No recuerdo como llegó a mis manos, pero mi primera cámara fotográfica, a principios de los 70 del siglo pasado, cuando yo tenía 15 años, fue una Kodak Instamatic. A principios de los 80, y adquirida en un viaje a Suiza, la cámara que usé hasta los 30 años fue una Nikon FM2, una maravilla -según recuerdo. A partir de 1986, comprada en Gran Canaria, y hasta la irrupción de las cámaras digitales, disfruté de una Nikon F 301, alternada a veces con una Polaroid y una Asahi Pentax. 20 años después me hice con una Panasonic Lumix FX 01 (objetico Leica). Y, por último, habiendo manifestado yo que echaba de menos un zoom más potente, me regalaron otra Panasonic Lumix, la TZ 18 (objetivo Leica), mi cámara actual. Sin embargo mi sueño, desde hace mucho, hubiera sido disponer de una auténtica Leica, de la serie M, por ejemplo, pero eso ha quedado en un sueño.
Para decir la verdad, he observado el mundo a través de las lentes fotográficas en una mínima proporción de su espacio y de mi tiempo, pero el resultado de esa observación llena cajas (miles de instantáneas plasmadas en papel) y muchos gigas en el disco duro del ordenador. He aprendido también del mundo y de su historia mediante miles de libros y millones de páginas. Mediante películas, contemplación de cuadros, esculturas, arquitecturas, artesanías y viajes. Mediante sueños. Y, sobre todo, por la observación directa del entorno (incluidos paisajes, ciudades, animales) y el conocimiento, el intercambio y el diálogo con otros seres humanos. Sin olvidar que del mundo, la realidad o la vida, un gran porcentaje de conocimiento lo debo directamente a la simple introspección.
Y no obstante, el paso de los años y el cumplimiento inevitable de nuestra edad se constituye en la mejor cámara, el mejor maestro. Mi conclusión: La última fotografía es una imagen borrosa, altamente alterada. Un caleidoscopio alocado, descentrado, asimétrico y caótico donde giran sin cesar los fragmentos de mi visión del mundo sin orden ni concierto.
Las múltiples facetas del ojo de la mosca ya no actúan coordinadas y la visión se muestra pervertida. No en vano el "señor de las moscas" es el mismo Belcebú.
Si algo aprendí, desde mis primeras simples fotografías con la Kodak hasta las últimas con la TZ 18, es que nuestra presencia en el mundo es nefasta para el mundo, y prescindible para la naturaleza y la vida por la gran complejidad y sofisticación de nuestra maldad. Destruimos cuanto miramos, salvo excepciones. Y eso ya no creo que tenga solución.
Nuestro tercer ojo, el objetivo de la cámara fotográfica o integrado en teléfonos móviles que la mayoría portamos habitualmente, no busca ya la sorpresa, ni la belleza, ni la denuncia ni la meditación. Nos apropiamos de la realidad para conservarla en un formol metafórico e incrementar nuestra colección de trofeos, mientras -al mismo tiempo- la realidad se extingue por nuestras acciones y, en su lugar, emerge un mundo fantasmagórico que seduce con su novedad y aún no da miedo porque sabe ocultar a nuestros ojos de mosca su verdadera y terrible cara.
Tomemos incansables fotografías de nuestros cuerpos vestidos y desnudos, de nuestros estilizados vehículos, de nuestra veloz forma de vida, de las sonrisas nubladas, del tigre en el zoológico, de la botella vacía, de las lunas sobre las playas, de toda nuestra aparente trascendencia y segura futilidad, de nuestras hazañas y fiestas, poses y velas de colores, disimulados miedos, manifestaciones multitudinarias, de nuestra impotencia y nuestra impostura y tantas otras cosas. Y hagamos que circulen en la tupida telaraña que circunda el mundo.
Las moscas son incomparablemente más antiguas que nosotros. Y todavía no sabemos cómo darnos la vuelta y contemplar de verdad el origen de las sombras animadas y danzantes que ante nuestros ojos fingen ser la realidad.
Salvador Alís.
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