LA FIESTA
Hay fiestas y fiestas. Yo pretendo hablar de un tipo de fiesta en particular, aunque -conociéndome- lo más probable es que pronto empiece a divagar y una idea, una frase, una fiesta me lleve a otra fiesta, sin que al final quede claro de qué estoy hablando.
Si te apetece leer lo que vendrá a continuación -y que yo mismo aún no tengo claro-, si te consideras un lector inteligente, un curioso al que le gusta meter la nariz en asuntos ajenos, traductor de palabras escritas en otro idioma, adelante. Pero no te des por aludido. Ni es de ti de quién se habla ni, tal vez, te hayan siquiera invitado.
Los ricos tienen sus fiestas fabulosas (vestidos de lamé para ellas y esmoquin para él; de fondo suena Mozart o una lambada) alrededor de fuentes de champán. Los pobres tienen sus fiestas más humildes, junto a una hoguera o una guitarra. Si algo los iguala es que todos bailan y acaban en un frenesí de alcohol, droga y sexo. Pero hay alcohol y alcoholes, droga y otras drogas, y el sexo es casi infinito en sus variables.
Se tiende a creer que es condición necesaria para llevar a cabo una buena fiesta, una fiesta como dios manda, que sea multitudinaria, pública, participativa. No es verdad. En ocasiones uno solo puede procurarse un gran festejo. Que se lo pregunten al borracho solitario, al loco, al místico, al niño, a los poetas y onanistas.
Pero yendo a lo concreto, imaginemos una fiesta proletaria (por supuesto no una revolución, sino algo más modesto, de andar por casa). Un grupo de amigos que se reúne para comer carne -carnívoros, por tanto-, ya sea vaca o buey a la parrilla, cordero al horno, embutidos, lechona o hamburguesas. Como es lógico, se inicia la fiesta con saludos (lo normal es darse la mano) y cervezas siempre poco frías; luego se pasa al vino (barato); y se acaba con unos generosos cubatas, gintonics o hierbas (en al menos dos de sus acepciones).
Nada tengo en contra del soma psicotrópico ni del fantástico; respeto la libertad de cada uno para caer en su tela de araña. Lo bonito de todo esto son las brasas apagándose lentamente pero sin llegar nunca a morir por completo. Las conversaciones se distienden, los músculos se aflojan: ya nadie es rival de nadie y la fiesta entra en su apogeo.
Sucede lo mismo en un aquelarre o en un baile ritual entre los masáis o los dogón: la carne y la sangre, la palabra y el soma, el fuego y el humo. Se invocan dioses y demonios, se habla de los ausentes, de los muertos, de los antepasados. Y surge el mito, la historia alterada y magnificada -y ensombrecida a veces porque no se trata tan sólo de los héroes sino también de los anti-héroes.
Los motivos para no acudir a una fiesta son infinitos -como el sexo en sus variables: tengo viento en la cabeza; me ha surgido una urgencia (la aliteración o paranomasia, si de eso se tratara, serían intencionadas); a nadie le gusta que le den la mano (cuando esa mano es blanda, húmeda o insincera); no hubo consulta para diseñar el tarjetón; tengo problemas con el alcohol; me estoy haciendo vegetariano; no hay mujeres y, en caso de haberlas, ya están emparejadas; no encontré un hueco en mi complicada y confusa agenda; no me parece ético considerando mi salvoconducto; ya estoy mayor para tales excesos; me sentiré intranquilo, tentado, ansioso, viendo a otros fumar a mi lado; algún participante pudiera ser mi enemigo (aunque yo no lo sepa o él lo ignore) o el amigo de mi enemigo; debo cuidar mi salud (tanto física como mental); estoy cansado; ya me las sé todas (sé cómo acabará); no me apetece relajarme y decir lo primero que se me ocurra; no quiero insistir en ciertos temas, no quiero sentir ciertas sensaciones; simplemente no me da la gana; no me gusta que se me trabe la lengua; no me resulta grato perder al ajedrez si he de jugar sin la concentración y serenidad que se requieren para ganar... Como ejemplos y disculpas, me parece que ya son suficientes. Y conste que no doy explicaciones a nadie más que a mí mismo.
Días antes y a distancia puedo sentir el olor a carne quemada. Y también preveo alguna mirada de asombro, desconcierto y hasta desprecio. Tampoco soy tan importante. Si esto te afecta, no sigas leyendo. No va contigo. De los hipotéticos asistentes a la fiesta, únicamente pongo la mano en el fuego por dos: Mozart y el ausente.
Hay fiestas y fiestas. Las que quisiera hoy en día, las que para mí cuentan y buscaré en el futuro, se hacen con palabras verdaderas y hechos solidarios, sin alharacas ni afectaciones.
Doy por sentado que se comprenderá que la diferencia de los años es un puente largo y difícil de atravesar (en uno y en otro sentido). Yo lo he hecho a menudo, sin pensarlo dos veces, pero en este momento la idea me produce vértigo.
El papel (virtual) en donde escribo no arde a 451º fahrenheit y, que yo sepa (y deseo) ninguno de los asistentes a la fiesta trabaja como bombero.
Cada proletario -y también cada aristócrata- tiene su cruz: unos de oro, otros de noche, otros de muerte, algunos de enfermedad, separación, soledad o desconcierto. Pero las fiestas son necesarias; sin ellas el mundo resultaría inhabitable.
Que se imprima este texto en un papel ordinario y se haga llegar a la fiesta ni me preocupa ya ni me interesa (en determinados aspectos, lo virtual sustituye con creces a lo real); incluso he pensado que pudiera servir para prender la barbacoa o el asado. Finalmente: todo es humo, todo pura especulación. El que pone punto y final a sus fiestas, el que firma y reafirma se llama LECTOR.
LECTOR
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