jueves, 16 de junio de 2016

NUMEROLOGÍA

NUMEROLOGÍA

En mi trabajo no tengo nombre: soy el número 16; y aunque nada me impediría usar un nombre propio, he preferido -dado el contexto- el simbolismo del número. En realidad poseo dos nombres y dos apellidos, que de acuerdo a sus combinaciones ordinarias darían lugar al menos a catorce variantes. No uso, jamás he usado, mi primer nombre (puesto que es sinónimo del segundo y por tanto redundante); mi segundo nombre y primer apellido (a veces seguido del segundo) lo reservo para temas oficiales; mi segundo nombre y mi segundo apellido, para asuntos personales. También empleo, según la situación, dos firmas de distinto trazo, para mí tan válida la una como la otra. El caso es que hoy, a la hora de rellenar los albaranes de conexión y desconexión de los aviones, en las casillas correspondientes a la fecha, hora y firma, en un momento puntual de la tarde, se ha dado la curiosa coincidencia de aparecer esta sucesión de números: 16/6/16-16:16-16.

Corría el año 1976; yo tenía 20 años. Ya para entonces seis casas me habían acogido, incluida la vieja casa familiar, la oscura, la temida, la odiada. Al descubrir la ligereza de los pisos de alquiler, la libertad de ir y venir y cambiar de lugar con las pertenencias justas que pudiera transportar con mis manos, me propuse no comprar jamás una casa. Lo he incumplido. Ya para entonces conocía el amor y el desamor, el primer amor, el gran amor, el gran desaliento y la soledad; me propuse no casarme nunca. Lo he incumplido. Siempre tuve gatos a mi lado a los que servir, querer y adorar; me propuse no tener hijos. Lo he incumplido. De acuerdo a mis creencias anarquistas, que brotaron espontáneamente como una salvaje flor en primavera, me propuse no votar en ninguna elección política. Lo he incumplido. Ateo por convencimiento y confrontación (frente a las monjas, los curas, los beatos meapilas y las obsesiones maternales), me propuse volverle la espalda a dios (a cualquier dios); pero hoy miro a dios de reojo (a no importa qué dios) y no sé si he cumplido o incumplido mi promesa. Después de mi primera redacción escolar, titulada: Por qué soy un Genio (aunque precoz en algunos aspectos -solo tenía diez años- hay que tener en cuenta que aún no había leído a Nietzsche), redacción que mereció elogios de mi maestro y burlas de la práctica totalidad de mis compañeros, me propuse seguir escribiendo, escribir siempre y publicar al menos un libro. Esto sí lo he cumplido. He escrito en exceso y hay un libro con mi nombre (aunque de corta tirada y muy delgado). A los once años hice mi primer dibujo creativo, no una mera copia: un paisaje donde aparecía la Torre del Homenaje del castillo de mi pueblo y, sobre ella, flotando en el cielo, un enorme plátano amarillo con manchas ocres irregulares. Debo decir que siempre destaqué en esta disciplina, tal vez porque en mis genes bailaban influencias de un tío y un tío-abuelo pintores, aunque no siempre haya sido realista y mucho menos comprendido. A los once años, la verdad, en aquella España negra de los sesenta, puedo jurar que no tenía la más remota idea de lo que era o significaba el surrealismo (y tampoco recuerdo, por aquel entonces, haber visto un solo cuadro o grabado de Goya o de Solana). Me propuse pintar mis visiones y obsesiones (de nuevo inducido por mi madre como referente de vida). Esto también lo he cumplido, o creo haberlo cumplido, por mucho que ahora, por falta de espacio, me contente con algún dibujito de vez en cuando. Consecuente con mis convicciones y mis fobias (odio al amo y odio al poder), me propuse no trabajar nunca para nadie; y lo cierto es que logré llegar a los cincuenta sin haber firmado un contrato ni visto una nómina. Sin embargo, al final, igualmente esta proposición fue incumplida. Ante el lejano horizonte y el previsible deterioro del proceso de envejecer, me propuse no vivir más allá del año 2000 -límite suficiente y tan rotundo y simbólico desde mis ojos todavía adolescentes-, aunque dejé para más tarde la cuestión del método a emplear. Lógicamente, también aquí puede hablarse sin paliativos de incumplimiento. O tal vez no; tal vez se trate tan solo de un aplazamiento, de la elección de un método sustentado en la paciencia y la lentitud que ha traspasado su horizonte para avanzar sin duda hacia el número (minuto, hora, día, mes y año) de su cumplimiento.

Sería tan curioso, tan oportuno decir que a los sesenta años se ha vivido en sesenta casas diferentes, que se han tenido sesenta amantes, que se han escrito sesenta libros, que se han cometido sesenta traiciones, pintado sesenta cuadros. Verdades y mentiras son equivalentes y sirven al mismo propósito. Seguro que en mi vida he fabricado más de seis mil máscaras y he leído más de seis mil volúmenes; eso me proporciona cierta inmunidad, me protege y me dota de recursos insospechados. Bajo la cama guardo sesenta armas por si acaso se presenta la ocasión del ataque o la defensa. En tiempos tomé clases de esgrima; conozco el florete y el humilde alambre. No soy quien creo ser ni quien tú crees que soy. El texto que escribo ha tenido seis pausas, seis veces he salido al balcón y he mirado la calle a mis pies; y como cada noche, he visto pasar al fantasma negro de dos metros de altura vestido con túnica blanca, al personaje anódino que prueba o intenta abrir -sin éxito- todas las puertas de los coches aparcados, al viejo (¿cuál será su edad?) que pasea a un perro minúsculo, al borracho que se tambalea zizagueando por la estrecha acera, a la prostituta que se ha despedido (sus razones tendrá) de alguno de los clubes de Joan Bauzà, al chino que le grita a su teléfono móvil iluminado como linterna. Sería tan curioso, tan certero decir que el tema musical que acompaña este texto -las imágenes no importan- ha sido escuchado sesenta veces, que en este desbaratado conjunto de palabras puede haber quizá dieciséis faltas de ortografía, que a las 6:16 (es decir: en breves momentos) amanecerá en la isla otro día solar del mes seis del año 2016 y que la vida sigue viva y que uno sigue vivo -a pesar de todo- y sale al balcón por séptima vez mientras la noche se va. 

Salvador Alís.

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