ROPA PINTADA
Esta entrada también podría titularse "La higuera" o "La camboyana". Sucedió en Ibiza, en el verano de 1984. Entonces yo compartía una casa de campo en una colina entre la Vila y Sant Josep de sa Talaia, con mi "amante", su joven amiga, un pastor alemán llamado León y tres gatos.
Mi amante trabajaba para un falso pintor y mago fracasado. La joven amiga vivía de su juventud y su cuerpo. León robaba prendas de vestir en los tendederos de otras casas en la colina, preferentemente sandalias y zapatillas. El gato negro dormía al sol. El gato gris buscaba, temeroso, mi protección y mis caricias. Y Orgulloso, despues de haber sobrevivido a un atragantamiento con un hueso, miraba atento a su alrededor con sus enormes ojos oscuros.
La higuera, en el borde del camino que subía a la casa, me daba a mí los buenos días cada mañana reclamando su cuerda y mi silla.
Yo había conocido a una italiana desmesurada, enorme en su léxico, carácter, simpatía, generosidad, apasionada del vino blanco y atrevida con la cocaína, encargada de una tienda de moda adlib en el Carrer Fosc, para la que pintaba faldas, blusas y pantalones a xxx la pieza.
Una vez a la semana la visitaba para entregarle lo pintado, cobrar el trabajo y recoger el paquete de ropa blanca donde plasmaría, durante los seis días siguientes, mis contradicciones, visiones y sentimientos. Ese era, sin duda, mi mejor día. La italiana no solo me pagaba lo acordado (más alguna que otra propina) sino que me invitaba a vino y me retenía hasta la medianoche con sus historias y confidencias. Y poco antes de que llegaran sus amigos, nos hacíamos unas rayas en la trastienda. Y luego cenaba con ellos. Y la italiana insistía en llevarme en su coche hasta Ku o hasta Amnesia. Y todo lo pagaba ella, las copas y las rayas, con la especial habilidad de no hacerme sentir nunca que le debiera nada.
Y no obstante mi autoestima estaba por los suelos. Mi "amante" me dijo que ya no me amaba, que el amor -como todo en la vida- tenía un comienzo y un final. La joven amiga libertina repartía números a los hombres que hacían cola frente a nuestra casa. A León, un loco dóberman le mordió los testículos; tuvimos que llevarlo al veterinario para una cura de urfgencia. También su autoestima quedo tocada.
Como es lógico, cuando los demás se desnudaban, yo no me desprendía de mi anticuado bañador en las playas nudistas. Un día, a solas con mi "amante" en una cala solitaria, sentí la tentación de golpearle la cabeza con una piedra y tirarla al mar. Pero al final me contuve y me evadí de ese pensamiento imaginando como madurarían los higos en su higuera.
Mi "amante" disponía de un coche. Y nuestra amiga y yo nos turnábamos en el uso de una vieja mobylette, aunque a veces viajábamos los dos en ella, conduciéndola indistintamente según el momento. Fuera yo delante o detrás, la experiencia siempre resultaba turbadora: o se abrazaba a mí apoyando sus pechos en mi espalda, o yo me cogía fuerte de su cintura sintiendo sus nalgas entre mis piernas.
Después de cuatro meses de abstinencia, una noche en que nos quedamos solos en la casa -mi "amante" desaparecía de vez en cuando- la libertina se presentó ante mí prácticamente desnuda, con apenas unas sandalias de cuero romanas y unas braguitas blancas. Lo puso fácil, pero yo no me atreví, tal era mi estado de desconfianza y desolación.
Lo intenté con la italiana, sin éxito, porque al parecer el sexo no entraba en sus planes. Fue una noche de principios de agosto, a la salida de Pachá, después de que ella me contara que uno de mis diseños lo había comprado esa tarde Nina Hagen. Mi euforia no fue correspondida.
La higuera, en el borde del camino que subía a la casa, me dijo que para hacerme respetar debía ganar más dinero. Así fue como, de alguna forma, traicioné a la italiana y conseguí otra patrocinadora: una camboyana de rasgos muy exóticos y curvas voluptuosas que regentaba otra tienda de moda adlib en el Carrer Enmig.
Mis dibujos comenzaron a volverse más y más intrincados. Los colores fueron desapareciendo a favor del negro, pero yo doblé mis ganancias. Y cuando llegaron las lluvias, ya entrado septiembre, entre la ilaliana y la camboyana mi corazón se enmarañaba en un laberinto de caminos pintados que no conducían a ninguna parte.
El dinero fluía, la cocaína ya no dependía de invitaciones ajenas, León se estaba haciendo grande, la ruptura era evidente, nuestra amiga seguía repartiendo números a diestro y siniestro, el gato negro y el gato gris pendientes de los mimos y de los árboles, Orgulloso mirándome tan fijamente y los higos tan dulces en la higuera.
Un curso acelerado sobre el arte de la traición y ya me sentía preparado para cambiar de isla y dejar atrás el desprecio y el menosprecio, la burla infinita de las viejas vaginas y los viejos testículos al aire y al sol en las playas nudistas.
León se quedaría allí, al cuidado de los amantes de mi "amante". Para el gato negro y el gato gris, la anestesia estaba preparada. Para nosotros, los billetes de barco. Mi caricatura pisoteada en el camino donde la higuera dejaba caer sus frutos.
Lo que más lamento es no recordar qué fue de Orgulloso, el tercer gato que me salvó la vida.
Entre las estrellas que brillaban sobre las salinas encontré entonces mi máscara verdadera. Esa máscara se presentó ante mí como un destino. Y hasta hoy nadie sabe cuál es mi cara.
El penúltimo día invité a la italiana a comer una paella en nuestra casa, presentes la "amante", la amiga, y los amantes de la "amante" y de la amiga. Y al final de la tarde quise ir a Dalt Vila para despedirme. La italiana me dejó ante el hotel Montesol. Sentidos besos y un abrazo sentido.
Deambulé por calles y callejuelas, mientras oscurecía.
La camboyana estaba a punto de cerrar la tienda. No había cuentas que saldar, pero la invité a una copa de champán, ahora que -gracias a ella- me lo podía permitir.
A la tercera copa (no hay una sin dos ni dos sin tres) me preguntó si me apetecía acompañarla a casa. Yo tenía 29 años y ella seguramente 10 ò 15 más que yo. Un gato british azul guardaba su habitación. Y sobre la cabecera de la cama, dos marionetas gigantes parecían hacer el amor desde su absoluta inmovilidad.
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