Ayer entré en la tienda de un anticuario; quería saber el precio de una pareja de gatitos en miniatura que había visto en el escaparate. El hombre me atendió con mucha amabilidad, pero se demoró en decirme lo que costaban. Primero los sacó de la vitrina, los puso en mis manos y me preguntó si me gustaban. Y luego guardó silencio durante un par de minutos, supongo que esperando a que yo los examinara sin distracciones. Después me explicó que procedían de Francia, probablemente de principios del siglo pasado, y que estaban fabricados en biscuit -una mezcla de caolín, feldespato y cuarzo cocida a unos 900º C. Si deseaba comprarlos, me los podía dejar a 120 euros. Le dije que tenía que pensarlo, le dí las gracias y me dispuse a marcharme; pero en ese momento el anticuario quiso saber por qué me interesaban las miniaturas. Tengo una pequeña colección -le confesé. Y gatos de verdad, ¿también tiene? Desde luego que sí, tres gatas. Yo tuve uno. Bueno, en realidad era de mi mujer, un gato excepcional que vivió 21 años. Esa es mucha edad para un gato. Si, y aún podría haber vivido más de no ser por lo que pasó. Entonces me contó una historia donde la coincidencia jugaba un importante papel. Se casaron muy jóvenes en intentaron tener un hijo, pero no pudo ser. Alguien les regalo un gatito y su mujer compensó con él, en cierto modo, esa carencia. La relación del gato con el anticuario fue siempre respetuosa pero distante, sin embargo con la mujer todo era amor y mimos y juegos, una afinidad entrañable. Dos décadas más tarde ella quedó embarazada y tuvo gemelos, dos niños. Al volver del hospital, la mujer presentó los bebés al gato. Según el anticuario, éste se acercó con delicadeza a los niños, los olfateó y puso una pata sobre uno de ellos. Mi mujer le dijo al gato que no, que eso no podía hacerlo y lo apartó de los niños. El gato se retiró sin más y al día siguiente lo encontramos muerto. No tenía ninguna enfermedad y, aunque era viejo, gozaba de buena salud. Me enterneció la historia y le dije que los gatos son muy inteligentes y sensibles, y que quizá el suyo sintió ese día que su tiempo se acababa, que se fue para dar pasó a las nuevas vidas que llegaban a la casa, que sin duda había vivido tantos años para hacerles compañía, sobre todo a su mujer, mientras no tuvieron hijos, pero que en ese instante supo que ellos ya no estarían solos y que los bebés requerirían toda la tención. Nunca más hemos tenido un gato -me dijo con cierta tristeza-, y algunas veces, tanto mi mujer como yo, creemos verlo cruzar fugazmente por delante de alguna puerta, correr por los pasillos, perderse entre las sombras.
miércoles, 20 de noviembre de 2013
MUERTE DE UN GATO
Ayer entré en la tienda de un anticuario; quería saber el precio de una pareja de gatitos en miniatura que había visto en el escaparate. El hombre me atendió con mucha amabilidad, pero se demoró en decirme lo que costaban. Primero los sacó de la vitrina, los puso en mis manos y me preguntó si me gustaban. Y luego guardó silencio durante un par de minutos, supongo que esperando a que yo los examinara sin distracciones. Después me explicó que procedían de Francia, probablemente de principios del siglo pasado, y que estaban fabricados en biscuit -una mezcla de caolín, feldespato y cuarzo cocida a unos 900º C. Si deseaba comprarlos, me los podía dejar a 120 euros. Le dije que tenía que pensarlo, le dí las gracias y me dispuse a marcharme; pero en ese momento el anticuario quiso saber por qué me interesaban las miniaturas. Tengo una pequeña colección -le confesé. Y gatos de verdad, ¿también tiene? Desde luego que sí, tres gatas. Yo tuve uno. Bueno, en realidad era de mi mujer, un gato excepcional que vivió 21 años. Esa es mucha edad para un gato. Si, y aún podría haber vivido más de no ser por lo que pasó. Entonces me contó una historia donde la coincidencia jugaba un importante papel. Se casaron muy jóvenes en intentaron tener un hijo, pero no pudo ser. Alguien les regalo un gatito y su mujer compensó con él, en cierto modo, esa carencia. La relación del gato con el anticuario fue siempre respetuosa pero distante, sin embargo con la mujer todo era amor y mimos y juegos, una afinidad entrañable. Dos décadas más tarde ella quedó embarazada y tuvo gemelos, dos niños. Al volver del hospital, la mujer presentó los bebés al gato. Según el anticuario, éste se acercó con delicadeza a los niños, los olfateó y puso una pata sobre uno de ellos. Mi mujer le dijo al gato que no, que eso no podía hacerlo y lo apartó de los niños. El gato se retiró sin más y al día siguiente lo encontramos muerto. No tenía ninguna enfermedad y, aunque era viejo, gozaba de buena salud. Me enterneció la historia y le dije que los gatos son muy inteligentes y sensibles, y que quizá el suyo sintió ese día que su tiempo se acababa, que se fue para dar pasó a las nuevas vidas que llegaban a la casa, que sin duda había vivido tantos años para hacerles compañía, sobre todo a su mujer, mientras no tuvieron hijos, pero que en ese instante supo que ellos ya no estarían solos y que los bebés requerirían toda la tención. Nunca más hemos tenido un gato -me dijo con cierta tristeza-, y algunas veces, tanto mi mujer como yo, creemos verlo cruzar fugazmente por delante de alguna puerta, correr por los pasillos, perderse entre las sombras.
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