delantal negro.

"Creo que ha sido la vida."

"¿La vida?"

"Sí, la vida. Creo que ha sido ella la que me ha trasmitido el virus. Un bocado a la derecha, sobre la cintura, bajo las costillas."

"¿Y qué diría usted, que se encuentra en la fase prodrómica o en la neurológica?"

"La verdad, no sabría qué decirle."

"Me preocupan sus ojos..., me mira usted de una manera..."

"Para relajar la tensión le propongo que nos tuteemos."

"De acuerdo. Pero entonces, dime, ¿cómo me ves?"

"Sé que antes vestías de negro y blanco. No entiendo por qué ahora te has disfrazado de rojo."

"No he cambiado mi uniforme, será la luz del atardecer que me ilumina de otra manera."

"Será la luz."


Salvador Alís.





 








LA LENGUA DEL PÁJARO

LA LENGUA DEL PÁJARO

La lengua de pájaro carpintero, extraordinariamente larga, da la vuelta a todo su cráneo: comienza sobre el pico, en los orificios nasales, pasa por encima de sus ojos, rodea su cerebro, se bifurca ante su cuello para luego volverse a unir, entra por la base del pico y aún sale de él con la longitud suficiente para atrapar a los insectos ocultos en los agujeros de los árboles que practica.

Algunos pájaros hacen su propios nidos y otros invaden los que no les pertenecen.
Algunos pájaros vuelan en bandadas y otros en solitario.
Algunos pájaros, los más jóvenes, se apuntan al coro de iniciados
y compiten con sus picos y su canto.
Así no hay manera de entenderse.

Algunos pájaros poseen dientes afilados, que sólo muestran en ocasiones.
Algunos pájaros tienen cuatro alas, seis, ocho, doce..., una o ninguna.
Algunos pájaros pían por piar.
Así no hay manera de entenderse.

Algunos pájaros tienen la lengua larga, otros la tienen corta
y otros ni siquiera tienen lengua.
Algunos pájaros dicen "pio" y otros dicen "poi".
Algunos pájaros vuelan bajo y otros vuelan más alto.
Así no hay manera de entenderse.

Algunos pájaros imitan con su canto a otros y desconciertan a los oyentes.
Algunos pájaros cantan por la mañana y otros por la noche.
Algunos pájaros se comen los huevos ajenos.
Así no hay manera de entenderse.

Algunos pájaros se zambullen en el agua y otros en las nubes.
Algunos pájaros no vuelan por más que lo intenten.
Algunos pájaros son omnívoros y otros apenas carroñeros.
Así no hay manera de entenderse.

Algunos pájaros no son realmente pájaros sino pingüinos, aves marinas.
Algunos pájaros se tragan mil hormigas en un día.
Algunos pájaros son capaces de copiar el lenguaje humano.
Así no hay manera de entenderse.

Algunos pájaros no duermen o duermen en el aire.
Algunos pájaros se mueren de frío.
Algunos pájaros son de metal y van armados.
Así no hay manera de entenderse.

Algunos pájaros se estrellan contra los cristales, se rompen el pico.
Algunos pájaros no tienen cerebro, sólo lengua.
Algunos pájaros dominan muchas lenguas, pero guardan silencio.
Así no hay manera de entenderse.

Mi lengua es corta y mi entendimiento es largo -piensa un pájaro.
Mi entendimiento es corto y mi lengua es larga -piensa otro.
Y sin embargo, el pensar no se hizo para los pájaros.
Así no hay manera de entenderse.

Salvador Alís. 

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DEFINICIÓN DEL CAOS

DEFINICIÓN DEL CAOS

"Una vez que uno ha visto el caos, debe construir algo para ponerlo entre uno y esa terrible visión, entonces crea un espejo, pensando que en él reflejará la realidad del mundo, pero luego comprende que el espejo sólo refleja las apariencias y que la realidad está en otro sitio, detrás del espejo. Y entonces recuerda uno que detrás del espejo sólo está el caos."
John Banville

¿Podría definifirse el Caos como una anomalía? ¿Y por qué no? Lo cierto es que cualquier cosa puede definirse como cualquier cosa. ¿Qué nos impediría, siendo así, afirmar que el mono es un semi-hombre que imita los gestos de los hombres; que la duda y la cobardía son un ser desconocido que calza zapatos negros adaptados a sus pezuñas; que un círculo es un cuadrado; que una ley matemática, pretendiendo ser luz, sólo es tiniebla; que la libertad es una jaula latiente cuyos barrotes se abren o separan al máximo cuanto más lejos de ellos nos situemos (es decir: en el centro de la jaula) y se cierran o acercan al máximo cuanto mayor sea nuestra proximidad; que una rosa amarilla es un león vegetal, las espinas de su tallo las uñas de su garra, sus bigotes los estambres (filamentos y antenas); que un lema es un sígueme si puedes, hasta el final?

¿Cómo vamos a creer que el Caos Primigenio consistía en la confusión de todos los elementos existentes antes de la organización del Universo, si luego aconteció un Universo Organizado? Lo que ha de devenir en un orden no puede sino ser ya en potencia un orden. A no ser que el universo actualmente existente siga siendo confuso y contenga en su trayectoria la claridad de una dirección y el desorden de un proyecto. 

Alguien debió decir, en algún momento, que el Caos es algo que únicamente está en mi cabeza. ¿Será lo que piensa la mujer que cruza la calle bajo mi balcón, alumbrándose con la luz de su móvil, incapaz de pisar la sombra que proyecta y que, por ese motivo, se da la vuelta y camina de espaldas, mientras el juego superior de las luces de las farolas va cambiando delante y atrás la sombra de la que no puede desprenderse, la sombra que ella trata de evitar con su propio juego de darse una y otra vez la vuelta, sin conseguir evitarla? 

La matemática más simple sirve para lograr simples objetivos, por ejemplo: construir una silla. Todo el mundo sabe que una silla normal debe tener cuatro patas, pero todo el mundo puede aceptar que tenga más de cuatro (ahí no existe problema) y hasta un mínimo de tres. Más difícil es concebir una silla de dos patas o de una, pero la matemática y también la física dicen que es posible, que todo depende del centro de gravedad y de la anchura de la base de apoyo. Incluso una silla de una sola y delgada pata, cuyo asiento se encontrase desplazado respecto a su centro o eje de gravedad sería estable si esa pata se hundiera a la suficiente profundidad en el suelo. Una simple silla no tiene porque representar un sistema caótico; tampoco una silla compleja o muy singular.

Los monos semi-hombres se parecen a las clásicas sillas, se sustentan sobre cuatro patas, pero de vez en cuando se yerguen sobre las dos traseras para imponer respeto y golpearse el pecho como definición de su hombría. Y algunos zapatos de tacón de aguja, sin hundirse en el suelo, más bien haciendo saltar chispas en su constante roce con el cemento, el mármol, la piedra viva..., podrían definirse (frecuentemente) como hembras humanas erguidas. Imaginen a la hija de Minos y Parsífae, tratando de salvar a su ¿enamorado? Teseo, corriendo por el laberinto sobre zapatos de tacón mientras desovilla su ovillo perseguida por el Minotauro: eso es un sistema caótico. ¿Acaso Ariadna no acabaría enredándose en su propio hilo, que se cruzaría una y mil veces con su sombra y sus tacones (en el caso de que el laberinto estuviera iluminado con antorchas)? ¿Pueden seguirme todavía?

Si el Caos es en resumen una ausencia de orden, ¿qué es entonces el Mundo? Si definimos el Mundo como un conglomerado de átomos donde es posible que alguien, mediante el eterno juego de la superación, haya provocado una reacción en cadena utilizando uranio y plutonio, neutrones y sus propiedades (y otros elementos conocidos o desconocidos, controlados o descontrolados), cuyo resultado fuera Little Boy, Fat Man, Hurricane, Bomba del Zar o Nº 6..., ¿entonces qué es el Mundo?

Un sistema caótico es la Guerra (que puede definirse como una mariposa-lanzallamas), de imprevisibles consecuencias; la Economía Global, que produce altos intereses de incertidumbre; la Justicia Misteriosa (sin variaciones sustanciales desde el primer párrafo de El proceso: "Alguien debía de haber calumniado a Josef K., pues sin que éste hubiera hecho nada malo fue arrestado una mañana."); los viajes espaciales, por su fascinación ante el Caos y la posibilidad de hallar escenarios imprevistos; la imposible pretensión de vivir en la Verdad ("De vez en cuando di la verdad para que te crean cuando mientes.", según Renard); la Amistad, que apenas se sustenta en los ocasiones; el Sexo, que se sustenta apenas en instantes de ocasiones; el Tiempo, del que ignoramos de dónde viene y a dónde va y, de paso, a dónde nos lleva; la Música, que a través de sus variados sonidos provoca estímulos diversos en nuestras neuronas y reacciones en cadena que provocan la Explosión Total (definida como la voz de los dioses); la Selva, que es el otro laberinto no trazado por los hombres, donde el comportamiento errático de las fieras, los reptiles, los insectos..., nos impiden conocer (o elegir) el camino transitable. ¿Aún no se han perdido?

Decir que el Caos es equiparable a la Libertad y que el Orden implica la ausencia de Libertad ¿es tal vez una exageración? ¿Es competir sin miedo? ¿Es negar las reglas establecidas por el Orden y para el Orden? ¿Es jugar en desventaja? ¿Ser consciente de que el Gran Orden depende de un pequeño orden aleatorio? Una insignificante modificación en la maquinaria del Orden puede dar lugar a la poesía. Lo que cada cual entienda como poesía me trae sin cuidado.

La poesía no es el Caos, aunque lo puede contener y asimilar; pero siempre lo expresará a su manera. El Caos no permite conocer el futuro, porque su lanzamiento es en todas direcciones y en ninguna; la poesía, sin embargo, busca el centro, la posición adecuada desde la que contemplar el espectáculo de la jaula latiente abriendo sus barrotes, acción que la jaula no puede evitar dado que se la piensa con un pensamiento centrado, antinomia en el seno del Caos y del Orden que inclina la balanza según el peso del instante, de la escritura, de la lectura y del lector.

Son numerosas las palabras del Caos, arbitrarias las definiciones, inexactas las premisas y quizá ilógica la exposición, pero ¿quién se atreverá a negar que todo Caos muere por sí mismo, y que ese morir por sí mismo lo define, le otorga exactitud y repele todo ataque? Me asomo al balcón por última vez esta noche (¿realmente será la última vez?) y veo una silla abandonada en una esquina; tiene cuatro patas y ruedas en las patas pero no se mueve, está quieta o aquietada; no sirve como definición del Caos.

Definición de tacones de aguja: un hilo pasa por el ojo de una espina del tallo de una rosa para coser en un papel mis palabras sobre una mujer que me visita en mi última jaula, donde quizá se abra una ventana a un paisaje de árboles y flores y un estanque circular (cuadrado) con pececillos rojos y dorados, y yo escriba o pinte con mi última sangre. El Caos no es para bien ni para mal, es simplemente lo que es, una anomalía sujeta a sus propias reglas, por mucho que dichas reglas nos parezcan incomprensibles. Si llegaron hasta aquí, sepan que aquí no significa un final.

Salvador Alís.



 

   







FILOSOFÍA DEL HOMBRE CORRIENTE

FILOSOFÍA DEL HOMBRE CORRIENTE

A veces se compara (o se contrapone) el cerebro humano a un ordenador. Se dice que el ordenador (un producto al fin y al cabo de manofactura humana) es capaz de contener infinitamente más información (más datos) y procesarla a muchísima más velocidad (una velocidad inconcebible para nosotros) que el mejor y más capacitado cerebro humano; que un día, no muy lejano, algún ordenador conectado a otros millones o miles de millones de ordenadores (la suma que multiplica) desplazará a los humanos en la toma de decisiones vitales, por su indudable saber, su absoluta imparcialidad y la infalibilidad de sus predicciones, su apuesta segura (rozando, igualando o superando el cien por cien de aciertos). Esto se dice, que un día no muy lejano... ¿Pero quién puede negar que ese día no muy lejano ya sea hoy o fuese ayer?

Un Ordenador Supremo, que contuviera todas las Leyes, Constituciones, Declaraciones de Derechos, Normas y Códigos emitidos por la raza humana, en todas las Épocas, en todas las Civilizaciones, Estados, Regiones, Ciudades..., ¿no debería ser capaz de sintetizar, extraer lo mejor, lo más adecuado, lo más acorde con el bienestar común y presentar una Ley Universal que nadie, en su sano juicio, pudiera negar? Un Ordenador Omnipotente y Omnipresente, que contuviera todas las Religiones, los Libros Sagrados, las Escrituras, los Mitos..., ¿no podría acaso crear un Dios Verdadero o, por lo menos, más Justo? Un Ordenador Sapientísimo, alimentado con la Filosofía de Todos los Tiempos, los Tratados, las Críticas, los Sistemas, el Pensamiento en su conjunto de toda la humanidad desde que la humanidad empezó a pensar..., ¿no hubiera dado ya respuesta a todas las grandes cuestiones planteadas acerca del Ser y del Sentido? Un Ordenador orientado hacia el Cosmos..., ¿no habría descubierto ya el Origen y el Fin del Universo? Un Ordenador al que se le hubiesen transmitido todos los Conocimientos Médicos, Historiales, Experimentos, Investigaciones realizadas o en curso, todos los Archivos Hospitalarios y Farmaceúticos... ¿no sería imaginable de él que nos regalase la cura definitiva de todas las Enfermedades?

Algo se nos escapa, no cabe duda, pues hace años que un Ordenador Ajedrecístico (cuya memoria albergaba millones de partidas, muchas de ellas geniales, y, tal vez, como en el problema del tablero y los granos de trigo, trillones de jugadas y combinaciones posibles), y programado para elegir siempre la opción ganadora) resultó imbatible ante todo un Campeón del Mundo, y teniendo en cuenta los vertiginosos avances informáticos, no se entiende que en este año 2016 no exista una Ley Universal, un Dios Verdadero, una Filosofía Absoluta (y absolutamente incuestionable), una descripción exacta del Universo, una Inmortalidad accesible para todos.

Compensa estas lagunas un profundo lago del que la mayoría solo advierte la superficie: el lago de los Juegos Virtuales, tan divertido en apariencia, y que tantos monstruos esconde en su interior. Lo que se reparte hoy a manos llenas, lo popular, lo democrático es el juego, un Infantilismo Controlado que impide que el niño alcance su edad adulta, pasando del Juego a la Muerte sin darse cuenta de que la Vida anda por medio. Los falsos profetas (vestidos de ovejas pero, en el fondo, lobos rapaces), científicos, psicólogos, sociólogos y portavoces varios de las élites que ordenan el juego, nos hablarán de narcisismo, superación, inseguridad, sociabilidad, etcétera. No piensan en otra cosa que en colmar sus expectativas de ganancia para una vida breve pero intensa, confundiendo la intensidad del brillo del oro en un collar o una pulsera con la intensidad de la llamas internas, del fuego que se consume a sí mismo sin consumirse (aún) como el pequeño sol al que todo hombre, excepcional o corriente, tiene derecho a guardar.

La filosofía del hombre corriente. La duda de si unir ambos términos ("filosofía" y "hombre corriente") es lícito o ilícito, conveniente o inconveniente. ¿Puede un hombre cualquiera guiarse o siquiera aspirar a seguir una filosofía determinada? ¿Puede él mismo ser en algún grado un filósofo? Habría que definir en primer lugar al hombre corriente, y esa es una tarea imposible (para el que escribe, a estas horas de la noche) de no recurrir a la poesía. Un hombre corriente soy yo y no soy yo. Es decir, que la apariencia y el ser se oponen para formar parte de la definición.

Si mi cerebro fuese un ordenador se compondría, además de otros elementos, de cuatro discos duros (o como quiera denominarse a cualquier formato de almacenamiento de memoria), uno interno y tres externos. Comenzando por los externos (los más accesibles) se les podría describir como:

Disco nº 1: Mi biblioteca, es decir el conjunto de todas mis lecturas; conocimientos más concretos, por ejemplo acerca de la Historia (o de la historia del Arte, la Literatura, las Religiones o la Filosofía), la Geografía, la Lengua, la Economía, la Biografía, etcétera; conocimientos menos concretos, por ejemplo acerca de la Filosofía misma, la Sociología, la Sicología o la Política; conocimientos deficientes por su bajo nivel de interés, por ejemplo la Matemática, la Física, la Química o la Astronomía; conocimientos abstractos (los más importantes en número y en calidad), por ejemplo la Poesía, la Narrativa, el Teatro y todo obra de creación imaginativa, cuento, novela y hasta ensayo (considerado éste en su vertiente subjetiva). Ese conjunto de lecturas, que según cálculos actualizados ofrecería unas cifras aproximadas de unos 2.340 libros leídos de principio a fin (uno por semana durante 45 años) y 7.020 libros parcialmente leídos (tres por semana durante 45 años), ha dotado de una cierta densidad a mi cerebro (la metáfora de la tortuga que, encerrada en su caparazón, es capaz de resistir al incendio que asola el bosque) y, al mismo tiempo, de la agilidad necesaria para pasar de una idea a otra idea (como la ardilla que salta de rama en rama para huir del mismo incendio).

Disco nº 2: Mis escritos y mis imágenes (pinturas, dibujos, grabados, fotografías, etc.), pues parte de mis vivencias, reflexiones, visiones, sueños, interpretaciones..., necesariamente han tenido que ser extraídas y fijadas en palabras, formas y colores, para que no consumieran todo el espacio disponible en mi interior y dieran lugar a un indeseable colapso. Todavía no se ha hecho el recuento de páginas, lienzos, papeles, tablas, cartulinas..., pero me atrevería a decir que los soportes son miles, encuadernados o notas sueltas, manuscritos o impresos, guardados en carpetas, en cajas de cartón, embalados, perdidos y olvidados.

Disco nº 3: Este diario personal, cuya construcción se basa en la idea de situar y conservar, también fuera de mí, los últimos procesos del pensar que surgen de manera espontánea (no tanto por estímulos ajenos, aunque también, sino por causa de la fertilidad inherente de mi cerebro, donde los estímulos caen como semillas y, con tanta rapidez, germinan y dan paso a esta extraña arborización).

(A estos tres discos duros externos habría que añadir algunos disquetes que representan a las personas que uno ha conocido o con las que ha tenido trato o relación de amistad, amor, lazos familiares, influencia, respeto, impacto..., personas a las que se mantiene interiorizadas como esencia pero a las que no puede recuperarse -o contemplarse en su totalidad- pues nuestro Ordenador Actual ya no posee disquetera que pueda "leer" toda esa información).

Por último, no olvidar que existe un disco duro interno, más complejo e indescriptible. Y que los tres discos duros externos (y los disquetes etiquetados como valiosos en la experiencia), pese a encontrarse fuera de mí, igualmente se encuentran dentro, interaccionando unos con otros, formando parte de un núcleo o centro (el yo en sí mismo) que, a su vez, interacciona con otros núcleos para constituir una vida. Ese núcleo o kernel biológico sustenta un alma que se observa en su propio espejo, el espejo generado por su conciencia de ser alma, y decide los tiempos, los espacios, los procesos de relación, las prioridades, las afirmaciones y las negaciones, las puertas que se abren y las puertas que se cierran, los usuarios, los datos accesibles, los secretos y, en resumen, el trazado del laberinto (cuya principal cualidad es ser un laberinto sin punto de partida y sin posible vencimiento).

Como las Perseidas que recientes cruzaron el cielo, fugaces en su tránsito pero constantes y duraderas en su estela de memoria, conceptos que ayer no estaban aparecen hoy y alteran el esquema básico del Ordenador Cerebro que me rige o por el cual me rijo, por ejemplo El sueño de Eichmann.

Hace ya un par de meses que vi la película de Margarethe von Trotta Hannah Arendt, basada en los escritos de la filósofa judía sobre el juicio contra Adolf Eichmann (en Jerusalén, 1961), y donde, no sin polémica, ella estableció (en su análisis o descripción) el meteoro de "la banalidad del mal". Y ahora, es decir hace unos días, cae en mis manos el sucinto drama de otro filósofo, Michel Onfray, donde sitúa sobre un escenario (la celda de Eichmann en la noche anterior a su ejecución en la horca) al condenado nazi responsable de una parte de la logística de "la solución final" y al filósofo al que ha recurrido en su defensa, Immanuel Kant, y -como observador irónico- también a Nietzsche. Al parecer, el Teniente Coronel de las SS, un personaje vulgar o mediocre según Arendt, secuestrado en Argentina por el Mossad y acusado de crímenes contra la humanidad, apeló a Kant (a la lectura y la doctrina aprendida de Kant) para justificar su obediencia a la jerarquía y a la ley, y sustraerse así de las graves acusaciones que pesaban sobre él.

Para mí, que ya tenía casi decidido apartarme de toda implicación social (debido ante todo al desencanto de la realidad) y refugiarme en mi mundo de "ideas puras", en el arte y en la poesía, la lectura de Onfray, no tanto de su pequeño teatro (donde el fantasma de Kant interroga por incomprensión al insignificante funcionario que va a morir y que no tiene reparo en asumir su responsabilidad -compartida- en la organización de la tragedia) sino por los comentarios del texto que lo precede, Un kantiano entre los nazis, esa lectura ha supuesto una especie de cortocircuito en mi programa. Se comprenderá mejor lo que intento decir, imagino, si se atiende a las citas siguientes:

"Kant es culpable -y con él también lo es el kantismo- de razonar alejado de la realidad del mundo, de la gente, de los hombres..."
"...si la negatividad corroe a los hombres -cosa que creo firmemente-, la solución no es darles la espalda para atesorar las ideas y no vivir sino en ellas, por ellas y para ellas, sino que estriba en abrir intelectualmente la propia visión del mundo en una perspectiva dialéctica que permita prevenir, abolir o corregir las manifestaciones del mal radical o la parte insociable de la insociable sociabilidad de los hombres."
"En materia de ética, al igual que en política, al kantismo le falta el derecho a desobedecer (lo arbitrario), de negarse (a la injusticia), de resistirse (a la opresión), de rebelarse (contra la iniquidad), de decirle no a la ley (inicua), de recusar el derecho (de clase o de casta), de impugnar las reglas (despóticas)."

Ante semejantes afirmaciones (yendo de Onfray a Arendt, pasando por Kant y Eichmann, y volviendo a los discos duros y al ordenador que almacena y procesa los datos de una vida), es inevitable pensar en "el hombre corriente", la inmensa mayoría de ciudadanos, clase obrera incluida, que desatiende las siete reglas de Onfray y se vuelve kantiana (en su interpretación más simplista), propiciando de este modo el permanente renacimiento de tantos hombres vulgares y mediocres llamados eichmann.

Se pregunta el que esto escribe: ¿Soy yo -también- un hombre corriente? ¿Lo soy después de mis lecturas, de mis pinturas y dibujos (en su mayor parte jamás contemplados), de mis escritos (inéditos, no leídos), de mis diez mil máscaras, después de bailar con la muerte desde hace más de medio siglo (con melodías cambiantes) sin que ni ella ni yo nos hayamos pisado ni hecho jamás la zancadilla, suponiendo por tanto que a mi pareja de baile le gusta bailar conmigo?   

En el teatro, el fantasma de Kant le pregunta al condenado Eichmann: "¿Y le resultó fácil leerme? Digamos..., ¿me comprendió? ¿Está seguro de haberme comprendido bien?".

Salvador Alís.


LA OTRA GUERRA

LA OTRA GUERRA


Hace un par de semanas, después de ver algunos capítulos de una serie de televisión sobre la Primera Guerra Mundial, e impactado por las imágenes (originales) de los abnegados y sufrientes caballos, pero no los que montaban al galope jinetes rusos -si no recuerdo mal- en sus enardecidos ataques, sino los que arrastrando y cargando pesadas cargas, hundiendo sus patas en el barro, resoplando por el esfuerzo, consumiendo un aire contaminado por el olor a pólvora y putrefacción, caballos que al caer rendidos eran sacrificados y descuartizados, infestados de moscas y consumidos como fuente de proteínas, pensé en escribir un cuento titulado “La otra guerra” o “La guerra según los caballos”. En principio la idea era simple y quedaría resuelta en una noche (o eso es lo que imaginaba): reunir a un grupo de caballos próximos al frente y hacerles hablar entre ellos. Sin embargo, la cosa se fue complicando. Dos noches, tres noches...; y luego aparecieron el perro y el gato y, con ellos, la posibilidad de otros animales que fueran tomando la palabra. Para interrumpir el cuento y quedar éste como inacabado, el azar quiso que encontrara y comprase en el viejo almacén de libros un delgado volumen cuya lectura parcial se inmiscuyó en la trama: 14, de Jean Echenoz. En el capítulo 12 de 14 (la breve novela de Echenoz sobre la Gran Guerra), el francés me adelanta cuatro años (fue publicada en 2012) y expresa algunas de las ideas que yo tenía en mente e incluso había anotado como propias (ignorando, una vez más, que nadie escribe nada que otro no haya pensado o escrito de antemano). Apenas seis páginas le bastan para describir la situación de una multitud de animales afectados por la guerra, y la simple descripción que hace de ellos es digna de destacarse: “granjas en llamas y campos sembrados de cráteres, ganado y aves de corral”, “toros ingobernables por su carácter vengativo”, “ovejas que vagabundeaban por los restos de carreteras”, “cerdos a la deriva”, “patos, gallinas, pollos y gallos en vías de marginalización”, “conejos sin domicilio fijo”, “ocas desnortadas”, “perros y gatos privados de amos tras el éxodo civil, sin collares ni comedero cotidiano garantizado, camino de olvidar hasta los nombres que les habían puesto”, “aves de esparcimiento como las tórtolas, incluso puramente de adorno como los pavos reales”, “animales independientes, cuerpos comestibles, liebres, corzos o jabalíes”, “ranas o aves que se podían acosar y derribar”, “truchas, carpas, tencas o lucios que se pescaban a golpe de granada”, “marginales tales como el zorro, el cuervo, la comadreja, el topo”, “elementos incomestibles por su potencial guerrero, reclutados a la fuerza por el hombre dada su aptitud para prestar servicios, caballos, perros o colúmbidos militarizados”. Y no olvida Echenoz incluir en la lista “otro tipo de animales, innumerables, de menor tamaño y más temible naturaleza: toda suerte de parásitos irreductibles que no sólo no ofrecían ningún aporte nutricional, sino que, por el contrario, se alimentaban vorazmente de la tropa”, como era el caso de los piojos. Y concluye con “el perpetuo adversario, el otro enemigo mayúsculo”: la rata. A pesar de Echenoz, cuyo libro leeré cuando termine con Mrozek, no renuncio a editar mi cuento interrumpido o inacabado, consciente de que su argumento requeriría mucho más tiempo del que puedo disponer y una concentración y persistencia de las que no me siento capaz. Tampoco es mala cosa un argumento así, que una vez planteado no avanza y no termina, pues permitirá al lector que lo desee escribir su propio cuento o, al menos, imaginar su propio final.


En un claro del bosque, donde podían hablar sin ser escuchados, se reunieron en una oscura y húmeda noche de finales de agosto de 1918 Le Général y sus Oficiales. Retaguardia del frente franco-alemán, zona francófona (aunque eso a los caballos les trajera sin cuidado, pues caballos franceses y caballos alemanes hablaban la misma lengua, su propia lengua de caballos que no se basa en fonemas sino en relinchos).
Le Général, un viejo, enérgico y sabio percherón de 1,90 metros de alzada y 1.300 kilos de peso, debía su nombre a una perfecta mancha blanca en forma de estrella sobre su frente, la única interferencia en la totalidad de su pelaje negro azabache. Sobre su lomo y, principalmente, sobre su grupa y nalgas, cientos de cicatrices cruzadas contaban su historia.
Esa noche había deshecho con sus dientes el desganado nudo de la cuerda que lo ataba a uno de tantos árboles que cobijaban a caballos y a soldados, apenas distante algunos kilómetros de las trincheras enfangadas por la lluvia de la última tormenta y la sangre de los atrincherados, y con un vivo aunque suave resoplido había convocado a otros destacados caballos, que imitaron su gesto, a una importante reunión para reflexionar sobre el curso de la guerra.
- Esto no puede seguir así -dijo Le Général-, siempre hemos sabido que los hombres eran crueles, que estaban locos, pero ahora su locura está llegando a extremos insoportables y delirantes. Han convertido el mundo en un infierno donde todos ellos son a la vez diablos y condenados.
- Nos obligan a cargar con sus pertrechos -añadió otro viejo y cansado caballo, con grado de Coronel-, con sus armas, piezas de artillería desmontada, ruedas, cañones, bombas, combustible, comida, agua, toneles de vino, fardos de tabaco, medicamentos que no comparten con nosotros aunque también los necesitemos.
- Y no olvide usted -alzó la voz un joven Capitán- que debemos transportarles a ellos mismos, colectiva o individualmente, lo mismo da que estén furiosos, que ataquen, que se retiren, enfermos, heridos o muertos.
- Yo opino, si se me permite opinar -dijo un pequeño pero impetuoso caballo Cabo-, con todo el respeto a mis superiores, que se olvida lo esencial; que lo de menos son los latigazos o las cargas que nos hacen soportar; pues lo más importante, lo más vejatorio e injusto para un caballo que sirve a su Patria, es que cuando caemos rendidos, habiendo entregado toda nuestra fuerza y todo nuestro aliento, se nos sacrifique y descuartice para servir de alimento a las tropas.
Y así, uno tras otro, los caballos más comprometidos, los líderes de sus grupos y razas, fueron expresando su descontento con una guerra que no era su guerra, pero que padecían en igualdad de sufrimiento con los humanos.
Entonces Le Général hizo una propuesta que todos los Oficiales escucharon con la máxima atención.
- Antes de la guerra -dijo- mis amos me llevaron desde las afueras de París, donde yo vivía, hasta Berlín, para un acontecimiento ecuestre, una exhibición creo que la llamaron, y en aquella competencia, enfrentados caballos alemanes y caballos de otros varios países, conocí al gran Pferd, un westfaliano noble y muy competitivo, de maneras educadas y basta cultura dado que provenía de un castillo significado por una enorme biblioteca. Por caballos desertores he sabido que el gran Pferd está tan harto como nosotros de esta guerra sin sentido, y que entre sus filas no cunde el desaliento sino la idea de la rebelión. Propongo que hagamos llegar un mensaje secreto al gran Pferd, para firmar con nuestros congéneres alemanes la ansiada paz, y nos retiremos, cada bando en su dirección, a nuestras aldeas, granjas y prados, donde podamos retomar nuestra vida soportable y feliz.
- Pero eso -alertó tímidamente un Teniente temeroso- podría suponer que los hombres, al darse cuenta de nuestra retirada, volvieran contra nosotros sus fusiles y ametralladoras.
El más veterano de los caballos, entregado a la guerra desde el verano de 1914, habiendo calmado su sed con el rojo burdeos que rezumaba de las dos barricas que durante días había transportado, dijo con buen criterio que tal posibilidad era improbable, pues si los hombres fusilaran en masa a sus caballos ¿quién cargaría entonces con sus armas, piezas de artillería desmontada, ruedas, cañones, etcétera?
El Teniente, dándose por aludido y no deseando quedar como cobarde, tuvo que sostener sus argumentos.
- Si todos estamos de acuerdo en que esta guerra es una locura y los hombres que la han causado y la prolongan no ven otro horizonte distinto al exterminio, ¿cómo podemos confiar en que razonen y concluyan que abatir a los caballos, a un lado y al otro del frente, no será en modo alguno una solución y, a la inversa, les perjudicaría enormemente?
En un claro del bosque, donde podían hablar sin ser escuchados, los caballos franceses imaginaban que en otro claro del bosque, donde tampoco podían ser escuchados, los caballos alemanes, quizá en esta misma noche, debatirían los mismos asuntos cruciales para la supervivencia de su especie. Pero ¡qué difícil ponerse de acuerdo, unos y otros, y más aún, los unos con los otros!
Casi a punto de amanecer, cuando la luz de la mañana situaría cada cosa en su lugar, cuando el orden establecido, es decir: la guerra, volviera a imponerse sobre el desvarío nocturno de un grupo de caballos rebeldes o descontentos, aparecieron en el claro del bosque, procedentes del entramado sombrío de los árboles circundantes, un perro y un gato a los que la adversidad había hecho amigos o, por lo menos, socios.
Los caballos conspiradores los recibieron con recelo, sospechando que tal vez fueran espías. En todo caso resultaba extraño ver acercarse unidos a dos sujetos de tan distinta naturaleza.
El perro, un magnífico ejemplar de Pastor Blanco Suizo al que algunos caballos confundieron con un Pastor Alemán Albino, ladró de inmediato "¿Quién está al mando?". Después de un largo silencio, según la medida del tiempo del impaciente perro pero no según la medida del tiempo del paciente gato, y como ningún caballo se atrevía a levantar una pata por miedo al desequilibrio, Le Gènèral levantó, no una, sino las dos patas delanteras, indicando con ese nervioso gesto que él asumía la responsabilidad de la confabulación y que hablaría en nombre de todos los caballos.
- De manera que el gran caballo negro es aquí el jefe -dijo el perro con cierta sorna-. Y preguntó ¿Cómo debo llamarte?
- Me conocen como Le Gènèral.
- Pues bien Mon Gènèral -continuó el perro luego de dar un salto y subirse a lomos de un caballo despistado-, mi nombre es Hund y el de mi compañero Katze, y llevamos horas escondidos en la maleza baja del bosque, escuchando vuestros temores, hipótesis, planes y contradicciones.
- Entonces ambos, perro y gato, sois espías -replico Le Gènèral-, enviados por los Imperios para averiguar a través nuestro la estrategia del ejército al que servimos.
- Nada de eso -dijo Hund- sino todo lo contrario.
El gato Katze, que debido a su innata precaución se había mantenido, hasta ahora, en la justa distancia de seguridad, se fue acercando parsimoniosamente, oscilando su cola como saludo y advertencia e hipnotizando a todos con su atrevimiento, y se situó frente a Le Gènèral, al alcance de sus patas, sin mostrar el más mínimo atisbo de temor.
- Queridos, admirados y valerosos caballos franceses -maulló el gato modulando sus maullidos como el gran orador que era-, como ya os ha dicho mi amigo Hund me llamo Katze y, antes de seguir, debo deciros que ni él ni yo ostentamos ningún grado, pues no pertenecemos a ejército alguno, no somos espías, no trabajamos para un gobierno, no obedecemos órdenes de una cúpula militar, no somos monárquicos, ni imperialistas, ni zaristas, ni bolcheviques, ni republicanos, y tampoco estamos seguros de ser, y si lo fuésemos no nos importaría, representantes de razas puras, no hemos iniciado esta guerra, no participamos en ella, no colaboramos con ninguno de los bandos, pero sí que padecemos al igual que vosotros las nefastas consecuencias de la guerra. No debéis sentiros solos en vuestro padecimiento, pues también perros y gatos somos víctimas de semejante atrocidad. Y es más, otros muchos animales comparten nuestros pesares, aunque la mayoría han huido de esta y otras zonas de guerra, pues es insoportable para ellos el tronar de los cañones y el silbido de las balas.
- Tus palabras, aunque parecen sinceras, me hacen dudar de tus palabras -saltó el Coronel- puesto que como todo el mundo sabe el perro es absolutamente fiel a su amo, y en este caso, tu amigo Hund, por su origen, pelaje y olfato, no puede ser sino un enviado de la Triple Alianza.
- Supongo, Señor -corrigió el Cabo al Coronel- que usted no ignora que algunas alianzas se han deshecho y otras nuevas se han creado. Nada parece estable en este mundo.
- Con su permiso, mi Coronel -relinchó desafiante el joven Capitán-, no me parece que importe tanto dilucidar ahora si los visitantes trabajan para los alemanes, los austro-húngaros, búlgaros u otomanos, o trabajan para sí mismos, en busca de su propia defensa, libertad y felicidad. Debemos escucharles y aprender o interpretar lo que nos digan, para después sacar nuestras conclusiones.
- Estoy de acuerdo, permitamos que hablen -dijo el caballo despistado-, pero que el perro vuelva a poner sus patas sobre el suelo y no tenga yo que soportar su peso.
- Ocupa tu lugar junto al gato y frente a mí -ordenó Le Gènèral girando la cabeza hacia Hund-, y daos prisa con las explicaciones porque pronto amanecerá y, entonces, mientras vosotros volvéis a la seguridad del bosque, nosotros deberemos acometer otra larga y agotadora jornada.
- Vosotros, caballos herbívoros -continuó Katze sin esperar a que su amigo obedeciera la orden-, no tenéis como nosotros el instinto de la sangre. Si participáis en cacerías o en ataques es sólo como medio de transporte, dotando de velocidad y altura al cazador o al guerrero. Alguna vez, aunque esporádicamente, sois presas y víctimas de depredadores, un oso hambriento, una jauría de lobos; pero en vuestra inocencia ignoráis que vuestro mayor depredador es el hombre, que os esclaviza al igual que hace con otras muchas especies. El hombre es egoísta y de todo quiere sacar provecho, es despiadado y carece de espíritu, por eso caza, mata, domina, se enfrenta a otros de su misma condición y hace enemigos allí donde posa su mirada. Sólo en casos excepcionales, de los que yo puedo dar ejemplo, tolera a otros seres a su lado sin verlos como siervos o alimento. 
- Y sin embargo mi dueño -intervino Hund- corría a mi lado y me acariciaba. Creo que era un hombre bueno. Pero quedó sepultado en la casa después de un bombardeo. Yo podía olerlo, sentir su sangre bajo los escombros, su agonía, su muerte; no pude hacer nada. Creo que no todos los hombres son injustos, locos o asesinos, y también por esa razón debemos detener esta guerra: porque


Salvador Alís.

jueves, 11 de agosto de 2016

INCUMPLIMIENTO

INCUMPLIMIENTO

"¿Quién, al ir a una ciudad portuaria, no visita su puerto? Cada ciudad portuaria existe sólo porque a su orilla llegan y de su orilla parten barcos. En el principio de cada ciudad portuaria hubo un barco, el primero, al que le fue cómodo llegar precisamente allí, o desde allí zarpar. Ese barco ya ha quedado olvidado, pero la ciudad perdura.
     El hombre busca los principios porque le parece que cuando los conozca comprenderá algo. Por eso se dirige a la orilla donde todo comenzó. Al llegar se detiene. No puede ir más lejos, ya que donde están sus pies acaba la tierra firme. Por lo que de hecho está contento, pues no es culpa suya no poder ir más lejos. Y el hombre ya no está obligado a hacer nada más. Sin embargo, por lo general sí que está obligado, incluso cuando no tiene ganas o no sabe hacerlo."

Slawomir Mrozek.

CONCIERTO

CONCIERTO

Hacía mucho que no escribía un cuento como tal, un cuento verdadero y no simples digresiones. Pero hoy, luego de encontrar un libro olvidado y, en ese libro, esta frase: "Con un ojo veía en color y con el otro en blanco y negro; al mismo tiempo, veía dos mundos diferentes.", ha surgido de mí, sin proponérmelo, como fruto de una escritura automática, este cuento que he titulado: "Concierto".


     Me nombraron director de la orquesta, lo que significó un gran orgullo, la culminación de mi carrera, el reconocimiento que estaba esperando. Todo sucedió muy rápido, a causa de un desgraciado accidente pues el anterior director, en el énfasis de su dirección, en los movimientos finales de la sinfonía que ejecutaba en el Teatro Superior de Conciertos, ante sus músicos y de espaldas al público, dio un traspiés y cayó de bruces contra el suelo con tan mala suerte que se atravesó el corazón con la batuta.
     Me nombraron ayer para sustituirlo en el concierto de esta noche, pero eso no le resta mérito al nombramiento, porque podrían haber elegido a otro.
     Sin ocasión de conocer a los músicos ni llevar a cabo un ensayo previo, una hora antes de la hora acordada, me presenté en el escenario para comprobar que todo estuviera en su sitio: la pequeña tarima central desde la que controlaría a la orquesta, el atril con la partitura, la funda de terciopelo negro conteniendo una nueva batuta, las luces enfocadas en la dirección correcta, las sillas bien alineadas, los decorados del fondo bien extendidos y los cortinajes que separaban el escenario de la platea con el mecanismo que los alzaría bien engrasado.
     Poco a poco fueron entrando los músicos por ambos lados del escenario, cada uno con su instrumento enfundado, y de manera ordenada y silenciosa ocuparon el lugar que les correspondía. Tras los cortinajes comenzó a escucharse in crescendo el murmullo del público que se acomodaba expectante en sus butacas. Yo presumía, como así fue, una noche memorable.
     Al principio no me di cuenta, atento a la visión general de la orquesta, a la perfecta etiqueta de los músicos, sus trajes impecables, los semblantes concentrados. Pero en el momento en que comenzaron a desenfundar los instrumentos, mientras una decena de disciplinados ayudantes retiraba con prontitud las negras fundas, descubrí que aquella no era en absoluto una orquesta normal. En lugar de los habituales violines, violas y violonchelos, flautas, flautines, oboes, clarinetes, fagots y saxofones, trompetas, trompas, trombones y tubas, timbales y cajas, chelos y contrabajos..., fueron apareciendo en manos de los músicos una variedad multicolor de salchichas y salchichones, longanizas, morcillas, chorizos, cañas de lomo, sobrasadas, paletillas y piernas de cordero y de cerdo, jamones, empanadas redondas y cuadradas, y hasta alitas de pollo y pollos enteros, patos, gansos y guanajos, perdices y codornices..., todo en su punto de adobo o de cocción -y cada pieza acompañada de su cuchillo-, más un jorobado con un arpa real y un amputado de ambas manos frente al piano.  
     Entonces se apagaron la luces y se alzó el telón. De inmediato un intenso haz de luz me iluminó y comprendí cuál era mi tarea. Otras luces se encendieron. Levanté la batuta -un simple y rígido espagueti de pasta integral- y me dispuse a dirigir el festín.
     Los abucheos del público, largos, sonoros, apoteósicos, nos acompañaron hasta el final.
     Cuando me giré para saludar, emocionado y exhausto por nuestro insuperable concierto, inclinándome tres veces ante el auditorio, no me extrañó ver que éste se componía de un nutrido grupo de harapientos y famélicos energúmenos, gente sin gusto, desdentados y -según me comentó más tarde el portero- algún que otro sordomudo.

Salvador Alís. 
    
     
     

     

IRENE FRIBERG

IRENE FRIBERG



RETRATO DE UNA NIÑA EN 1905

¿Qué habrá sido de ella? ¿Vivirá todavía? Ciento dieciséis años son posibles. 
Quizá sea una bella y delicada anciana, como fue bella y delicada la niña.
Quizá su cerebro aún permanezca despierto, 
aunque limitado como una pequeña nuez reseca.
Su piel curtida por el paso de dos siglos, 
frágil y quebradiza como el pan de oro adherido a una estatua.
Su esqueleto de madera. Las uñas de fino marfil agrietado. 
Los cabellos blancos como hilos de nieve. 
Y la mirada, vagamente azul, ya no mirando otra cosa que su color perdido. 
Quizá sea polvo, un discreto cúmulo de blancura, 
la silueta apenas esbozada del cuerpo que ayer estaba vivo, 
lo que seremos todos, 
pues su campana puede haber sonado antes 
pero es la misma campana que sonará para nosotros. 
Cuando la fotografía fue tomada debía tener -¿quién lo sabe?-
cinco años. Pudo tener quince, veinte, treinta, cincuenta
o cien. Pudo ser feliz. Estudiar música o lenguas extranjeras. 
Pudo ser una deliciosa amante, una madre entregada, 
una competente profesora. Pudo ser una mujer humillada, 
una obrera en una fábrica de armamento, 
una viuda precoz. Pudo perder a sus hijos, 
perderse ella misma en cualquier tren de la muerte 
de los muchos que surcaron la primera y la segunda guerra mundial. 
Pudo ser una pintora de paisajes, una poeta inspirada y desconocida, 
una viajera, una campesina, una cantante de ópera o cabaré. 
Pudo ser, en fin, todo lo que cabría esperar de una niña nacida
con el siglo XX. Tras la inocencia de sus ojos
se adivina el dolor; y tras su leve sonrisa, la resignación. 
Su vestido de encaje, las flores, el lazo en el pelo,
como una frida europea, una futura mártir. Pero no es seguro:
puede que aún esté viva y que su belleza, siendo otra, sea la misma.

Salvador Alís.










LA VIDA DIFÍCIL (REVISADA)

LA VIDA DIFÍCIL (REVISADA)
"El <<yo>> se vuelve contra sí mismo,
desata en su propia contra una agresión moralmente condenatoria,
y de ese modo queda inaugurada la reflexividad."
Judith Butler.

Hoy he comprado mi segundo libro de Slawomir Mrozek (una vez más, pido disculpas por la complicada ortografía de su nombre). El primero me duró dos noches; espero que éste dure por lo menos cuatro. El precio no importa, equivale a dos copas de buen vino, a media botella, y eso ¿qué es? Se titula, al igual que esta entrada: La vida difícil, y el capítulo inicial, "La revolución", ya me ha desarmado y predispuesto a su lectura. Reconforta saber que uno no es el único loco, cínico, desencantado, provocador, desafiante, absurdo o fracasado en este juego de dimes y diretes, en esta confrontación entre "decir lo que se piensa" y entender "lo ya pensado" (suponiendo, desde luego, que en este lance exista el pensamiento).

Hoy he comprado, en una librería de viejo, una joya en dos planos: una fotografía fechada en 1905 de una niña llamada Irene Friberg. Esa fotografía, y el poema que ha suscitado, se verán más tarde, en la entrada que llevará su nombre. Respecto a la fotografía misma: decir que es ovalada, en tonos sepia, pegada a un cartón rectangular vagamente verdoso, nombre y fecha escritos a lápiz, y que "solamente" he pagado por ella ¡cinco euros!, dos copas de vino barato, un billete de autobús.

Voy de un lugar a otro (tengo esa costumbre) sin objeto y sin razón. Mis paseos no dependen de ningún mapa estudiado de antemano, de ninguna intención programada. Pero al final, según haya ido la caza, puedo reivindicar -estoy en mi derecho- la aventura realizada que me conduce a tal objeto (la fotografía de Irene Friberg) y a tal razón (el poema que de esa fotografía nace).

Hoy ha sido un día largo y complicado. Para empezar, una asamblea de trabajadores (más asistentes de los esperados y menos de los necesarios). Unanimidad casi total, a no ser por un voto en contra y sus motivos, sobre los que podría extenderme ahora, pero no -sin más explicaciones. Y eso que me encantan las ideas o propuestas a contracorriente, en cuya defensa me ofrezco como ejemplo. Pero la diferencia -siempre hay una diferencia- consiste en separar el trigo de la paja: ideas fijas y a la contra, frente a ideas a la contra después de darle una vuelta más a la tuerca. Supongo que los curiosos, los ocupados y entretenidos, al llegar a este párrafo (en el caso de que lo leyeran) renunciarán a su ansiedad por hallar las frases hechas, las ideas simples que directamente pudieran afectarles, dado su sentimiento (interiorizado o negado, según el caso,) por no haber hecho acto de presencia y exponer sus argumentos como sí los ha expuesto el que ha votado en contra.

Escribo estas notas en "el bloc de notas" de mi Huawei, sentado en la terraza del "Pato Laqueado", mientras disfruto de un perfecto pollo al limón, media botella de rioja blanco de 2011, servido en una cubitera con hielo (que, para mi sorpresa, se ha conservado y ha evolucionado perfectamente), y entretenido con las vistas: una oronda china, frente a mi mesa, con los ojos cerrados y las piernas abiertas (no hay problema: lleva pantalones cortos); otra china más delgada sorbiendo fideos (los labios de un color rojo muy oscuro, casi azules, en forma de “O”); ciclistas negros que pedalean en la noche (en busca de ¿qué?), latinas de nalgas sobresalientes con vaqueros “colombianos” que las realzan (aunque parezca un error o una agresión decirlo, así es, en ocasiones el culo se ve antes que la cara); árabes solas o en pareja (¿madre e hija?) de cabellos invisibles y cuyas caras saltan a la vista enmarcadas por los pañuelos; vagabundos que hablan en voz alta (discurso que no se entiende aunque parece severo y determinante); borrachos caminando en un zigzag irregular que, a veces, les lleva a salirse de la acera, estamparse contra las paredes o chocar con árboles y farolas (allá cada cual con sus pensamientos); hombres mayores paseando a sus perritos (que se mean en esos árboles y farolas, donde ya se han meado los borrachos).

En la calle paralela a la que yo me encuentro, llamada Joan Bauzà, siguen abriendo sus puertas -hace ya más de treinta años- cinco o seis puticlubs. Me entra la risa cuando escucho a otros hablar de sus novias, esposas, amantes o puntuales encuentros con mujeres que cobran por ser -para ellos- lo que ellos esperan que sean, es decir: "mujeres". No quisiera hablar de mis trescientas novias, de mis tres mil amantes, de mis treinta mil putas, de mi única mujer, de mi único amor, de mis rarezas, de todos los experimentos en los que he participado (bien como agente, bien como espectador), orgías, mujeres que fueron hombres y hombres que fueron mujeres, y un sin fin de otras posibles visiones y combinaciones. Ya he pasado por todo eso, hasta saciarme y, esta noche, las flores del amento no me sirven como reclamo.

Alguien dirá que exagero, y acertará -la exageración y la provocación son premeditadas-, pues me gusta salir de mí mismo, romper mediante la escritura y el espectáculo los convencionalismos acerca de mi “yo”, tal como sugiere Judith Butler (citada por Celeste Murillo): “Según Butler, sería necesario cambiar constantemente de identidad, mediante prácticas performativas, para trastocar las categorías de cuerpo, sexo, género y sexualidad, y subvertir así las identidades impuestas.”

Me vuelve loco la vieja fotografía de Irene Friberg, una joya en mis manos que, sin embargo, tan sólo yo valoraré como joya. Lo que importa es la imagen y la escritura detrás de la escritura; lo demás son distracciones, cepos para cazar al presunto cazador. No se debe matar a un ciervo solitario. No se debe matar a un conejo asustado. No se debe matar a un pájaro feliz. El ciervo regala su cornamenta al bosque (con la que alguien fabricará mangos de puñales); el conejo se come la hierba crecida (para que la hierba se renueve); el pájaro llama a otros pájaros con su canto y nos entretiene.

Hoy he visitado por segunda vez el almacén de libros -Fine Books- del viejo cabrón y cascarrabias inglés cuyo nombre no he anotado, en la calle Morey de Palma, el tentador antro donde se exponen postales antiguas de Louis Wain y miles y miles de libros, hasta la locura de un bibliómano, hasta decir "basta", hasta que la visita resulta insoportable y asfixiante por su densidad. La tentación de hacerme con un pequeño libro encuadernado en piel, una lámina de corta tirada, un grabado con firma, el dibujo de un gato, un objeto cualquiera, una simple hoja, ha tenido que ser combatida y negada con todas mis fuerzas. El viejo cabrón, que fumaba y veía la tele arrinconado en su "torre de papel", ha salido a mi encuentro. El poco interés que mostraba ha sido menor al decirle yo que era "español", cuando él me hablaba en inglés. Como la hora de la vista ya era tardía, le dije: "Cuando usted quiera cerrar, avíseme." Su respuesta: "Ya está cerrado". No he tardado ni un minuto en abandonar su local; a la mierda él y su sentido del comercio. Si hubiera sido más amable (la amabilidad, siendo hipocresía aceptada o fingimiento normalizado, es vital en el trato humano), puede incluso que le hubiera comprado esa lámina (por el precio sé que no es un dibujo original) que tanto me gusta, de Louis Wain, donde un grupo heterogéneo de gatos hacen de las suyas. En mi primera visita, al descubrirla y preguntarle el precio, me pidió por ella 150 euros. Sólo un viejo cabrón renuncia a esa venta por no ceder (un poco) en el precio y en el trato. Aquella vez le compré un gatito de plástico, una miniatura, pagando ocho veces su valor. Hoy, así he interpretado su deseo, me he despedido dejándole en su rincón, encendiendo un cigarrillo con la colilla del anterior y viendo no sé qué tonterías en la televisión.

Antes de entrar en Fine Books he tomado una copa de Chardonay, en la terraza de mi bar favorito de la Plaza Santa Eulalia, aunque de pie. Todas las mesas ocupadas por turistas, esa plaga que este verano ha invadido la isla (no mi isla, pero sí la isla en donde vivo). Y después de Fine Books he ido a Literanta para encontrar estantes vacíos, otra decepción, libros que faltaban, la barra desatendida. Por supuesto, mi libro ausente. Eso no me preocupa por más que lo señale. Pero me faltaban Aira, Bellatín, Levrero y todos los demás. Que soy un cliente quisquilloso, ya lo sé; pero la copa de vino y el libro que hubiera comprado no han acontecido por su imagen negadora. ¿De qué sirve una escalera si en el último estante ya no hay libros?

En vista del fracaso (y contando las copas ingeridas: dos en la mañana, dos a media tarde en mi casa, una en Santa Eulalia), he decidido ir a Babel, por si acaso la becaria podría aún satisfacer mi sed. Pero no; la calle abarrotada, las escaleras intransitables, los escaparates con máscaras africanas iluminadas, la tienda de juguetes reabierta..., pero la becaria desaparecida, al igual que el librero que fabula con su conocimiento de vinos y de libros, sin saber, o sabiendo. Aquí he comprado, a pesar de todo, La vida difícil, y he ocupado una mesa en la terraza, frente a las escaleras de piedra viva (donde deja caer su fatigado culo nuestra juventud) y la fachada de una iglesia intransitable. Pensamientos que no he podido evitar: ¿Dónde estará, en este mismo instante, la deseada? ¿Por qué esta etapa del trayecto no es inútil? ¿Por qué el vino tinto está caliente? ¿Por qué Mrozek me habla en esta noche, precisamente a mí, con esas palabras que tan perfectamente entiendo y que podrían subrayar mis propias palabras?

En la terraza de Babel, que siempre propicia la lectura y la escritura, he comenzado mi poema sobre Irene Friberg; sobre la mesa, junto a la copa de vino caliente (detalle que al librero se le escapa o no controla), la fotografía ovalada y La vida difícil.

Más tarde, en la terraza del "Pato Laqueado", perdida la cuenta de las copas y los versos, intentando apartar de mí las intrascendentes preocupaciones sobre el trabajo, los pilares de la casa y la hipocondría que me sobrecoge, y una vez terminado el poema, estiro las piernas, fotografío mis piernas (vaqueros y sandalias), me desligo mediante mi voluntad del calor de este agosto que se abre, me siento feliz. Las chinas de ojos cerrados, las latinas de culos prominentes, las árabes con sus túnicas y pañuelos, las negras tentadoras como bombones de chocolate..., todas ellas, incluso la becaria presente y ausente, pasan y no dejan huella. Pues en mí la marca es clara, no es equívoca, a pesar de las sugerencias de Judith Butler.

Mi hija cumplirá en el día 23 los años que yo cumplí cuando llegué a esta isla, la niña que fue, la mujer que es. Mi regalo tiene que ser especial, sí, pero ¿cuál? ¿La pintura que copia otra pintura? En ese caso ¿tendría yo que buscar el marco? ¿Una pintura propia? ¿Cuándo y a partir de qué imagen? El fácil recurso del dinero no me parece adecuado, aunque siempre es una solución. ¿Un poema? No sería algo nuevo. ¿Una carta? No, estando pendiente La última carta. Como siempre, el tiempo se apodera de mí cuando mis plazos no deberían depender del tiempo ¿Cómo traducir entonces mi gran amor en un regalo? Sentir y pensar, y después actuar.

Ayer, último domingo de julio, empuñando tijeras y sierra eléctrica, reduje a pequeños trozos manejables el sofá de 150 kilos de mis gatas. No por crueldad, ni capricho ni artificio. El sofá, que un día fue blanco, se había llenado de pelos gatunos, uñas cortadas, agujeros y heridas, manchas de vómitos, insectos muertos. Y ya no valía disimular esa blancura trastornada con telas, mantas o cortinas. Simplemente acabé con él, lo destrocé y, poco a poco, lo fui bajando por partes hasta la calle (hasta cuatro veces bajé y subí los cuatro pisos sin ascensor, y menos mal que D. me ayudó y bajo dos veces). Ahora, en ese lugar vacío, hemos colocado un gran cojín y una suave tela, a la espera de comprar mañana un sofá nuevo para las gatas, que deberán marcarlo con su presencia, con su olor y aceptación.

De esta forma sucede casi todo. Detrás de la lectura, la comprensión o la incomprensión. Detrás de la asamblea, los votos a favor y el voto en contra. Detrás de la vida, el suicido rápido o el lento suicidio. Detrás del vino, el balcón o el poema. Detrás del mundo imaginario, el mundo real. Detrás de "Matar es fácil", La vida difícil. Detrás del regalo, el amor (¿o es a la inversa?).

Dentro de dos días el padre de un compañero de trabajo será ingresado en un hospital por insuficiencia respiratoria y conectado a una máquina que le suministra aire, oxígeno, vida. Seguramente tendrá mi edad o puede incluso que sea más joven que yo. Y no sé si habrá sido fumador o no fumaba. No imagino una tortura peor que intentar respirar y no poder. Muchas cosas pueden faltar y ser sentidas como grandes faltas, pero ¡el aire! Al menos yo aún respiro. 

No seré el primero ni el último en decirlo: empezar a vivir es empezar a morir; de esta forma todo puede ser considerado un largo preámbulo; y todo lo anterior, diversiones y aplazamientos; menos la poesía (puesto que un solo poema logrado es un puente que une las dos orillas: vida y muerte, y hace posible el tránsito en cualquiera de sus direcciones). Esto no evita la corrección; a veces la corrección es inevitable, como los cambios. El poema ha sido pulido; y el texto presente -escrito en la noche del 1 de agosto- revisado tres veces. A pesar de todo, ¿comó eludir las dudas, la insatisfacción? En momentos como este, me consuela lo que dijo, o se supone que dijo, un pintor admirable: "Podría lograr un cuadro perfecto, pero entonces ¿para qué seguir pintando?" No es la obra acabada lo que importa, sino el camino hacia la obra.

Dice Mrozek: "Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario." Ante esa confesión, uno guarda silencio o responde. Siempre me ha gustado contemplar el amanecer, pero no al levantarme sino cuando me dispongo a dormir.

Salvador Alís.