"El mundo está donde siempre ha estado... ¿O no?"
Afirmación y duda de un borracho anónimo.
"La Ciencia ha demostrado que el Mundo gira en torno al Sol.
Pero la Filosofía se pregunta: <<¿En torno a qué Sol?>>."
De un filósofo venido a menos, en la barra de un bar.
Un hombre muy gordo encajado en un sillón de plástico en la terraza de un bar de chinos, en la medianoche. El sillón es de color rojo y presenta en el respaldo el logotipo en blanco de Coca-Cola. Viste una camiseta roja y un calzón blanco (a juego con la silla) y remata su cabeza con un viejo sombrero de paja. En la mesilla blanca, también de plástico, espera una copa de brandy que apenas ha sido bebida. El hombre gordo, un alcohólico sin duda, habla solo todo el tiempo, aunque por su tono y ademanes es evidente que él sí ve al interlocutor que para nosotros es invisible. El hecho de que no toque la copa refuerza la idea de que es un alcohólico. Lo que dice, a pesar de la corta distancia que nos separa, es ininteligible. Distingo palabras aisladas pero no el sentido general de su perorata. Entre tanto, van pasando por la calle, por la acera, diferentes personajes. Una mulata que camina de acuerdo a los movimientos melódicos de un Mozart o un Vivaldi, allegro vivace, por más que uno desearía un allegro ma non tropo. Un negro con la cabeza afeitada que tiene prisa y parece enfadado, seguramente porque ha perdido el control de sus putas. Una estilizada joven china que, al terminar su turno de doce horas en la peluquería, se convierte en japonesa y atiende en un piso sin rótulos a clientes de otro tipo. Un chico que se desliza suavemente sobre un monopatín mientras sostiene en sus manos el móvil con el que busca monstruitos virtuales. El gordo y yo ocupamos las dos mesas que flanquean la puerta del bar. A un lado y al otro, ocupan otras mesas: un grupo de árabes que hablan de política en su idioma, en el cual entremezclan a veces expresiones en castellano ("podemos", "soe", "rajoi", etc.); un parado de larga duración que se pasa los días en los bares y cuya sed de cerveza es inagotable; una pareja de colombianos que discuten porque ella ha guardado en su bolso la cartera de él, que la reclama insistentemente para seguir tomando. De pronto cruza ante nosotros un ecuatoriano (sé que es un ecuatoriano por su corte de pelo, pues todos los ecuatorianos acuden al mismo peluquero, siempre al mismo, y su corte es invariable y definitorio); el ecuatoriano, tambaleándose, le llama "gordo de mierda" al gordo, al pasar, y el gordo deja entonces de hablar con su interlocutor invisible, gira la cabeza y reacciona ante el saludo del ecuatoriano: "hijoeputa, maricón, aonde vas, ven pacá que te mato, mecagüen dios, etc."
El ecuatoriano no se vuelve y sigue su camino. Dudo que el gordo pudiera levantarse del sillón. Y creo que, si no quiere irse a casa con el sillón bajo el culo, necesitará ayuda para desencajarse. Yo voy terminando mi copa de vino blanco mientras contemplo este paisaje humano, este "estado del mundo" representado por el microcosmos de mi barrio. Acudo a veces, al terminar mi trabajo, a este bar de chinos porque los chinos captan tus deseos a la primera, y a semejanza de los gatos nunca olvidan ese gesto y son amabilísimos (aunque guarden escondidas por si acaso las uñas). Basta con que una noche me haya detenido en este bar y pedido un vino blanco para que en las siguientes ocasiones o paradas, antes de abrir la boca, ya me estén sirviendo un frío "rioja" (que no confunden con un "rajoi") por 1,60 euros. En otro bar del barrio, donde voy a veces a tomar café por la mañana, los días que no trabajo, porque debido a sus pocos clientes los periódicos no están sucios ni manoseados, bar que regenta una pareja de mallorquines desde hace un año, es imposible lograr que me sirvan el café sin azúcar, y eso que cada vez lo repito: "un café solo, sin azúcar, sin cucharilla" y ellos lo repiten a continuación: "sin azúcar"; pero al cabo de tres minutos me ponen sobre la mesa un café con dos sobres de azúcar. He acabado pensando que o bien son idiotas o lo hacen adrede para fastidiarme. De todas formas, lo acepto como mal menor y sigo yendo porque sus periódicos están limpios y la limpieza se va convirtiendo poco a poco en una obsesión. Estas "paradas técnicas" y ocasionales, cuando vuelvo del trabajo al filo de la medianoche, antes de llegar a casa, cansado, sudado, lleno de ruido y caos, me relajan ciertamente. Y creo que me las merezco (en contra de la opinión de mi médica de cabecera, que intenta prohibirme el vino y no entiende que la salud es un concepto global, que no sólo se trata de mi hígado o de mi sangre sino también de mi mente). Un día de duro trabajo por 50 miserables euros, los mismos que soy capaz de gastarme en cuatro tapas y una botella de buen vino (de tanto en tanto), y encima dejo propina. No obstante, debo reflexionar cuando tenga un momento de paz, porque sospecho que la lectura de la prensa me hace más daño que la copa de vino. Este es el "estado del mundo" contemplado desde un bar de chinos de la Plaza de las Columnas. Otra noche quizá vaya a Puerto Portals o a Port Adriano (obra del prestigioso diseñador Philippe Starck) y les cuente cómo se ve el mundo desde allí, y en que sillas y bajo que sombreros se sientan los adinerados gordos borrachos.
"Un sistema filosófico que se redujera a una sola palabra: <<No>>."
De un filósofo venido a menos, en la barra de un bar.
"No voy a morirme nunca... Pero la vida me está matando."
Negación y certeza de un borracho anónimo.
Las escenas con el gordo sucedieron anteayer. Hoy he cenado en un restaurante del centro: buena comida, deliciosos vinos e inmejorable atención. No han faltado los detalles (unos perfectos pimientos de padrón, recién hechos, crujientes y tiernos a la vez, en su punto justo de sal, y un chupito helado, para terminar, de limón granizado con un toque de vodka, regalos de la casa). El local, agradable y alargado, se perdía en un jardín iluminado y muy verde. Frente a mí, un enorme espejo con un imponente marco de madera antigua, labrada, donde el paso del tiempo contaba su historia. Botellas de vino apiladas y exhibidas como trofeos, de una rareza considerable. He pedido dos entrantes, uno frío y otro caliente: empanada gallega y calamares, con una copa de albariño, y como plato principal: rabo de toro guisado con patatas con piel y aderezado con guindilla, con una segunda copa de ribera del duero. En el momento en que he pinchado el primer aro de calamar, el tenedor se me ha resbalado de la mano; lo he cogido del suelo rápidamente, torpe de mí y avergonzado, pero con la misma prontitud, antes de que pudiera limpiarlo con la servilleta, un camarero muy joven y silencioso ha surgido de la nada, me ha dado un tenedor limpio y se ha llevado el caído. Eso debe tenerse en cuenta. Por otra parte, los calamares han sido, creo, los mejores que he comido nunca. Al acabar la cena he dado un breve paseo por el restaurante, ya casi vacío cuando antes estaba lleno. El propietario me ha acompañado como guía, haciendo que me fijara en algunos elementos decorativos; me ha preguntado si había comido bien, a lo que sinceramente he respondido que sí; me ha dado una tarjeta y las buenas noches y nos hemos despedido con un apretón de manos. Cuando uno es o se comporta como consumidor, como cliente, cuando paga la factura, a veces es tratado como un señor. Cuando uno trabaja "por cuenta ajena", muy a menudo es tratado como un esclavo. Bien pensado, algo no concuerda. No. El trato no es equivalente aunque uno sea el mismo a un lado y al otro lado. La apariencia importa más que el ser. Un gato negro pintado en un gigantesco cuadro a la entrada del Architect Hotel de la calle Brondo despierta la admiración de los paseantes, también la mía. Pero un gato negro real que se cruza en nuestro camino suscita rechazo y, por tanto, con frecuencia se le intenta evitar, ahuyentar mediante gritos e incluso darle una patada (lo que es imposible a no ser que el gato esté en las últimas, y eso sería muy cruel). Hoy he cenado a solas conmigo mismo, con mis pensamientos y con mi soledad, porque lo necesitaba, porque la salud es un concepto global y porque la vida verdadera, abrumadoramente cierta y verdadera, no es el gato pintado sino el gato callejero. Y ese gato callejero ha sido entrenado por su propia naturaleza para sobrevivir en un mundo tan inestable y pendenciero, tan discordante, tan hostil.
Salvador Alís.
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