NOTAS DE VIAJE II / 2014
PRÓLOGO
Sobrevolamos la tormenta. Las perturbaciones tienen lugar en una zona intermedia, nunca a ras del suelo, aunque el suelo sufra las consecuencias. Desde nuestra posición se disfruta de un placentero azul y una vívida luminosidad sin sombras. No obstante, si por un accidente fortuito nos encontrásemos en el exterior moriríamos congelados.
En el descenso atravesamos nubes y, en la carretera, una espesa lluvia retroalimentada con su propia salpicadura y el agua pulverizada por las ruedas de los vehículos que nos preceden.
Elevación e inmersión marcan el inicio del viaje, y entre ambas acciones se instala la tormenta como acontecimiento.
En una franja parecida, a mitad de camino del espíritu y el cuerpo, etéreas condensaciones dan lugar a temibles relámpagos que inciden siempre en la superficie del paisaje provocando, aquí y allá, fulgurantes incendios que no llegan a prosperar. Bajo los pies: tierras anegadas y barro, y sobre las cabezas: un cielo negro.
Mantenerse siempre por encima de la tormenta, en el transcurso del viaje o en el devenir del espíritu, es deseo imposible de alcanzar.
ARGUMENTO
El así llamado o conocido Barranco de Carcalín tiene una longitud aproximada de 1,5 kilómetros hasta el Puente Natural. El humilde y sucio arroyo que discurre junto al pueblo ha sido contaminado durante décadas por las fábricas de papel y los vertidos incontrolados.
A partir de la explanada de los árboles gigantes, donde brota un manantial inagotable y la pequeña Ermita de San Luis ha sido agobiada por el horrendo Auditorio de Cemento, tras la curva de la carretera y entre el Monte de la Cruz y el Alto Jorge, se puede remontar el río hasta los últimos charcos, donde el río desaparece en intermitencias. En ese lugar comienza el barranco propiamente dicho.
La imponente mole del Alto Jorge, con sus túneles y vía férrea bordeando su cima, preside y guarda al barranco.
Desde San Luis a los charcos la maleza se ha adueñado de los márgenes del río. Hombres desnudos chapotean en el agua como niños en un claro entre la maleza, aunque sus cuerpos desmienten con rotundidad esa pretendida condición.
El sendero, fácilmente practicable en el recuerdo, se ha vuelto ahora, en algunos tramos, un incómodo túnel entre arbustos espinosos. Moscas y abejas me acompañan. El abrupto suelo exige constante atención y equilibrio.
Cuando la piedra gana terreno a la vegetación aparece la prehistoria. El corto viaje parece en un momento cambiar su carácter. Se traslada uno a épocas pasadas, se irrumpe en un silencio muy antiguo. No hay nada más silencioso que las grandes losas de piedra con incrustaciones de trilobites y amonites, espirales inmóviles tantas veces holladas.
Apenas llegar a los últimos charcos se hace evidente la sequía, lo poco que ha llovido este invierno y esta primavera. Las marcas en las peñas hablan por sí solas. Me detengo un instante ante un rumor lejano, y preparo la cámara para fotografiar el tren que surge de un agujero de la montaña para perderse en el próximo agujero, evidencia de que la prehistoria es únicamente una sensación ilusoria.
El pozo semi circular que durante milenios formó el agua en la piedra ya no es tan rotundo como antaño, ya su remolino no arrebata, no es visible. A partir de aquí se abre paso una certeza, un error de cálculo: debería haber traído al menos una botella. El agua que de tanto en tanto hallo en el lecho del barranco no resulta apetecible para beber. La garganta seca y la cabeza caliente me alertan del peligro. Si tantas veces en la infancia me adentré en esta aventura sin reloj ni cantimplora, ¿por qué hoy, al poco de iniciar la incursión, preveo no alcanzar el objetivo?
El sol no incide por completo en toda la superficie del lecho, sólo en partes; aun así me quito la gorra azul y mojo mi cabeza con un agua fría y verdosa. Valoro volver atrás, pero eso sería admitir mi fracaso. Estoy a solas en el interior de una grieta de una anchura media no superior a la de una carretera, de paredes verticales que ascienden unas decenas de metros hasta abrirse en V como una cuña entre las montañas. Solo aquí, al borde de cumplir 59 años, tan lejos del niño incansable y trepador que, haciendo caso omiso de su frágil corazón, agotaba este circuito con fuerzas sobrantes, todavía, para atravesar el Puente Natural y proseguir varios kilómetros hasta el crepúsculo y retornar después.
Dos ideas claras antes de la excursión: no arriesgar hasta el límite y moverme como un gato. La desazón por la sed y la eventualidad de no encontrar la senda (devorada por la maleza) hasta el Puente Natural y su fuente de agua cristalina y pura (al menos en la memoria), me hicieron desistir a unos cien metros de la boca del Puente.
Y mientras tomaba la decisión de volver pasos atrás, formas animales indeterminadas rompen frente a mí el silencio y la soledad del barranco. ¿Perros silvestres, lobos, jabalís? No. Simplemente cabras. Y tanto se asustan ellas como yo, pero mientras yo quedo paralizado por la duda de qué hacer, dónde saltar o refugiarme, ellas ya están trepando hacia las alturas. Y desde las alturas me observan en mi renuncia y dominan el barranco que yo abandono.
EPÍLOGO
La prueba, el desafío, el experimento sigue en la casa, al caer la noche. Y en los aburridos bares del pueblo donde los conocidos envejecen a otra velocidad, a otro ritmo acelerado por la falta de expectativas.
Ese río de la infancia, ese barranco, esas montañas me dieron la resistencia y la agilidad, la salud que -por suerte- no he perdido aún tras años de vivir en las ciudades.
Un muerto que no se resigna a la paz de su ataúd se sienta en la terraza de un bar, junto a la plaza del Ayuntamiento. Uno que quiere morir busca de mesa en mesa a su asesino. Los otros pasean a sus perros. El ausente ocupa una cama de hospital y siente latir su corazón bajo los vendajes. Y la camarera se equivoca en el precio del desayuno. Y la octogenaria me reconoce.
Se agradece la hospitalidad de los hermanos y cuñadas, se contempla a distancia y con respeto un vientre a punto de parir, se dibujan con la más pequeña y más sensible elefantes y jirafas de colores, se visita la biblioteca pública y se fotografía, en la oscuridad, el campanario y las casas altas.
Y sabe uno, por terceros, que otro amor de juventud perdió un hijo. El vendedor de golosinas pinta cuadros sin sospechar que imita a Monet. El torero imaginario abandonó la plaza. El sacristan se parece cada vez más a una bruja. El agua de las fuentes sabe a cloro. Y, a pesar de todo, desfilan cada noche bajo el balcón las niñas del verano con sus pantalones cortos y sus pieles dulces como las cerezas.
Los abrazos reconfortan. Y se alegra uno de la permanencia y la bondad.
Del castillo mejor no hablar.
"El sombrero que uno no se pone no es necesario quitárselo." (Ernst Jünger)
Salvador Alís.
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