viernes, 31 de octubre de 2014

LA CORRUPCIÓN Y LOS CONEJOS

     De los muchos comentarios, opiniones y argumentos lanzados en estos días contra la diana de la corrupción, quiero destacar la siguiente imagen: alguien, en un debate televisivo, ha hecho esta mañana la siguiente comparación: nuestro gobierno se parece a una banda de conejos parada en medio de una carretera, con los ojos abiertos como platos, viendo venir a toda velocidad al camión de la corrupción, hipnotizados por la cegadora luz de sus faros, e incapaces de cualquier movimiento o reacción. No son palabras exactas, pero así puede entenderse.
     La imagen, inevitablemente, me lleva a pensar en los magníficos textos de Mario Levrero titulados Caza de Conejos. Y por seguir con el juego, yo añadiría que esa limitada banda de conejos en la carretera ha estado saqueando el campo común de zanahorias que debía alimentar a los millones de inocentes conejos que habitan en el bosque y ahora están pasando hambre.
     En el mismo debate (o en otro), ante la pregunta de qué puede hacer el gobierno para combatir la corrupción, alguien ha contestado que eso era imposible, lo mismo que pedirle a Al Capone que acabase con la Mafia. Por lo que se ve, se acrecienta el número de los que desconfían, los que dudan de que el lobo disfrazado de pastor proteja realmente al rebaño.
     Cuando escucho a ciertos personajes decir que la mayoría de los políticos son honrados, que los casos de corrupción son puntuales, algunos garbanzos negros en el bote, sinvergüenzas siempre los hubo, y esgrimen la presunción de inocencia y se muestran tibios ante la imputación, no sé si echarme a reír o indignarme por su falta de respeto. No sé si son tontos o pretenden ser demasiado listos. Si pensamos que entre los 86 poseedores de las tarjetas negras tan sólo 4 no llegaron a usarlas, y que todos eran políticos (porcedentes de varios partidos), banqueros, empresarios y sindicalistas, se puede concluir que el 95,35 % de semejante casta eran corruptos. Y no cuesta nada extrapolar la estadística al conjunto de políticos, banqueros, empresarios y sindicalistas.
     Bajo la alfombra de la ignorancia, del mirar para otro lado, del conformismo, la no implicación y el miedo, se esconde tal cantidad de basura que la peste es ya insoportable. Con el beneplácito de una sociedad adormecida se han amasado fortunas y se ha maquillado la democracia como a una deslucida y consentidora actriz en el ocaso de su carrera. Todavía hay idiotas que aplauden la representación, pero cada vez más podemos oir voces disconformes.
     Lo viejo se resiste a renovarse, se aferra a su baston de mando. La posibilidad de que el público irrumpa en el escenario causa pánico entre los falsarios. El presidente Ubú, el tirano Ubú, el cornudo Ubú, el egocéntrico Ubú que sube sin cesar los impuestos para financiar su trono, saldrá corriendo de un momento a otro buscando esconderse en su rica madriguera de conejo para ponerse a salvo de los conejos pobres. Pero los conejos pobres, privados de sus zanahorias y hambrientos, están desarrollando su olfato. La madriguera del saqueador apesta.


    
     
    
    
    

ANTE EL IMPERIO

"Cuanto más insiste Roma en condenar al esclavo como esclavo, 
más cerca me siento del esclavo 
y más se acrecienta mi convicción de que mi deber es luchar contra Roma."

Autor anónimo, latino, hacia el siglo XXI.

    

RUIDO DE FONDO


     El ruido es todo lo opuesto a la música, lo inarticulado, lo que penetra violentamente en el cerebro y causa agitación y malestar. En la música hay ruido, sí, pero no se impone, no agrede, porque lo que define a la música no es el sonido sino el silencio, no el soplo ni la vibración ni el redoble sino las pausas entre los sonidos, la nada anterior y posterior y los fragmentos vacíos que se intercalan entre notas e instrumentos.
     Hay ruido en muchas películas cuya banda sonora es el miedo y el efecto del miedo, o la violencia sonora, o la risa falsificada y aumentada que fuerza otras risas sin objeto.
     Hay ruido en la arquitectura contemporánea, en las torres obsoletas, en los aeropuertos sin vuelo, en los palacios en ruinas, en los teatros de la ópera reducidos a una simple maqueta. Ruido en el World Financial Center y ruido en el Burj Dubai.
     Hay ruido en la pintura y en la escultura, en los grafitis de Banksy, en los tiburones de Damien Hirst y en los neones de Bernardí Roig. Hay mucho ruido plasmado en dos y en tres dimensiones.
     Hay ruido en la literatura, ruido de disparos de pistola en las novelas negras, ruido de la muerte y del diablo que saben venderse bien y ganan, invariablemente, todos los premios y reconocimientos.
     Hay mucho ruido en la política y en la economía, monedas que circulan en la oscuridad y chocan unas con otras y multiplican su potencial, voces cuya estridencia es la mentira, discursos y arengas que invalidan sus propios altavoces.
     Y hay, evidentemente, más ruido todavía en los medios de comunicación, en los debates y en las noticias, en los miles de millones de fotografías hambrientas como plaga de langosta, en los vídeos donde la nueva enciclopedia universal se está construyendo, en los mensajes que vuelan -como por arte de magia- de un extremo al otro del mundo sin necesitar de palomas mensajeras.
     Hay muchísimo ruido sobre los desiertos que guardan bajo su arena viscosas reservas de hidrocarburos, y ruido en la superficie de esos desiertos, en las ciudades roídas de esos desiertos, entre los tanques de la nueva afrika-korps, los silbantes misiles y los sibilinos drones.
     Hay ruido y alteración y énfasis entre los microorganismos, alrededor de los virus y las supuestas amenazas y las previsibles vacunas.
     Hay ruido en la desnudez y en la farsa, en las inquietudes inculcadas, en los programas de control mental, en las ventanas abiertas al universo, en la vida no nacida y en la inteligencia artificial.
     Al parecer este nudo histórico ha sido desanudado y se ha producido la gran aceleración que impulsa a la humanidad, primero, hacia delante y, luego, hacia atrás.
     Este concierto no será tarea fácil, interpretar la obra entrañará dificultades, un nuevo director de orquesta deberá desaparecer para que los músicos actúen. Los que desafinan tendrán que apartarse o ser apartados. Lo que se busca ya no es el ruido sino el silencio, no la distorsión sino la armonía. Voces que no aportan nada a la obra deberán callarse o ser calladas.
     Tiempos convulsos y ruido de fondo. No se apacigua el corazón ante los gritos de los exaltados, el fanatismo de los ignorantes, las grandes mentiras y los ídolos de barro. Adan y Eva ya no están desnudos en el paraiso, y en el árbol del conocimiento sólo crecen frutos podridos.
     Lo contrario a este ruido es hoy una danza macabra. Se vive aún. Se tiene la posibilidad de escuchar alguna música verdadera, de apoyar un violín contra el hombro y pasar por sus cuerdas un cuchillo. Participar en ello no es imposible.



EN BUSCA DE LA VERDAD

     Lo reconozco: soy un adicto a Thomas Bernhard. No sólo a su literatura, también a él como persona y como personaje, como ser humano y como actor. Y, por supuesto, no es ésta la única de mis adicciones, pues deberían sumarse a ella el café, el tabaco, el vino, los viajes, el sexo, los gatos, los sueños y otras muchas que no vienen al caso. Podría ser peor, desde luego, o mejor tal vez, pero esto es lo que hay y lo que incluye esta noche mi confesión.
     Prefiero ser un adicto a Thomas Bernhard que un adicto al dinero. Esta tarde he gastado 24 euros en el nuevo libro de Bernhard, En busca de la verdad,  y lo he justificado razonando que mi gasto mensual en necesidades del cuerpo (un techo bajo el que dormir, luz y gas, comida, vino y tabaco, medicamentos y placebos) supera con mucho mi gasto en necesidades del alma. Las 422 páginas de En busca de la verdad alimentarán mi mente o mi espíritu durante muchos días, quizá años.
     Esta adicción, probablemente, sólo la entenderán otros adictos, resultando ridícula ante ojos no tocados por la ironía y la lucidez, ojos complacientes y complacidos, no lectores o lectores de la falsa literatura de los superventas y los éxitos luminosos de las efímeras bengalas publicitarias.
     Desde que supe que el 16 de octubre se pondría a la venta la nueva obra de Bernhard, apenas he dormido esperando el momento. Así son las cosas, para mí, cansado lector y lector de vista disminuida, confiado más en lo que re-conozco y he probado que en el bocado nuevo que, tan a menudo, me llena la boca de insípida harina. ¿Se deduce de esto que Thomas Bernhard sea un dios para mí? En absoluto, puesto que soy ateo. Alguien que me habla al oído y cuyo relato entiendo.
     A las 21:30, al salir de la biblioteca Babel, donde mi amigo D. C. y yo acabábamos de tomar dos copas de Los duelistas y otras dos de Carme, despues de haber conseguido no sin dificultad el libro de Bernhard, una joven de grandes ojos líquidos, sin duda con alguna copa de más, nos ha detenido en mitad de La Costa De La Pols, frente a la puerta de un vinoteca en un sótano, primero con la excusa de pedir fuego y, a continuación, para -locamente- hablar de Hermann Hesse, de su malestar intelectual, de su ambición de llegar a ser periodista, de su intento por escribir una novela, de su ansiedad por aprender a escribir, de su deseo de leer un libro que le cambiase la vida.
     El vino se oponía a un esperado recato y convertía la situación en excepcional, un cuerpo a cuerpo y una mirada a mirada y palabra ante palabra que no producía en mi ninguna inquietud ni deseo de retroceder, sino todo lo contrario. Sus lecturas recientes, según menciones: Charles Bukowski, Eduardo Mendoza, Paulo Coelho. Lecturas disparatadas, propias de una joven de 25 años debatiéndose en un mar de dudas. Le he dicho así, taxativamente, que Coelho era una mierda, que Mendoza no me interesaba, que Bukowski era un impresentable, y que Hesse era un escritor para adolescentes.
     La belleza de su juventud imparable ha sido el recurso de su contestación. "Entonces aconséjame un libro serio, algo verdadero, algo donde encontrar respuestas." No hay respuestas en la literatura, según mi punto de vista. Únicamente preguntas. La diferencia es que la buena literatura te presenta preguntas que vale la pena responder pero, a tal fin, te exige un esfuerzo de introspección, y la literatura de pasatiempo te da ella misma las respuestas con su desenlace.
     Mi amigo D. C. se fue a buscar el coche al aparcamiento. Y Carmen, como me confiesa que se llama la avasalladora joven entre cuyos sensuales labios brillan, no blancos dientes, sino inquisitivos ojos abiertos, desinhibida por el vino y la noche, acerca más si cabe su cuerpo al mío, e insiste en un próximo encuentro y en ampliar o continuar la conversación. Le recomiendo, como solución final, que lea a Thomas Bernhard, advirtiéndole que no es un escritor fácil, que fácilmente puede despreciarlo, pero que, de igual forma, puede ser deslumbrada y convertirse en una adicta. Le enseño mi trofeo recién adquirido y lo toma entre sus manos, lo abre al azar un par de veces y lee algunas frases: "todo es en el fondo una broma", "la gente que quiere entablar conversación me resulta sospechosa".
     Carmen me pide que le deje fotografiar con su móvil la portada de En busca de la verdad, a lo que accedo. Me asegura que lo comprará en Babel. Y como vuelan entre nosotros los números de teléfono y un posible posterior contacto, y como ella quiere leer un libro que le cambie la vida, le propongo un trato: en la próxima semana pasaré por la vinoteca donde no trabaja (trabaja en un hospital) pero donde sí trabaja un tipo que nos observa a distancia con su sonrisa invisible, que algo tiene que ver con ella, y dejaré allí, para ella, un ejemplar de Time Lapse.
     A partir de aquí todo son especulaciones, repeticiones y falsas esperanzas.
    

VIEJAS CALLES

VIEJAS CALLES

Vuelves a visitar las viejas calles, el laberinto empedrado donde navegaste
en un barco de cartón sus corrientes de nieve cuesta abajo,
entre casas deshabitadas entonces y ahora,
entre la risa y el llanto. Nada se hizo para siempre.

Repites las mismas historias con variantes, y a veces alguien te escucha
como si fuera la primera vez, tu cabeza lo sabe y no puede evitarlo,
se encienden fuegos donde ya hubo hogueras,
destino trazado. Nada se hizo para siempre.

El acontecimiento como irrupción pierde su impulso y no sorprende ya,
el futuro parece una inacabada restauración del pasado,
la pared de piedra sin sol se ha cubierto de enrevesada hiedra
que oculta las ventanas. Nada se hizo para siempre.

En ese laberinto vas dejando caer cuentas de cristal que niega la oscuridad
como señales, visibles cuando el invierno acaba y otra vida
es deslumbrada al amanecer de otro verano,
imposible hallar la salida. Nada se hizo para siempre.

Subes a la última torre como a la primera, entre el asombro del vértigo
y el combate con las telarañas, gotas de agua en la escalera,
diamantes de una lluvia interior, hasta las campanas de bronce,
y te asomas al vacío. Nada se hizo para siempre.

En las viejas calles el mismo desfile de estandartes y fantoches,
espantapájaros dorados portando sus armas y sus velas humeantes,
el lobo y el ciervo y el jabalí y la liebre y la astuta ardilla
saltando de rama en rama. Nada se hizo para siempre.

Salvador Alís.










miércoles, 8 de octubre de 2014

ATRACAR UN BANCO + ÉBOLA

     En definitiva un banco puede ser atracado de dos formas: desde el exterior o desde el interior. Algo parecido ocurre con nuestro cuerpo, vulnerable ante los fieros leones y los helados virus. Que un desgraciado entre en la oficina del dinero portando una pistola simulada es intolerable. Cosa distinta es que el contable derive millones a su cuenta privada como quien no sabe nada. Animales horrendos son los murciélagos, reservorios de la mutación letal del maligno ébola. Según los expertos (¿médicos o políticos?), ante la duda mejor sacrificar al perro. Con un silogismo similar se podría concluir que la mejor manera de contener una epidemia es incinerar a todos los afectados. Y con los mismos razonamientos, desactivar a los profesionales de la extorsión, el desvalijamiento y el abuso. Periódicamente las industrias farmacéuticas ponen en circulación a sus bichitos, y luego juegan a inventar una vacuna. Cuarenta años ebolando África y en 2014 el gran experimento: la expansión y la externalización. Nada nuevo si se recuerdan sida, vacas locas, gripe aviar, gripe a, ántrax y demás terrorismos biológicos. La ministra del ramo no puede ocultar su cara de madera. Se criminalizan virus fantasmales, cuando el rey de los virus, el más temible y el que más muertes causa es el dinero. El próximo fin de semana, el tema estrella no será el fútbol sino el miedo. Se acerca el invierno y el frío. Muchos tendrán fiebre y nuestros gobiernos esperan que los ataques de pánico, como de costumbre, oculten al verdadero enemigo.
     No tenía ninguna fe en nuestro destino, pero ahora, ante la incompetencia y el nerviosismo de los atracadores, ante sus chapuceros ataques y su delatada estrategia, me pasa por la cabeza la idea de que aún podemos cambiar el paso (o echar a andar) y formar un frente que detenga la amenaza.
    


EXTRAÑO EN EL PARAÍSO

EXTRAÑO EN EL PARAÍSO

     Un poco de veneno cada día,
la mínima dósis para no morir y estar muriendo,
cristalina copa servida en la oscuridad,
en esta fiesta a la que nadie fue invitado,
y en un paraíso extraño donde el amor
baila con zapatos de papel.
     La arañas colgantes no emiten luz,
los tapices en las paredes rezuman tinta negra,
todo el decorado un torpe dibujo
de una realidad ajena.
     Sólo la orquesta es aceptable,
la cantante y su voz que se alza y adormece.
     Periódicos en el suelo y pantallas en las paredes,
las mesas sin manteles y los cubiertos de hierro,
las panecillos ácimos,
surtidores de agua enfangada
y fumarolas infernales.
     Hombres uniformados y mujeres marcadas
se deslizan en turbios abrazos
y giran hasta perder la consciencia,
asesinos y camareros en las esquinas
atentos al menor deliz.
     Un poco más de veneno en la copa oscura,
las escaleras de mármol como un trampantojo,
no hay piso superior para los no iniciados
y se precisa un pase especial para acceder al palco,
a los bellos jardines, a la infinita bodega.
     El amor baila con los zapatos mojados,
la amistad se resuelve en lances de esgrima,
negocios sucios, delación y diplomacia.
     Tontos y ladrones en esta fiesta sin final
y sin principio, ángeles infaustos clavados en los muros
del paraíso fortificado
donde se esconde la cobardía
y se celebra la ambición.
     Velas consumidas y humeantes,
las falsas flores y los falsos arbustos,
las armas latiendo bajo los trajes alquilados,
solo la orquesta es aceptable.
     La cantante sin maquillar y su voz distorsionada.
     He perdido entre el barullo y la burla
a mi pareja, a mi confuso doble,
bajo las arañas colgantes que no emiten luz.
     Palabras y más palabras y ni siquiera una afirmación,
ni siquiera una palabra que acabe
con todas las palabras.

Salvador Alís.




1984 / II

1984 / II


     Nunca he tenido pesadillas, jamás un mal sueño, un dormir inquieto. Los sueños más agitados, los más complejos y absurdos, siempre han sido argumentos para un apunte, fragmentos de otra vida, esbozos del guión de una representación inacabada.
     Noche tras noche en ese escenario, portando la máscara cambiante de la quimera.
     Contemplando este viejo retrato de mi padre, ¿cómo no pensar en un hábil filósofo de la ironía?
     En 1984, mi padre tenía once años más de los que yo tengo ahora; faltaba apenas un año para que muriera. Acató mis instrucciones y miró de lado cuando yo lo enfocaba con una Nikon FM2, la luz en su frente y su cabello blanco peinado hacia atrás.
     A pesar de nuestras diferencias, cada vez que mi padre ha hecho acto de presencia en mis sueños, su imagen ha sido benefactora. Eso es importante y se tiene en cuenta.
     También él nació al pie del castillo, y sufrió lo indecible por los caprichos y políticas del castillo.
     La piel de su cara formando parte de una sucinta herencia que se completa con: una cinta métrica, unas gafas de cristal y cuero, algunas herramientas y poco más. El traje negro no, pues se lo llevó a la tumba.
     Me reconozco en sus ojos y en sus dientes, en el café de la mañana, en el tabaco, en el vaso de vino, en su resistencia a la fruta, en su paciencia amorosa, en su tolerancia y en su risa.
     Me reconozco en su música y en su clarinete. 
     Me reconozco en su trastienda, en su humilde chimenea, en su mano como una rama seca que un día tomó mi mano y en su abrazo cuando, siendo yo un niño, me señaló la fiebre y me atacó la avispa.
"O, let me weep, for ever weep,
my eyes no more shall welcome sleep;
i'll hide me from the sight of day
and sigh, and sigh my soul away.
he's gone, he's gone; his loss deplore
and i shall never see him more."
     
     La cal en sus ojos y el yeso en su semblante.
     Pude haberle dado más vida, ¿quién lo sabe? A él le debo la mía.
     Once años nos separan ahora, el reloj no se detiene, mis dedos aún no se han vuelto amarillos, y aún conservo gran parte de mi dentadura. 
     Perdidas, de su herencia, las gafas Ray-Ban y la afeitadora Philips. Nunca leí sus novelas y él nunca leyó las mías. Ni uno solo de sus cabellos plateados he guardado en un sobre. Ni una sola de sus cartas. Ni recuerdo el timbre de su voz.
     Bajo el mismo castillo que se derrumbó y se derrumba, hasta hoy, sin acabar de hacerlo porque, aunque tan lejos y en tanta decadencia, su sombra sigue indicando sobre el suelo la hora fatídica y la marca que separa a los contendientes.
     La belleza de su edad y la envergadura de su corazón, cortas alas con que voló al norte de África y puso ladrillo sobre ladrillo para mi pequeña torre y me alejó de sí cuando presintió el final.
     Nunca he tenido pesadillas, jamás un mal sueño, un dormir agitado.
     Despierto muchas veces porque el sueño se interrumpe, pero entonces voy a fumar (no importa la hora) a la habitación de la memoria donde mi padre mira hacia la ventana (del otro lado: la noche o el amanecer) y me muestra el camino.
     En su dormitorio, a cuatro metros de altura, siempre se sintió a salvo de la lluvia y de cualquier eventual inundación. Los fantasmas de la casa no se hablaban con él.
     Esa mirada suya puede que pronto esté en mis ojos.