Poco antes de medianoche y en una calle oscura, al final de una larga y extenuante jornada de trabajo, he tropezado, literalmente, con un grueso y pesado libro y con otro más pequeño, los he golpeado con un pie y me han detenido. Al observarlos de cerca he visto que estaban húmedos y llenos de moho, sobre todo el grande, en sus cortes superior, inferior y delantero, una corta pelusa verde y blanca de olor desagradable entretejida con el filo de sus hojas. Por suerte llevaba en mi mochila una bolsa de plástico vacía y los he puesto en ella, los he rescatado como si fueran dos animales heridos, dos gatos abandonados y enfermos, y me los he traido a casa con la intención de restaurarlos o devolverles la vida. Después de cenar, los he estudiado minuciosamente bajo una buena luz, y en un caso el daño ha resultado más importante de lo que imaginaba. Al libro pequeño ha bastado con echarle polvo de talco y pasarle un viejo cepillo de dientes. Pero el grande tenía contaminadas las sobrecubiertas, las solapas, la portada, las guardas y muchas de sus páginas; después de una limpieza superficial he decidido dejarlo junto a una ventana abierta para que mañana pueda secarlo el benéfico sol y, más tarde, ocuparme de él con alcohol y un paño suave, y pacientemente eliminar todas las manchas que me sea posible. Ambos fueron editados por Espasa Calpe; el Ensayo sobre Cioran de Fernando Savater en 1992 y las Memorias de John Huston en 1998; y ambos pertenecieron y están firmados sólo con el nombre de una desconocida Ana. Ignoro, y probablemente nunca sabré, cómo se desprendieron de sus manos y acabaron en la acera de una calle oscura para que yo los encontrara. No he leído jamás a Savater, pero Cioran es uno de mis escritores de referencia. De este volumen me interesan sobre todo las citas y los subrayados. Por otra parte, he visto con agrado y fascinación casi todas las películas de Huston, sin ir más lejos, la semana pasada, por tercera o cuarta vez: La noche de la iguana.
De La noche de la iguana, cuyo guionista fue Tennessee Williams, este poema que un viejo escribe en su cabeza y, por último, dicta a su nieta y, a continuación, muere:
"Con qué serenidad la rama del olivo
mira como declina la luz del cielo,
sin un llanto, sin dolor, sin desconsuelo,
sin un rezo por el sol que se ha perdido.
Pero el árbol, por la noche ennegrecido,
llega a un día en que el cénit de su vida
se extinguirá por siempre,
aunque, enseguida,
de él una segunda historia habrá nacido.
Una historia que ya no será angélica,
un contubernio entre la lluvia y el surco.
Pues cuando al final el tierno tallo
truncado caiga como plomada sobre la tierra,
entre tierra y tallo, en placentera guerra,
una intimidad obscena se establece
y otro árbol brota que sus ramas mece
sobre el deseo corruptor de la tierra.
Y otra vez, la rama del olivo
mira como declina la luz del cielo,
sin un llanto, sin dolor, sin desconsuelo,
sin un rezo por el sol que se ha perdido.
¡Por coraje!, si pudiera hallar un nido
que me sirviera de próxima morada
no únicamente en esa rama dorada,
sino en este pobre corazón estremecido."
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