Probablemente ninguno de ellos haya jugado, como yo jugué, con Gari Kaspárov, en una simultánea en un hotel del Paseo Marítimo de Palma, en fecha indeterminada, entre 1986 y 1990, evento del que no ha quedado rastro en internet, como si nunca hubiera tenido lugar.
Desde hace un par de años, frecuento un bar en el barrio no lejos de mi casa, en mis días libres, tanto en invierno como en verano. El vino es bueno y barato, tanto el tinto como el blanco.
Entre las 7 y las 9 de la tarde se reunen allí un grupo de jubilados para jugar al ajedrez. Dos tableros en dos mesas, cuatro jugando y el resto, sentados alrededor o de pie, esperando su turno, respetuosos o irónicos según el grado de confianza.
Sólo un par de ellos son calvos; los demás conservan discretas cabelleras blancas donde brillan los cabellos plateados de la dignidad. Los dos calvos cubren con gorras de tela sus cabezas.
Todos, sin excepción, usan gafas de vista. Y todos, menos uno, son abstemios.
La primera impresión me dijo que eran mayores, evitadores de la muerte mediante este sublime juego. Y con el tiempo, desviando hacia sus rostros y sus manos mi atención, he descubierto que alguno puede ser más joven que yo. No visten mal; sus relojes son caros, y brilla tan sincera la plata de sus reflejos.
No les hablo ni me hablan, ningún saludo, ni hola ni adios. Yo por respeto y ellos por desconocimiento. No formo parte de su club, aparezco y desaparezco y siempre observo las jugadas con una copa de alto tallo y fino cristal entre las manos. Jamás frecuentaría un bar donde se sirviera el vino en vasos de vidrio.
No les hablo ni me hablan. No les he pedido permiso para jugar con ellos, ni ellos me han invitado. Juegan con la esperanza de ganar o ser ganados por alguien que conocen, no por extraños.
Podría vencerles a todos, romper en un instante los sueños que los mantienen vivos. ¿Para qué jugar? Son como niños y yo: el demonio que les observa.
Ni los niños, ni los borrachos ni los locos dicen la verdad. Los niños, por ingenuos; los borrachos, por incapaces; los locos, por absurdidad o extravagancia.
Los jugadores de ajedrez me dicen sin palabras que, tarde o temprano, este será mi destino, mi mejor opción. Una gorra azul marino sobre la calva; los pelos del bigote como alambres de acero; una mano en el bolsillo del pantalón agarrando una moneda y la otra mano, sin temblores, moviendo e intercambiando las piezas sin remordimiento ni piedad.
Algún día jugaré en el cielo con Bobby Fischer. Algún día, cuando Carlsen o Anand vengan al cielo, jugarán conmigo. El recuerdo siempre para V. que me enseñó a mover las piezas a los cinco años y me enseñó que, cuando todo va bien, es probable que algo empeore; y que cuando todo va mal, es más fácil que algo comience a mejorar.
Por el gusto de jugar, y por no asustar al contrincante, me he entregado en algunas partidas. Que nadie se engañe: en una esquina del salón principal del hotel Victoria, hace ya muchos años, y con T. B. como testigo, yo gané al campeón. Con los dedos índice y corazón de la mano derecha tumbó a su rey en un instante mirándome a los ojos sin odio.
En ese amanecer en la bahía, hace ya un cuarto de siglo, y por no comprometer lo ganado, me juré que en adelante reservaría mis dotes y destrezas para la última partida, la fundamental, la que se juega con la vida por delante contra el Jugador Absoluto e Invencible.
Pero el tiempo pasa y la conclusión se demora. Los jugadores jubilados del bar del barrio no lejos de mi casa quizá algún día me acepten entre ellos, como uno más de ellos, un jugador que, por jugar y sólo por jugar, finge de vez en cuando que el otro es mejor.
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